Perplejamente, una de las tendencias sociales más notorias en la esfera occidental es el afán por vaciar de contenido las estructuras cristianas sólo para recrearlas como simulacros seculares autofundamentados con base al monismo democrático. Más allá de que esta pulsión delata en el fondo que la cultura occidental es cristianismo objetivado y secularizado, y que, por lo tanto, la sociedad posmoderna, lejos de ser poscristiana, es radicalmente cristiana. Podemos ver con nitidez un reflejo de esto en la secularización del las doctrinas del Logos[1] y las Potencias de Filón de Alejandría -así como del concepto de la patrística capadocia de la pericoresis[2] de las personas de la Trinidad- en las familias ontológicas definidas tanto en los tres sustratos de realidad de Karl Popper[3] (Mundo 1, Mundo 2 y Mundo 3) como en los géneros de materialidad de Gustavo Bueno[4] (Materia 1, Materia 2, Materia 3).
Es, por otro lado bien patente que los intentos por fundamentar una moral laica sobre el principio normativo de que sea racional, consistente y objetiva, se enfrentan a la dificultad de conseguir que tenga validez universal, a pesar de haberse dotado de una moderna clerecía, incuestionable e infalible por definición, en la que el rol moralizador de los antiguos profetas lo desempeñan los creadores de opinión que proliferan en un ecosistema de medios de comunicación, instituciones educativas, agencias públicas, y organizaciones de activistas que no hacen ascos a cancelar la disensión al objeto de imponer sus propios dogmas, con la expectativa de que el disidente permanezca callado, usando para ello a menudo, y en vano, el nombre de la razón.
Quizás la mayor debilidad de esta vana invocación a la racionalidad estribe en que el valor de los valores morales no son verificables ni falsables à la Popper[5], y en consecuencia, están infundados (esto es, la ética no puede emanar del método científico), por lo que, si se deja de lado la tradición, es inevitable que, à la Kelsen[6], como la validez de una norma legal no puede ser empírica, brote de juicios de valor arbitrarios, establecidos por actos subjetivos de voluntad que no conciernen al campo de lo que es, sino al de lo que debe ser. En consecuencia, la validez del derecho positivo, à la Kant[7], depende para su fundamentación no en convicciones éticas, religiosas o nacionales prejurídicas, sino en obtener su legitimidad a partir de la legalidad del procedimiento democrático, lo que equivale a decir que adolece de circularidad, por cuanto que reduce las pautas morales al proceso democrático, al que se le atribuye la categoría de orden monista.
Esto abre las puertas a la arbitrariedad de la ley, al hacerla contingente a la voluntad de una mayoría circunstancial (la importancia relativa de las cuestiones morales es la agregación de las preferencias de cada elector), una inconsistencia de la que ya estaban al tanto los antiguos griegos, cuando buscaron en el Derecho Natural[8] una fundamentación más profunda del derecho positivo, a fin de nivelar su tendencia a quedar sujeto a las coyunturas del poder político. Reflexiones de la misma índole tuvieron lugar en el seno de la Escuela de Salamanca[9], dando lugar a la elaboración de normas precursoras de los Derechos Humanos[10], derivados de la creencia en que el hombre, en cuanto tal, sin otra cualificación que su condición humana, es sujeto de derechos, por lo que su existencia es portadora en, y por sí misma, de valores y normas que podemos hallar, pero no crear ex nihilo.
La visión opuesta -que la ley se legitima a sí misma deviniendo en ley- presume que los valores deben crearse, y consiguientemente imponerse, sin necesidad de mayor justificación que la voluntad general. Dicho de otra manera, la moralidad queda determinada por el máximo común denominador del conjunto de deseos, aspiraciones e intenciones del cuerpo electoral, o lo que es lo mismo; la voluntad derivada de los estados mentales de los votantes, antes que la expresión normativa de la autoridad de un ideal moral incondicionado por lo circunstante.
En consecuencia, este postulado representa el desarrollo moral como un avance hacia las condiciones en las que una voluntad colectiva, sin lastres históricos ni religiosos, crea sus valores y determina sus normas como si existiese en una suerte de vacío antropológico. Sin embargo, los hechos morales no son algo incoado mediante un acto volitivo ejercido como parte de un procedimiento legislativo dado. Por el contrario, todo actor partícipe en el cuerpo electoral está encastrado en una tradición moral específica, desde el instante en que inicia su relación consciente con el entorno social en el que le ha tocado crecer.
La tradición moral es, por consiguiente, un hecho ínsito a la realidad cívica, por más secular que ésta sea. Esta consustancialidad lleva a que cuando el poder político torna la laicidad en laicismo, la sociedad queda abocada a un conflicto de legitimidades, cuya consecuencia más notoria es causar una escisión del principio de autoridad, que, en última instancia, pone en entredicho a la propia autoridad. Esto es así porque cuando alguien se enfrenta a una norma que choca con su propia tradición moral, se ve obligado a elegir en conciencia entre dos formas de autoridad, la moral y la legal, y en consecuencia, se acaba acatando la autoridad que dicta la propia conciencia, lo que, en último extremo, significa que se ha dejado de estar sujeto a cualquier otra autoridad.
