Escuchamos al presidente de la Generalidad de Cataluña, Pere Aragonés, explicar en rueda de prensa las conclusiones del informe prêt-à-porter, confeccionado por el Institut d’Estudis d’Autogovern (IEA). Para los no iniciados, el susodicho Institut es uno más de los chiringuitos autonómicos que sirve con lealtad inquebrantable y fe ciega en el mando a la causa separatista, aunque con apariencia y formulismos técnico-jurídicos. Verdaderamente, Aragonés no tiene rival en el mundo de la comunicación: mirada gélida y modulación vocal apacible; gestualidad contenida, rostro impávido y embustes como peñascos. Un fenómeno.
Nos cuenta el micropresidente que los juristas a su servicio del IEA le proponen como vía «más factible e idónea» hacia la secesión de Cataluña la convocatoria de un referéndum, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 92 de la Constitución española e inspirado -dicen- en la consulta celebrada en Escocia en 2014. En esta línea, Aragonés concreta su propósito hasta el detalle de adelantar cuál habría de ser la pregunta ante la cual los catalanes deberían asentir o negar: «¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente?». Finalmente, el voluntarioso miniestadista pretende denominar «Acuerdo de claridad» a su iniciativa, en referencia explícita a la Clarity Act que el parlamento de Canadá aprobó en diciembre de 1999 para regular futuras consultas sobre la autodeterminación de la provincia de Quebec. En realidad, nada nuevo pues hace dos años ya lanzó sobre el tapete político un envite con tal nombre. Hasta aquí llega la escueta enumeración de los hechos, pero -como el lector a estas alturas de sobra conoce- los razonamientos separatistas suelen ser sinuosos y sus intenciones muy arriscadas pero poco razonables. Sucintamente lo expresaremos.
- El artículo 92 de la Constitución española, citado por el Institut d’Estudis d’Autogovern, se contiene en el Título III, dedicado a las Cortes Generales. Es decir, al parlamento, al órgano de representación por excelencia de la soberanía nacional. Soberanía que reside en el pueblo español, como expresa con meridiana claridad el artículo 1 de nuestra Norma fundamental. Dicho precepto, más en concreto, se halla ubicado en su Capítulo Segundo, que regula los principios relativos a la elaboración de las leyes. A las leyes nacionales, elaboradas por los legisladores del Congreso y del Senado, representantes de todos los españoles, y que surtirán efecto en todo el territorio nacional obligando por igual a TODOS los ciudadanos españoles.
- Teniendo presente lo anterior, cuando el artículo 92.1, en efecto, prescribe: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de TODOS los ciudadanos», ¿en qué cabeza correcta y discretamente amueblada puede caber que la secesión de una parte de España sea asunto ajeno a la incumbencia de TODOS los españoles?
- Arteramente, con indisimulable ánimo tramposo, los separatistas en la órbita del actual ejecutivo de la Generalidad hacen abstracción de todo cuanto hemos apuntado y enfatizan -exclusivamente- el apartado 2 del tan repetido artículo 92 de la Constitución: «El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados». No por casualidad, como señalaremos antes de concluir.
- No deja de resultar chocante ese empeño de Aragonés y su tropa por identificar sus ocurrencias con la ley de Claridad canadiense. Chocante porque, desde la orilla separatista de Quebec, la ley fue recibida con notable desagrado y calificada de injerencia intolerable del Canadá anglófono en el ejercicio del derecho de autodeterminación de la provincia francófona. En efecto, la ley de Claridad de Canadá confiere al Gobierno del país la potestad exclusiva de interpretar y valorar la pregunta y los resultados de una eventual consulta, los requisitos mínimos de participación y respaldo para admitir su validez y -en su caso- la capacidad de valorar y repartir activos y pasivos e, incluso la eventual partición del Quebec para que permaneciesen dentro de Canadá los distritos que no hubieran respaldado la secesión. Como afirmó en 1980 el entonces primer ministro Pierre Trudeau: «Si Canadá es divisible, también Quebec debe serlo». Por supuesto, nuestros separatistas autóctonos sólo desean importar el nombre de esa ley canadiense, no sus preceptos.
En cualquier caso, en España es jurídicamente inviable articular un referéndum de autodeterminación como el deseado por el microjefe Aragonés. Por las razones expuestas, por alguna más que ahorro al paciente lector y, sobre todo, porque tal pretensión colisionaría frontalmente con la solemne y rotunda afirmación contenida en el artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Tal vez para el gran público resulte poco significativo, pero el hecho de que una hipotética reforma del artículo 92 debería tramitarse por el procedimiento ordinario, mientras que la modificación del artículo 2 obligaría a usar el procedimiento de especial y agravada dificultad indica el criterio interpretativo a seguir en caso de duda entre ambos preceptos.
Y ahora, amigo lector, olvide todo cuanto he escrito y usted ha tenido la gentileza de leer. El minicacique Aragonés, en su comparecencia del pasado 2 de marzo, relativizó y minimizó las dificultades jurídico-constitucionales de una tropelía como la que abiertamente proponía. Recordó expresamente que nada es imposible, pues «sólo es cuestión de voluntad política, como la amnistía». Sin margen de error, es muy consciente de la clase de petimetre que rige nuestros destinos. Exactamente igual que la vergonzosa ley de amnistía -actualmente en tramitación- hace crujir las traviesas del ordenamiento jurídico, no sería de extrañar que Sánchez y su banda genuflexa acabaran cediendo ante sus socios sediciosos. A fin de cuentas, el presidente del Gobierno carece de mayoría parlamentaria estable e, igualmente, de principios y de honor.