El 4 de octubre de madrugada, hora española, la Cámara de Representantes hizo historia al aprobar una moción de censura contra su presidente, el californiano Kevin McCarthy. Se hacía uso de una potestad que, hasta entonces, nunca había llegado a usarse, mucho menos con éxito. 11 republicanos, más toda la bancada demócrata, bastaron para hacer que McCarthy se convirtiera en el segundo presidente de la Cámara más breve de la historia (el récord de brevedad lo ostenta Theodore M. Pomeroy presidente por un total de apenas 24 horas). Las raíces de este evento histórico cuyas consecuencias aún están por calibrarse (a fecha de redacción de este artículo los republicanos no han elegido todavía a un nuevo presidente), debemos encontrarlas por un lado en el funcionamiento de los grupos del Congreso estadounidense y, por otro lado, en la transformación que el partido republicano en su conjunto lleva experimentando desde la elección de Trump como presidente en 2016.
Caucus, comités y otros elementos del nomenclátor de Washington DC.
Antes de pasar a analizar los aspectos más políticos de este evento debemos aclarar varios conceptos de importancia para poder entender, desde nuestra perspectiva española, los medios por los que esta rebelión de un puñado de los diputados fue posible. En primer lugar, debe saberse que, a diferencia de sus correligionarios del Congreso de los Diputados, los representantes americanos tienen una enorme independencia y capacidad de acción a su disposición. Esto se traduce en que los grupos parlamentarios (conferencias) republicano y demócrata tienen bastante menos poder del que gozan los grupos parlamentarios en las Cortes españolas. Así, el poder reside realmente en el representante individualmente considerado, así como al caucus al que pertenezca.
Un “caucus” es una facción formada por varios representantes pertenecientes a uno de los dos grandes partidos a fin de defender intereses comunes. El equivalente más cercano sería el de las facciones existentes en el seno de los partidos Conservador y Liberal durante la Restauración española (i.e. había diputados mauristas, ciervistas o datistas, pero todos eran “Conservadores”). Así, existen varios caucus como el de los “Blue Dogs” (demócratas conservadores), muy influyente en los años 90 y 2000, el de los “demócratas Progresistas” o el de los republicanos conservadores “Freedom Caucus” (puede parecer un oxímoron, pero no lo es). Estos grupos actúan como verdaderos partidos dentro del partido, financiando a candidatos y copando ciertos puestos de importancia dentro de la organización del partido a todos los niveles (local, estatal y federal) así como siendo sus líderes miembros influyentes de los grupos parlamentarios globalmente considerados.
A modo de ejemplo, el caucus de los demócratas Progresistas se convirtió en la facción más numerosa en el grupo parlamentario demócrata tras las elecciones de 2022 (100 de 212 representantes), de modo que fueron capaces de hacer que uno de sus miembros, el neoyorquino Hakeem Jeffries, fuera elegido líder de la minoría demócrata en la cámara baja. A nadie debería sorprender, pues, que esto se haya traducido en un aumento progresivo de la influencia que esta facción ejerce sobre el conjunto del antiguo partido de Andrew Jackson, de manera que por más que algunas cadenas y corresponsales patrios se empeñen en negarlo, el partido demócrata ha sufrido un claro giro a la izquierda desde inicios de los años 2000-2010, lo que se ha traducido en un aumento de la importancia de la facción progresista y una casi desaparición de la facción Conservadora (los Blue Dogs).
En el partido de Lincoln el caucus más potente es el Freedom Caucus, que sería el ala más conservadora y nacionalista del partido, la cual ha ganado influencia con el tiempo y se espera que lo haga en el futuro, toda vez que se han convertido en uno de los principales apoyos del expresidente Donald Trump, el cual sigue siendo el republicano más querido por la base electoral del partido con diferencia, pero ahondar en este aspecto no es objeto de este artículo. Sea como fuere, dado que esta facción supone una minoría de considerable en el seno del grupo, el líder del partido en la Cámara debe tener mucha mano izquierda y contentar no solo las aspiraciones ideológicas de sus miembros, también debe otorgarles puestos de importancia en algunos de los comités parlamentarios que se forman durante la legislatura, puesto que es aquí donde el congreso realmente puede ejercer verdadero control político.