Aunque no faltan en nuestros tiempos ejemplos concretos de ello en múltiples campos, nos centraremos aquí en el ámbito de la educación, pues desde hace décadas se ha convertido en campo de batalla de guerras culturales y laboratorio de las políticas de identidad, por más que la naturaleza de lo que está en juego atañe a cuestiones primordiales que nos dan la ocasión de revisar un asunto que tiene más que ver con los valores morales que con la técnica pedagógica, en tanto que en verdad incumbe a conceptos como “potestad” y “responsabilidad” paterna. No ha de extrañarnos que sea el mundo escolar el escenario escogido en la lucha contra la tradición moral, pues es fácil ver que detrás de la sofistería erigida por los gremios educativos y las clientelas de la utopía[11], subyacen tendencias pedagógicas basadas en la teoría de la tabula rasa, que nos remontan a 1762, fecha de la publicación del “Emilio, o De la Educación”[12] de Jean-Jacques Rousseau.
La premisa central del tratado del francés es que los niños vienen al mundo en un estado de gracia, dotados de una bondad inherente, que la sociedad degrada para hacerlos adultos. Consecuentemente, la manera de tener una sociedad mejor es preservar la benigna inocencia infantil, y qué mejor modo de lograrlo que librarles de la educación tradicional. Siguiendo la estela de Rousseau, y contradiciendo la premisa de Aristóteles de que solo una mente educada puede entender un pensamiento diferente al suyo, aun sin necesidad de aceptarlo, los responsables de formular la educación pública contemporánea se han empecinado durante décadas en interpretar el aforismo del Estagirita al revés, hasta llegar al punto en el que se ha normalizado la censura académica para proteger a los estudiantes de ideas que se consideran peligrosas, envolviéndoles a la par en burbujas de sentimentalismo, como quien embala una frágil figurilla de barro recién salida del horno, a la vez que por medio de las sucesivas leyes educativas se ha ido soltando el lastre de los conocimientos de filosofía, historia, lenguas clásicas, literatura o geografía, en favor de las destrezas; de habilidades prácticas y fragmentarias que cierran más puertas de las que abren, pero que permiten prorrogar la infancia del alumnado eludiendo materias y métodos de aprendizaje que perturben el ludismo, la espontaneidad, y la gratificación inmediata de los pupilos.
Pero para indagar con seriedad sobre esta materia, es menester ir más allá de las materias educativas, para poder situarnos en lo mollar, que es la esfera de los principios fundamentales de los que emanan los derechos y los deberes de padres e hijos. Lo interesante de bajar al nivel del derecho natural, es que nos permite aislar la cuestión de las coyunturas políticas, y la define en términos intemporales; sin fecha de caducidad, más allá de lo ideológico, y a resguardo de relativismos culturales.
Por consiguiente, solo mencionaremos de pasada lo que establece el artículo 27 de la Constitución Española[13] en lo que se refiere a la obligación del Estado de garantizar que la educación pública sea consistente con las convicciones morales propias de los padres, por cuanto que este no es un debate español, sino universal. Es en este sentido que resulta útil empezar con lo básico, e ir añadiendo capas de complejidad a medida que avanzamos en la compresión del problema, y no al revés. En este sentido, por estar hablando de personas, conviene señalar que, en tanto que seres humanos, estamos dotados de una naturaleza distintiva y determinada, de la que provienen una serie de facultades como la voluntad, el deseo, la conciencia, la razón y el habla, que están sujetas a unas características funcionales “normales”, que forman parte de la ley natural[14] del ser humano. Un ejemplo de ley natural es la determinación de comunicar nuestros pensamientos mediante la palabra. Pero a diferencia de los demás seres vivos –también sujetos a sus propias leyes naturales– sólo el ser humano tiene libertad para hacer un uso “anormal” de sus funciones.
Podemos, por ejemplo, usar la facultad del habla para mentir, y usar nuestro intelecto para elaborar racionalizaciones que justifiquen tal comportamiento. Pero incluso este albedrío está determinado por la ley natural que nos hace humanos, y por eso desarrollamos construcciones sociales a posteriori, como la moral y la justicia, para limitar normativamente los impulsos egoístas. Pues bien, es en esta dicotomía donde descansa la esencia de los dos posicionamientos políticos mayoritarios; la vieja discusión entre quienes defienden la inmutabilidad del carácter humano, y quienes sostienen su maleabilidad. Y el fruto de esta tensión dialéctica es el derecho positivo, una parte del cual concierne a la educación pública, y que afecta a tres tipologías diferenciables; en primer lugar, el aprendizaje de habilidades como la lectura y la escritura, en segundo lugar, la capacitación intelectual; aprender a aprender, y por último, la instrucción cívica: formarse como miembro pleno de la comunidad.
