El cencerro y la trompeta

Parece aproximarse la hora del bilingüismo oficial en Asturias, décadas después de que allá por los setenta del pasado siglo surgieran las primeras iniciativas en favor de la cooficialidad del bable, o asturiano, y la lengua castellana. Aquellas pretensiones quedaron defraudadas por la promulgación en 1981 del estatuto de autonomía regional, que en su artículo 4.1 se limitó a establecer: “El bable gozará de protección. Se promoverá su uso, su difusión en los medios de comunicación y su enseñanza, respetando en todo caso las variantes locales y la voluntariedad en su aprendizaje”. Esas variantes locales a las que alude el texto estatutario son la sustancia misma objeto de las actuales discusiones en pro o en contra de la cooficialidad, un debate que -contra toda lógica- rebasa ampliamente los estrictos límites de la filología para convertirse en otra ceremonia de la confusiónde este desdichado 2020.

Los lingüistas románicos aúnan bajo la rúbrica bable las modalidades dialectales que en Asturias se hablan de la lengua asturleonesa, extendida ésta por el propio Principado, las provincias de León y Zamora, zonas de Salamanca y la ciudad portuguesa de Miranda de Duero. En dicho grupo lingüístico, el montañés de Cantabria sería un habla de transición al castellano. El criterio científico prevaleció en la redacción de la norma estatutaria frente al capricho de quienes deseaban -ayer como hoy- imitar el modelo micronacionalista que dio origen al vascuence unificado mediante elaboración artificial en laboratorio lingüístico, a partir de las variantes existentes. Igualmente la Academia de la Llingua Asturiana, creada en 1980, en sus estatutos se atribuyó el objetivo de investigar y definir la norma gramatical “de las variedades lingüísticas del bable”. Pero el enfoque cambió de modo sustantivo en 1995 cuando el ejecutivo regional, presidido por el socialista Trevín, aprobó la reforma de los mencionados estatutos de la Academia y sustituyó su propósito original por el de “investigar y formular las leyes gramaticales del bable o lengua asturiana y de sus variedades lingüísticas”. Así, casi subrepticiamente, surgió ex novo una lengua -la asturiana- que por definición nadie hablaba en aquel momento, al menos no canónicamente, puesto que se encontraba en proceso formativo.

Las siguientes elecciones autonómicas encumbraron al Partido Popular a la presidencia de la Junta General del Principado y, de conformidad con la invariable pauta seguida en las regiones bajo su control, propició un avance decisivo en las políticas de centrifugación y disolución del Estado nacional. El PP impulsó la aprobación de la Ley 1/1998 de uso y promoción del bable/asturiano, cuyo propio nombre es sobradamente revelador y que en su artículo primero define ese “bable/asturiano” como la “lengua tradicional de Asturias” de modo muy sorprendente, pues induce a imaginar que el castellano carece de tradición hablada y escrita en la región, e incluso disparatado porque una lengua en estado embrionario en la probeta filológica de la Academia difícilmente puede considerarse tradicional.

Hasta fecha reciente, el Partido Socialista no secundaba la oficialización de la neolengua asturiana aunque, como confirmación de que todo lo malo es susceptible de empeorar, ha virado hacia el criterio que siempre defendió en solitario Izquierda Unida y que ahora suscriben Unidas Podemos y Foro Asturias (escisión regional del PP).De momento, dichas fuerzas políticas reformaron el pasado mes de julio de 2020 el reglamento de la cámara asturiana, para dar carta de naturaleza al uso de la llingua en sede parlamentaria por miembros de la Junta. Por otra parte, en este mes de septiembre está prevista la creación del llamado Conseyu Asesor de Política Llingüística, con la misión de cuantificar el coste económico de la cooficialidad del asturiano, que la Academia de la Llingua estima aproximadamente en veinte millones de euros anuales y cuyo monto despierta nuestras dudas, pues sería ésta la primera ocasión en que el presupuesto inicial en estas materias no acaba siendo ampliamente superado por el dispendio real. No tardará mucho la actual mayoría parlamentaria en plantear la reforma estatutaria para introducir la cooficialidad.