Kevin McCarthy, el hombre que pudo reinar.
Aclarados estos puntos, volvamos a inicios de 2023 para entender los motivos que han llevado a esta situación sin precedentes en la política americana. En enero tuvo lugar la 128ª elección de presidente (Speaker) de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos en lo que se preveía como una aclamación del, hasta entonces, líder de la oposición en la Cámara Kevin McCarthy. Así, si bien los resultados habían sido bastante decepcionantes (no olvidemos que la media de encuestas daba a los republicanos una horquilla de entre 230-250) los 222 representantes permitían al Partido Republicano controlar la cámara baja del Congreso, con lo que accedían al control presupuestario (el “power of the purse” o poder de la cartera), ganaban la posibilidad de iniciar acciones de carácter judicial y podían iniciar procedimientos de “impeachment” contra la administración Biden, una de las promesas de campaña de muchos republicanos, principalmente los miembros del “Freedom Caucus”. Asimismo, varios miembros del partido (de una y otra facción) exigieron a McCarthy reformas en el funcionamiento diario de la Cámara de Representantes, un fin a la legislación Ómnibus, un mayor control del presupuesto (en particular en asuntos tales como la financiación militar a Ucrania) y una flexibilización de los votos mínimos para presentar una moción de censura al Speaker. McCarthy, después de 14 votaciones infructuosas, muchas negociaciones y promesas a futuro consiguió ser elegido Speaker el 7 de enero de 2023, pero sería un Speaker con un poder muy reducido y condicionado por su exigua mayoría.
Ello no le impidió, hasta agosto, realizar un trabajo relativamente eficaz, si bien su reticencia a utilizar todo el poder de la Cámara contra una administración Biden enfrascada en una caza de brujas contra Donald Trump fueron un talón de Aquiles constante en su mandato. Hete aquí que, llegado el periodo canicular, se hacía necesario aprobar la prórroga presupuestaria, de lo contrario grandes partes del gobierno americano dejarían de funcionar por falta de fondos. Aquí es cuando McCarthy reafirmo su condición de tibio congresista californiano (algunos dirían que de RINO, esto es, republicano solo de nombre) y pactó con los demócratas una prórroga presupuestaria que no solo no imponía ninguna cortapisa a la administración Biden, sino que garantizaba más financiación para Ucrania, financiación con un escaso (más bien nulo) control parlamentario. Esto, en un contexto en el que la base republicana está indignada por lo que perciben como una cacería judicial contra Donald Trump, candidato que encabeza las primarias de 2024, y donde el apoyo a Ucrania cada vez es menos popular en las filas republicanas, terminaron por provocar la rebelión que, al fin y a la postre, ha desbancado a McCarthy de su puesto en la Cámara.
Sin embargo, este evento no es más que otro ejemplo de un proceso subyacente para nada nuevo en la política estadounidense, a saber, el paso de un sistema de partidos a otro distinto.
¿Hacía una nueva mayoría Republicana? Paralelismos entre Trump y Nixon.
En su obra de 1969 “The emerging republican majority”, el comentarista político Kevin Phillips trató de explicar los motivos por los que, a su modo de ver, tras la victoria de Nixon en 1968 los republicanos se encaminaban a una dominación de la política estadounidense que podía durar décadas. Su estudio se reveló profético, pues no solo obtuvo Nixon una victoria aún no igualada por ningún otro candidato en 1972, sino que salvo el paréntesis de Carter (el cual venció por menos de 150.000 votos repartidos en ciertos estados clave) los republicanos dominaron la presidencia hasta 1992, y entonces solo perdieron por el desencanto de la base republicana con el entonces presidente George Bush padre, lo que se tradujo en la aparición del candidato protesta Ross Perot, en la división del voto republicano y en la victoria por la mínima de Clinton[1].