Mientras que las dos primeras facetas del proceso educativo son cuantitativas y objetivas, la tercera tiene un fuerte peso subjetivo y cualitativo, basado en un conjunto de premisas morales, éticas, religiosas, emocionales, estéticas, filosóficas y culturales, en cuya transmisión la familia ocupa un lugar preeminente, que se disputa con los creyentes en el mito de la tabula rasa, presentes a lo largo de todo el espectro político. A diferencia de estos últimos, los padres no son una entidad abstracta, sino una realidad biológica, una ley natural de la que derivan responsabilidades legales, cuya contrapartida es el ejercicio de derechos morales. Estos derechos, tal y como recoge nuestra constitución, según anteriormente, incluyen la agencia paternal en la formación cívica de los hijos. Este punto es fundamental; son los padres quienes delegan, condicionalmente, parte de esta formación en la escuela, sin renunciar a la autoridad que emana de la ley natural antes mencionada.
Los hijos son un sujeto de derecho, pero el Estado es subsidiario de los padres, y su actuación solo debe prevalecer cuando objetivamente esté en riesgo el bienestar integral del menor. De igual manera, y como parte de este contrato implícito entre familia y escuela, los padres deben abstenerse de interferir en la labor de los profesionales de la enseñanza en lo que respecta al desarrollo intelectual de los hijos, en la misma medida en que los maestros no deben adoctrinar a sus pupilos ni transmitir juicios de valor. Este equilibrio virtuoso sólo es alcanzable si los poderes públicos limitan su intervención a complementar la autoridad que según el derecho natural tienen los padres sobre la educación de sus hijos, que les legitima para consentir que el Estado asuma, no que usurpe, obligaciones educativas hacía sus hijos.
Es decir, los padres contraen obligaciones y derechos naturales hacia sus hijos, que anteceden la existencia misma de los marcos políticos de los que emana el Estado, el cual nunca goza de legitimidad para suplantar la figura paternal sin que se den razones de fuerza mayor como incapacidad, orfandad, negligencia o abuso. Sin embargo, los padres, las familias, no viven en un vacío social, sino que son parte de una comunidad pública; un Estado que existe para garantizar la convivencia, facilitar la resolución de conflictos y preservar la pervivencia en el tiempo de un cierto modelo social.
Bajo esta perspectiva, según John Rawls[15], existe una razón pública, de la que emerge el imperativo moral de promover el bien común, garantizar el orden público y combatir la injusticia, promulgando derecho positivo que legitima al Estado a regular aspectos de la educación que fomenten el desarrollo ciudadano de los alumnos en el sentido del deber de civilidad del mencionado Rawls, sin menoscabar sus derechos individuales, ni infringir los de sus padres, tal y como argüíamos más atrás. Entre estos derechos cabe destacar los de libertad de expresión y de conciencia, por cuanto que son consustanciales a lo que realmente significa ser humano, a la vez que los mimbres con los que se construye la diversidad social, construida con bloques plurales, cuya unidad básica es la familia. Por lo tanto, los poderes públicos deben limitar al máximo la capacidad coercitiva que les permite contravenir el derecho de conciencia de los padres tomando decisiones en nombre de sus hijos, sin que existan amplísimos consensos sociales, máxime si se trata de contenidos educativos basados en teorías sociológicas, ideologías o credos que no son parte del acerbo común, de esa tradición moral a la que nos referíamos al comenzar este escrito.
[1] La aserción lógos apophantikós denota “decir algo de, o según, algo” (légein tì katà tínos), siendo la significaación primera de légein “reunir”, “recoger”, “religar”.
[2] De Lubac, H. (1963) Catolicismo. Aspectos sociales del dogma. Cf, Barcelona.
[3] Popper, K. (2001) Conocimiento objetivo. Tecnos, Madrid.
[4] Bueno, G. (1991) Symploké. Júcar, Madrid.
[5] Popper, K. (2008) La lógica de la investigación científica. Tecnos, Madrid.
[6] Kelsen, H. (2013) Teoría pura del derecho. Trotta, Madrid.
[7] Kant, I. (2005) Introducción a la teoría del derecho. Marcial Pons, Madrid.
[8] Bobbio, N. (2017) Locke y el Derecho natural. Tirant, Barcelona.
[9] Poncel, A. (2005) La Escuela de Salamanca. Filosofía y Humanismo ante el mundo moderno. Verbum, Madrid.
[10] Benedicto XVI (2009) Caritas in Veritate https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate.html
[11] Rosúa, M. (2006) Las clientelas de la utopía. Grupo Unisón Producciones, Madrid.
[12] Rousseau, J. (2011) Emilio o De la educación. Alianza, Madrid.
[13] https://app.congreso.es/consti/constitucion/indice/titulos/articulos.jsp?ini=27&tipo=2
[14] Cruz, J. (2007) Ley natural como fundamento moral y jurídico en Domingo de Soto. EUNSA, Navarra.
[15] Costa, M. (2011) Rawls, Citizenship, and Education. Routledge, Londres.