Quienes vivimos en regiones oficialmente bilingües contamos con penosa y abundante experiencia en materia de atropello a los derechos de los ciudadanos en nombre del pretendido respeto a la identidad de los pueblos y tememos que Asturias, que hasta la fecha había esquivado tales perjuicios, comience a sufrirlos muy en breve. El proceso es siempre el mismo:

  1. Amargo lamento por los males que a lo largo de la historia de España se han abatido sobre el pueblo X (asturiano, vasco, valenciano…). Llanto y desconsuelo por el idílico pretérito de los siglos antiguos que contrasta hoy con la postergación y pérdida de la genuina esencia, singular carácter, prístina cualidad, incomparable (y tácitamente superior) identidad. Sollozos y gimoteos por la decadencia del idioma autóctono (al que se denominará siempre propio) frente a la vitalidad del castellano (implícitamente y por descarte, ajeno).
  2. Exigencia del bilingüismo oficial como salvaguarda de los derechos humanos de los hablantes de la lengua minoritaria ante las instituciones públicas, en los medios de comunicación y -muy especialmente- en la enseñanza.
  3. Entrada en tromba de nuevos docentes, expertos en el uso de la lengua autóctona y, sobre todo, adictos o sumisos al micronacionalismo aldeano más cerril. Vigoroso adoctrinamiento de las nuevas generaciones en la contemplación arrobada del propio ombligo.
  4. Exigencia de cualificación lingüística, expedida por la administración pública autonómica, para acceder a empleos en la propia administración pública, donde frecuentemente se pondera la capacitación vernácula con preferencia respecto a los conocimientos y habilidades propios del puesto a desempeñar, por ejemplo: preeminencia del “Grau Mitjà” de catalán frente al doctorado en Medicina. La exigencia oficial de capacitación vernácula se presenta como sinónimo de importancia, prestigio y necesidad del idioma, cuando en realidad se trata de una mera falacia circular con fuerza de ley.
  5. Vertiginosa multiplicación de puestos de trabajo en las áreas de personal docente de la lengua “propia”, personal examinador, inspección de políticas lingüísticas y sanción de infracciones, editoriales subvencionadas, medios de prensa subvencionados, radio y televisión. El coste económico y el servilismo se disparan de consuno y sin medida.
  6. Disminución progresivamente forzada del uso oficial de la lengua castellana, a despecho del número y proporción de quienes lo emplean de modo preferente en su vida cotidiana. Aparentemente, los castellanohablantes carecen de aquellos derechos humanos que al inicio del proceso se invocaron en nombre de los hablantes vernáculos y, consecuentemente, se avanza resueltamente hacia la erradicación de la enseñanza en la lengua común de todos los españoles, aunque siga siendo la de uso mayoritario entre la población. En varias regiones bilingües ya se ha consumado el proceso.
  7. Asentamiento y expansión de la doctrina identitaria oficial, elaborada por las élites políticas locales: un pueblo ancestral cuyos orígenes son antiguos como la tierra que pisa, con cultura y lengua propias, es una nación desprovista de Estado pero titular de derechos inalienables, como el derecho a la autodeterminación, que algún día habrá de ejercer.

¿Apetecen los asturianos iniciar ese itinerario enajenado? ¿Desean que los candidatos a la  función pública acrediten el dominio del bable, como requisito inexcusable de acceso? ¿Quieren multiplicar las plazas de funcionarios? ¿Pretenden vetar a maestros, médicos y enfermeros o personal administrativo procedentes de otras regiones de España? ¿Aspira la mayoría de los asturianos a estigmatizar a quienes se resisten a aceptar como lengua tradicional asturiana al bable/asturiano, diseñado en el laboratorio de la Academia de la Llingua? ¿Alguien se ha detenido a preguntarse por qué dicha Academia osa presentarse como “institución tutelar de los derechos lingüísticos de los asturianos”? ¿De qué asturianos, de cuántos asturianos? ¿Alguien imagina al Director de la Real Academia Española enmascarando su alta y nobilísima función científica y normativa con una fantasmagórica tutela de derechos de los hispanohablantes? Si la izquierda (sedicente) no deja de recitar los mantras de la “ampliación de derechos” y la “democracia directa”, ¿por qué no someten a referéndum la necesaria reforma del estatuto de autonomía, de modo que el pueblo de Asturias decida su futuro sin necesidad de delegación?

Hasta la fecha, el muy reducido número de ciudadanos que se dirige en bable a las administraciones -pudiendo todos perfectamente hacerlo desde la Ley 1/1998- no revela precisamente entusiasmo popular. En cualquier caso, resulta llamativo que la misma clase política regional, que tan beligerante se muestra para exigir la oficialidad del bable, muy mayoritariamente no lo emplee en la vida institucional ni tampoco en su vida privada, por la sencilla razón de que lo desconoce y su aprendizaje no figura entre sus prioridades personales. Salvando las distancias, este empeño impostado de los políticos asturianos, este celo lingüístico de cartón piedra, evoca intensamente el de los políticos micronacionalistas y megasecesionistas de Cataluña cuando niegan a su pueblo la posibilidad de optar por una enseñanza pública bilingüe, pero reservan para sus propios hijos la enseñanza privada y elitista con castellano e inglés como lenguas de docencia.

