De mis tiempos como estudiante universitario recuerdo tratar de Jürgen Habermas. Y especialmente de su rol como vanguardia del «patriotismo constitucional». No es su única labor en sociología, pero es su posición más conocida. De hecho, no dudó en mostrarse cercano a Macron en 2017 por el miedo eterno a un gobierno de Le Pen. Y como acérrimo defensor de la Unión Europea y deseoso de la desaparición de los estados-nación, no se podía esperar menos.
El llamado patriotismo constitucional de Habermas, aunque comprensible, es simplista, abstracto y desconectado de la realidad. Es producto de unas circunstancias históricas y culturales particulares. Puedo entender el recelo de ciertas generaciones por la nación real, especialmente respecto a la nación étnica alemana. Las consecuencias y traumas de lI Guerra Mundial se han dejado notar mucho más de lo naturalmente esperable y ha creado enormes teorías con los pies de barro que pretenden evitar que la «tradición» destruya el mundo. ¿Lo gracioso? Que la tradición jamás ha destruido el mundo, pero el posmodernismo financiero relativista y globalista no está dejando títere con cabeza. Esa modernidad líquida de Bauman. Esa masa viscosa que todo lo corroe pero que nada construye. La deconstrucción derridiana que nada establece, nada entiende y todo lo destruye. Porque esa «deconstrucción» no es más que la forma larga de una destrucción con pretensiones. Supone que para comprender cualquier cosa hay que abrirla en canal y ver sus partes cuestionando su entidad total y absoluta. No recuerdo ninguna rana que haya salido viva de ello. Ni sociedad.
El patriotismo constitucional, lo mismo. Podemos considerarlo fruto de su tiempo, poco más, pero forma parte del mismo lienzo posmoderno. Sus consecuencias nocivas ya se hacen más que patentes. El fruto está pasado y florecido.
Sería muy bonito que todos nos acogiéramos fraternalmente a una lealtad colectiva como comunidad política que garantiza nuestros derechos, olvidando nuestra preexistencia como algo más. En el fondo ese patriotismo constitucional es puro estatismo. La supuesta lealtad a la comunidad política que garantiza mis derechos es tan mercantilista como, también, un eufemismo para no decir «le debes lealtad al estado». Un «Hacienda somos todos» pero más poético. Y, como ya he dicho, también es mercantilismo puro y duro. ¿Y si otra «comunidad política» me garantizase más derechos a cambio de menos? ¿Puedo pasar de español a kazajo? El sueño de los ricos y poderosos. Porque los pobres jamás tendremos esa oportunidad. Y se trata de que así sea, no nos engañemos.
Es dar a los ricos y poderosos un escudo ideológico para sus desfalcos pero tratar a las clases humildes de todas las naciones como meros sujetos tributarios alienados que se encargan de mantener una estructura estatal para otros. Porque cuando no hay patria o nación y se nos reduce a miembros de un estado abstracto, no somos más que lo que siempre han querido algunos. Siervos atomizados y sin conciencia que les mantenemos su estructura parasitaria, esperando las migajas como si fueran regalos del cielo.
Ese patriotismo constitucional que nos exige olvidar nuestra patria real. Ese artefacto ideológico con aversión al totalitarismo y al terror, pero que hace que tengamos que aceptar ser números agradecidos de una máquina burocrática sin compasión ni límites en su ansia de control. La misma maraña que nos pide a los españoles que tratemos nacionalidad y ciudadanía como lo mismo. Que nos exige aceptar que nuestra entidad histórica es un trozo de plástico pagado y servido en comisaría tal como si fuera un BigMc. Esa torticera obsesión en querer hacernos olvidar nuestra identidad, nuestra cultura y tradiciones, que dejemos de tener solidaridad de grupo y conciencia nacional bajo pena de ser señalados como «xenófobos». Y traer grupos nacionales extraños a los que jamás se les exigirá la misma renuncia. Es más, se promoverá la radicalización de esos cuerpos ajenos a la nación contra nuestra identidad.
Menos mal que el patriotismo constitucional iba de garantizar derechos, de promover la convivencia, evitar el totalitarismo, el terrorismo y el odio étnico. Porque cualquiera diría que iba únicamente de desarmarnos.
Uno sospecharía que con pretextos bienintencionados, se pretendía alienar a nuestras naciones y dejarlas en manos de unas élites inmorales. Y acorraladas por otros pueblos que las mantengan ocupadas con violencia y, precisamente, con una convivencia imposible.
Ese «bello sueño» del viejo Jürgen siempre ha casado muy bien con el multiculturalismo, el relativismo moral y cultural, la aniquilación de las otrora clases medias y la depauperización de la clase obrera. Un bello sueño que se ha convertido rápidamente en una pesadilla. Pesadilla de la que hay que despertar para poder levantarse.
Está muy bien tener ciertos episodios de fantasía colectiva y creer en utopías. Pero cinco minutos o menos. Cuando la broma se alarga innecesariamente, hay gente que jamás vuelve de esa siesta. Y así tenemos a gente que se cree que todo se resume al estado o a la maquinaria burocrática. Y no es que tenga nada contra el estado, pero si con su reducción a ser el todo. El estado puede ser útil y una forma de organización óptima que se acopla a la nación. Pero el estado no es la nación ni la patria. Lo diga Habermas con su lealtad a la comunidad política o Pablo Iglesias y su «la patria es tener una sanidad pública».
Seamos claros, nos podríamos quedar sin Carta Magna y España seguiría existiendo. Podríamos dejar de ser un reino y los españoles seguiríamos presentes. Podríamos no tener hospitales públicos y yo seguiría amando a mi gente. Podríamos caer tan bajo que no tuviéramos educación pública y yo me encargaría de enseñar a mis hijos. Se acabarán las pensiones y nuestra gente seguirá protegiéndose entre generaciones. Y, en el caso más radical y nefasto, el estado podría partirse en diferentes entidades independientes y, muy a su pesar para los separatistas, España seguiría tozudamente viva. Porque los españoles no nos diluimos como un azucarillo en agua caliente.