Philips bautizó la estrategia de Nixon como la llamada “Estrategia Sureña”, la cual consistía en asumir ciertas pérdidas de voto en los estados norteños a cambio de ganar apoyos considerables en los estados del sur, hasta entonces fieles bastiones de voto demócrata. Sin entrar en excesivos detalles ni en polémicas que se excederían del ámbito de este artículo, la “Estrategia Sureña” consistía en explotar en desencanto de las bases electorales del partido demócrata en el sur, en su mayoría socialmente conservadores y que seguían votando demócrata por inercia más que por convencimiento. El precursor de esta estrategia no fue, sin embargo, Nixon, sino el senador por Arizona y candidato a presidente en 1964 Barry Goldwater, el cual consiguió vencer en 5 estados del Sur Profundo (Luisiana, Alabama, Misisipi, Georgia y Carolina del Sur) en lo que sería un prólogo y un manual de instrucciones que Nixon aprovecharía con gran éxito 4 años después.
La implementación de dicha estrategia supuso el fin del sistema de partidos implantado en la era del New Deal (demócratas fuertes en el Sur y republicanos en el norte y oeste del país) y dio paso al actual sistema de partidos (inversión de los bastiones con ciertos estados basculantes como Florida u Ohio). También supuso un cambio en la esencia de ambos partidos, siendo que, a grandes rasgos, el partido Demócrata fue tornándose más progresista y en favor de las minorías y el partido republicano más conservador y librecambista. Este estado de cosas duró hasta 2008 para los demócratas con la elección de Obama (un presidente de tintes más progresistas que Clinton) y 2016 con la elección de Trump (un presidente más conectado con los perdedores de la globalización, con el votante conservador y con el votante poco politizado pero desencantado con el sistema). Ante la evidencia los demócratas han sido más eficaces a la hora de adaptar su menaje y estrategia, siendo que la práctica totalidad del partido sigue y amplía la vía abierta por la administración Obama en 2008. Los republicanos, por otra parte, siguen inmersos en una pelea fratricida que ha tenido su reflejo en la censura a Kevin McCarthy y en que una parte considerable del partido esté empeñada en torpedear y eliminar a Trump a cualquier precio.
El problema para los miembros de la facción anti-Trump es que, para bien o para mal, su estrategia no tiene futuro posible. Así, los cambios demográficos han provocado que estados sólidamente republicanos como Virginia, Georgia, Carolina del Norte o Arizona se hayan convertido bien en estados en de tendencia demócrata (Virginia) bien en estados en liza (los otros 3). Esos 4 estados suponen 56 votos electorales tras el censo de 2020, o lo que es lo mismo un 21% de los votos necesarios (270) para vencer en el Colegio Electoral. Siendo que los demócratas siguen conservando sólidamente Nueva Inglaterra (33), Nueva York y Nueva Jersey (42), DC y alrededores (16) y la Costa Oeste (78), esto es, 169 votos o 63% de los votos necesarios, ni que decir tiene que el camino hacia la Casa Blanca es mucho más sencillo para los demócratas en este escenario…
A menos que el candidato republicano se llame Donald J. Trump.
En efecto, en 2016 Trump sorprendió al mundo con su inesperada victoria al conseguir juntar varios hechos a la vez: en primer lugar, aumentó los márgenes de victoria en estados de tendencia republicana como Carolina del Norte (de 2% en 2012 a 4% en 2016), lo que le permitió centrar sus esfuerzos en otros estados basculantes. En esos estados basculantes, principalmente Ohio, Iowa y Florida, Trump consiguió victorias de 8%, 9% y 1% respectivamente, lo que supuso un cambio de más del doble en favor de los republicanos en esos 3 estados con respecto a 2012. Finalmente, Trump consiguió lo que ningún candidato republicano había logrado desde 1984, a saber, vencer en el llamado “Muro Azul”, esto es, los estados de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania (44 votos electorales, 16% del total necesario para la victoria). Y esta serie de hechos se repitieron en 2020, siendo que la derrota de Trump se produjo por menos de 125.000 votos en 4 estados clave (Arizona, Georgia, Wisconsin y Pennsylvania)[2].