Si no intentamos ubicarnos en la neutralidad ideológica, a la hora de abordar materias sociales quedan desvirtuadas y convertidas en banderines de enganche por intereses bastardos de unas u otras facciones. Desde la instauración del Estado autonómico, con demasiada frecuencia se invoca el uso de las lenguas con propósitos enteramente ajenos a su naturaleza y objeto. En las más de las ocasiones, son elementos del argumentario micronacionalista y con excesiva reiteración acaban convertidas en armas arrojadizas contra el adversario -real o ficticio, tanto da- odiosamente centralista. A duras penas conseguimos eludir el sonrojo al recordar -a estas alturas- determinadas obviedades, pero las circunstancias nos obligan: los idiomas son, primaria y principalmente, herramientas de comunicación. Adicionalmente, es necesario tener presente que los factores identitarios son siempre adjetivos, no consustanciales con la esencia de las lenguas, a menudo discutibles y rotundamente falsos más de una vez. El propósito primordial al que sirven los idiomas, insistimos, no es otro que dotar de plenitud a la vida social del ser humano al permitir que los individuos se hagan recíprocamente partícipes de sus pensamientos y sentimientos. 

Si los idiomas favorecen y potencian la vida social de los seres humanos, necesariamente acompañaron su devenir histórico desde la tribu hasta el imperio. Expresaron arrebatadas declaraciones de amor; con ellos se entonaron feroces himnos guerreros; detallaron el proceso constructivo de templos y fortalezas; describieron la flora y la fauna del orbe y sus métodos de aprovechamiento; retuvieron trabadas entre sus sílabas emociones de poetas, disputas de juristas y reflexiones de filósofos: todo esto y mucho más. E igualmente sobre las lenguas repercutieron venturas y desdichas enteramente ajenas a la filología: guerras, anexiones, disgregaciones, tratados de paz, éxitos comerciales, revoluciones industriales, crisis religiosas, distancia o cercanía a los grandes centros de poder. En definitiva: todo cuanto el hombre construye y destruye con su accionar social y es susceptible de ser narrado y transmitido mediante las lenguas a las siguientes generaciones. Muy probablemente, si el centro gravitatorio del poder en la Corona castellanoleonesa se hubiera desplazado hacia León y no tanto hacia Castilla, hoy la realidad lingüística de España y de América sería distinta. Tal vez la lengua asturleonesa sería oficial en toda España, en la desembocadura del río de la Plata, al sur del río Bravo y en las Antillas, además de hablarse profusamente en California, Nuevo Méjico, Florida o Nueva York… o tal vez no, y ese predominio correspondería al galaico-portugués, ¿quién sabe? Lo cierto e indubitado es el carácter irreversible de la historia, más allá de las preferencias o aversiones de quienes, en definitiva, somos unos recién llegados.

De modo incuestionable, el bable forma parte del patrimonio cultural inmaterial de Asturias y de España toda por consiguiente. Pero en ocasiones los actores políticos, con intenciones no siempre limpias, parecen olvidar que el patrimonio cultural es cuantificable, comparable y evaluable. La narrativa del gallego Cela y del castellano Delibes pertenecen al patrimonio cultural español exactamente en igual medida que el teatro del alicantino Arniches; no más ni menos que la catedral de Compostela y la iglesia leridana de San Clemente de Tahull. El lector de estas líneas posee sobrada capacidad para comparar las obras literarias y arquitectónicas mencionadas, establecer sus propias conclusiones y determinar la relevancia que a cada una de ellas corresponde. Los acontecimientos históricos, los ciclos económicos, los flujos demográficos han ubicado a los hablantes del bable vivo del siglo XXI en contextos muy mayoritariamente rurales y con una demografía declinante. El profesor de Filología de la Universidad de Oviedo y miembro de la Academia de la Llingua Asturiana Ramón de Andrés estima, con cierto optimismo, que el número actual de asturianos que tienen el bable como lengua preferente es de apenas 200.000, pero incluso en el supuesto por completo irreal de que fuese la primera lengua en todo el Principado, la cifra no superaría el millón de hablantes. Si los idiomas son ante todo y sobre todo herramientas de comunicación, la pretensión de igualar la virtualidad de ambas herramientas comunicativas, bable y castellano, es sencillamente quimérica. Invito al lector a que intente imaginar cuántas traducciones de Martin Heidegger, de Henri Bergson, de John Keynes o de Giovanni Sartori se editarían anualmente en bable. No todas las herramientas son equivalentes, como tampoco todos los instrumentos musicales lo son. El filósofo Gustavo Bueno -sólido y tenaz adversario de la oficialidad del bable y tan lúcido y penetrante como en ocasiones demoledor- salía al paso de la consigna repetida por los asturianistas militantes, bable nes escueles,  con una réplica tal vez descortés pero sin duda fulminante: y gaites nes orquestes.

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