A comienzos del siglo XXI la democracia pluripartidista, tal como surgió del Juego de Pelota durante la Revolución Francesa, ha perdido toda su capacidad de representatividad. Los ciudadanos de las naciones europeas siguen votando a partidos políticos ya que carecen de otros sistemas que les permita articular de una forma efectiva su voluntad para decidir cómo se autogobiernan, que es donde radica la esencia de la democracia.
Sin entrar en el descrédito que tiene la mayor parte de la clase política de Occidente (escasa preparación, corrupción generalizada, burocratismo, rapiña impositiva, clientelismo…), para muchos ciudadanos europeos las elecciones sólo sirven para que los actúen, gobiernen, legislen según su exclusiva voluntad, sin atender al deseo de aquellos que les votaron, sintiéndose éstos, además, plenamente legitimados y autorizados para hacer lo que, según el criterio de su partido, consideren oportuno. Estas decisiones, leyes y políticas, que los ciudadanos no aprueban, pero que tienen que acatar, porque aquellos que han sido en libertad utilizan los medios del estado para oprimir a aquellos que les han elegido, convirtiendo al estado en una institución que, en lugar de dar protección al individuo y a la familia, se pone al servicio del capitalismo financiero y de sí mismo, de la clase política, para oprimir con mano de hierro y guante de seda a sus propios ciudadanos. Los partidos de izquierdas han traicionado al pueblo, los de derechas a la nación. El sistema de partidos nos ha convencido de que la obediencia de la ley, a sus leyes –hechas, en su inmensa mayoría, exclusivamente, en beneficio de la clase política-, es la única forma de lograr que las naciones de Europa funcionen y prosperen. Nace así una sociedad de nuevos esclavos que aparentemente son felices con la seguridad que les dan sus amos <elegídos>. Esto esclavos no tienen miedo a la libertad sino miedo a romper con las leyes que supuestamente se han autoconcedido y que les garantizan una buena vida material, una jaula de oro.
En nuestra sociedad el poder político reside, exclusivamente, en el , en el representante, en el partido que lo acoge, no en los votantes que le dieron su representación, creándose así un inevitable y, al parecer, incorregible déficit democrático que la gente normal no sabe cómo romper. La soberanía nacional, popular, desaparece en beneficio de la soberanía de los partidos.
Esta injusta realidad, que una gran parte de los europeos parece que la tenemos asumida y que nos lleva forzadamente a creer que este déficit democrático es algo inevitable, imposible de corregir, la debemos asumir, pues la democracia pluripartidista es el menos malo de los sistemas políticos y por lo tanto debemos resignarnos a vivir con ella. Este pensamiento ha prosperado y se ha consolidado entre nosotros desde el final de la Segunda Guerra Mundial y se ha visto fuertemente reforzado con la caída del Muro de Berlín.
Esta resignación evidencia que el pensamiento occidental no ha logrado crear otros modelos de representación política, lo que no supone renegar de la democracia, desde finales del siglo XVIII y que ni siquiera con nuestros enormes adelantos tecnológicos hemos sabido crear una idea de cambio para reparar este evidente déficit democrático que sufrimos todos los días, expoliados por nuestra clase política regional, nacional y europea.
Es cierto que en muchas naciones de Europa están surgiendo movimientos populistas identitarios y de neoizquierda que proponen una revitalización, real o imaginaria, de la democracia, una vuelta a la nación o a la lucha de clases, pero en ninguno de ellos existe una verdadera propuesta alternativa democrática viable al viejo sistema de los partidos.
Los partidos tradicionales, con sus políticos & militantes & funcionarios profesionales, nos invitan a respetar la instituciones y las leyes, creadas y modificadas constantemente por ellos para su propio beneficio y el de sus partidos, sin que tengan ningún interés en modificar sistema por medio de una revolución pacífica que lleve a un cambio total o parcial del actual modelo de representación democrática hacia un sistema más justo que, ineludiblemente, les quitaría todo o parte del poder que en la actualidad ostentan y en el que muchos ciudadanos ya no pueden ni quieren creer.
La realidad parece descorazonadora, pues lleva a pensar que, en la práctica, el sistema no se puede cambiar o, lo que sería más terrible, que realmente no tengamos una opción nueva y eficaz de articular nuestra democracia. ¿Esto es así?
Alain de Benoist propugna la puesta en marcha de una democracia verdaderamente participativa por medio de la democracia orgánica o democracia encarnada, postulando la defensa de los valores existenciales frente a defensa de los intereses negociables. Esta tesis inteligente y viable en sí misma, y en puridad tan democrática como la pluripartidista o más, resulta difícil de llevar adelante por el estigma que sobre ella se ha echado al ser defendida por muchos movimientos políticos como consecuencia de su derrota en la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué hacer?, siendo pragmáticos quizá sería viable un sistema de democracia mixta. Un parlamento donde el cincuenta por ciento de sus diputados fuesen elegidos entre los partidos que concurran a las elecciones, que de sus filas salga el gobierno, presidente de las cámaras y otros cargos netamente políticos y que sean estos diputados en los que resida la iniciativa legislativa. El otro cincuenta por ciento de la cámara debería ser elegido entre miembros de la sociedad, que careciesen de un historial de vinculación política con cualquier partido, que fuesen verdaderamente independientes, auténticos ciudadanos libres, que fuesen parte activa de la sociedad civil. Así, por ejemplo, podrían ser elegidos democráticamente entre los miembros de los colegios profesionales más numerosos e importantes en la vida de la sociedad por medio de democracia directa entre sus colegiados; igual podrían hacer las universidades entre sus claustros; las iglesias (entiéndase religiones) entre sus cardenales, abades y obispos; las Reales Academias –en el caso de España- entre sus miembros; los sindicatos no vinculados a partidos entre sus afiliados y, por qué no, entre los socios de los clubs de futbol. Sin lugar a duda su opinión sería más libre y verdaderamente cívica, más pegada a la realidad, que la dada por algunos de los políticos profesionales de los grandes partidos.
Estos diputados sólo podrían votar las leyes e iniciativas propuestas por el gobierno y los partidos representados en la cámara, pero terminarían con la dictadura que ejercen los partidos sobre sus diputados, terminarían con el evidente egoísmo de los partidos, introducirían la defensa de los intereses de los ciudadanos en la cámara y obligaría a los diputados de los partido a legislar con sentido común y al servicio de la nación y no al de sus respectivas estructuras de poder clientelistas. Los grandes partidos con representación que promoviesen leyes y medidas que les benefician a ellos y no a la ciudadanía verían cómo ninguna de sus iniciativas prosperaría, pues el cincuenta por ciento de la cámara, sin militancia e intereses de partido, seguramente se opondrían. El sentido común, la justicia –no la ley- y el patriotismo volvería a los parlamentos.
Con la democracia mixta el control del poder no quedaría, como en la actualidad, como un patrimonio exclusivo de los partidos políticos y de los medios de comunicación puestos a su servicio. Se podría poner fin al clientelismo y se volvería a una democracia participativa que, sin ser de base, se vería notablemente restablecida en su esencia.
El voto es sólo un medio técnico para consultar y revelar nuestra opinión, y los votos no tienen, únicamente, que articularse a través de los partidos, por mucho que lo digan nuestros políticos, ya que este modelo sirve fundamentalmente para perpetuarles en el poder. Cualquier sistema que sirva para expresar la voluntad popular es en sí mismo válido y la democracia mixta puede ser la solución a la dictadura partitocrática que todos los ciudadanos de a pie sufrimos y no sabemos cómo evitar.