La pregunta que debemos hacernos es, pues, cómo consiguió Trump armar una coalición electoral que le llevó a cotas de éxito no conocidas por un republicano en casi 30 años. La respuesta es una combinación de un enorme voto rural (rozando el 70% en algunos condados), un aumento del voto urbano (de apenas 32% en 2012 a 38% en 2020), un aumento del voto de las minorías (hispanos y negros) que no se veía desde tiempos de Nixon (27% y 6% en 2012 a 33% y 12% en 2020) y, por encima de todo, el voto de los votantes blancos poco politizados (gente con poca titulación y con salarios no demasiado elevados, los tradicionalmente llamados perdedores de la globalización). El problema para la facción anti-Trump, es que estos votantes tan solo parecen dispuestos a votar por Trump o por candidatos a los que perciben como plenamente alineados con Trump (caso del senador de Ohio J.D. Vance, electo en 2022 gracias a replicar la fórmula exitosa de Trump), tal y como las elecciones de mitad de mandato de 2018 y 2022 muestran. Es, pues, la incapacidad de la vieja guardia republicana de movilizar a esta coalición ganadora la que explica los pobres resultados de 2022 y la defenestración del líder republicano en la cámara baja.
Así pues, a falta de concretar quien será el nuevo Speaker de la cámara para lo que queda de legislatura[3], los dirigentes del partido republicano deben elegir si siguen la estela fracasada de tratar de replicar las políticas de los años 90 y 2000 y atraer a un electorado inexistente (con el riesgo de ruptura y caída en la irrelevancia como ya le paso al partido Whig durante la primera mitad del siglo XIX) o aceptan la realidad que les marcan sus electores y reconfiguran su estrategia, cuadros y organización para acceder a un núcleo de electores que puede permitirles soñar con dominar la política americana en las próximas décadas. Sin embargo, este proceso no será fácil ni exento de daños colaterales (i.e. purgas políticas de dirigentes o pesos pesados no adeptos a la nueva estrategia), pero si algo nos enseña la historia de EE.UU. es que estos fenómenos ni son nuevos ni es posible, en última instancia, luchar contra ellos, pues frente a la negativa de buscar la victoria electoral siempre aparecerán otros dispuestos a tomar partido por la estrategia ganadora. Así, igual que mientras el partido Republicano se negó a aceptar que los cambios introducidos durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt habían llegado para quedarse fueron incapaces de ganar una sola elección entre 1932 y 1952, mientras que cuando un candidato como Dwight Eisenhower se adaptó a la nueva realidad su victoria fue incontestable.
Hasta que eso no ocurra el partido republicano seguirá enfrascado en una lucha fratricida entre la vieja guardia que se niega a morir y la nueva hornada de líderes dispuestos a luchar por a esa masa crítica de votantes deseosos de verdadera representación. En pocas palabras, el partido Republicano tiene en su mano la llave de la victoria, pero como dicen en EE.UU. nunca hay que menospreciar la capacidad de los republicanos para, con todo a favor, terminar pegándose varios tiros en el pie.
[1] Fenómeno similar al ya ocurrido en la elección de 1912, donde una división entre las facciones republicanas de Theodore Roosevelt y William Taft permitieron la victoria de Woodrow Wilson.
[2] Cabría señalar que las elecciones de 2020 se produjeron en un contexto tan sui generis (pandemia mundial, cambios en las dinámicas de campaña, boicot de ciertos debates (particularmente en política exterior) y, sobre todo, flexibilización en la legislación electoral referente al “voto por correo masivo” que difícilmente pueden servir de comparación no adulterada, pero eso sería objeto de otro artículo.
[3] El grupo parlamentario parece haberse decidido por el representante de Ohio Jim Jordan, aliado de Trump de talante conciliador, pero en el momento de la escritura de este artículo no se ha confirmado su elección.