En la fachada de la histórica Sociedad Fabiana británica —germen del laborismo— figuraba un lobo disfrazado de oveja. Con este emblema alegorizaban la táctica del general romano Quinto Fabio Máximo: avanzar sin estridencias, sin detenerse, y sin causar alarma. La revolución se haría por etapas, con los “tontos útiles” y los “compañeros de viaje” (a menudo las mismas personas) como herramientas de una transformación sin alharacas. Cocinar la rana a fuego lento: esa fue, y sigue siendo, la lógica. Lo fabiano no ha desaparecido, sólo se ha adaptado. Sus métodos permean aún en las formas contemporáneas de hacer política, donde el relato ha sustituido al dato, y la forma ha fagocitado al contenido.
El presente digital, que prometía democratizar el acceso al saber y a la cultura, ha resultado ser un gran escaparate de banalidad masiva. No ha traído mejores escritores ni mejores ideas, sino la facilidad de amplificar el kitsch, el cliché, el eslogan y el mimetismo. Hoy, no es necesario el talento para ocupar un lugar en la conversación pública, basta con saber copiar y pegar las viejas doxas, ajustándolas al ritmo de la viralidad. En este paisaje posmoderno de lemas sin entidad alguna, no sorprende que se revivan de oídas los viejos delirios revolucionarios.
Jean-Paul Sartre justificaba los crímenes de la URSS en nombre de sus intenciones y celebraba que los revolucionarios “probablemente no habían matado lo suficiente”¹. Michel Foucault, con idéntica ceguera, veía en la teocracia iraní una oportunidad de “espiritualización de la política”, celebrando en ella la fuerza emocional que, según él, permitiría liberar a Occidente del corsé de su racionalismo ilustrado². Sartre y Foucault, apóstoles de la justificación política de la violencia, compartían sin saberlo el principio casuístico del jesuita alemán Busenbaum: «cuando el fin es lícito, también los medios lo son». Hoy, los herederos más notorios de esta mentalidad forman parte de esa izquierda sublimada que, al intentar tomar el cielo por asalto, solo ha logrado escapar de la gravedad de lo real, instalándose en una órbita permanente de abstracción ideológica.
Aunque puedan parecer uno más entre los muchos actores del teatro demagógico, su especificidad ideológica aconseja rascar en la superficie para ver qué hay debajo. Y lo que encontramos no sólo demagogia, sino un populismo estructural, literalmente de libro. Su matriz no es tanto política como académica, pues se nutre del populismo metodológico que Chantal Mouffe y Ernesto Laclau teorizaron como “pluralismo agonista”³. Una adaptación contemporánea del «hostis» de Carl Schmitt, aderezado con la sociología del “cierre social” de Weber y Parkin⁴. Este populismo metódico cumple dos funciones.
Primero, inventa al “pueblo” como sujeto político mediante identidades compartidas, delimitando así un enemigo: “los otros”. Segundo, justifica la exclusión política de estos “otros” mediante una lógica que fetichiza la identidad y proclama que “lo personal es político”. La consecuencia de esta inversión es que el campo político deja de ser un espacio común para volverse una arena de reivindicaciones subjetivas. Naturalmente, la identidad no se constituye en el vacío ni por autoafirmación unilateral. Exige reconocimiento. Es decir, implica que los otros la validen. Y como el populismo identitario rechaza la existencia de una estructura social objetiva, debe crear una normatividad artificial para que sus categorías tengan efecto. No parte de la economía para entender el poder; parte de las ideas, del moralismo, y de la morfología de los relatos populares, al modo de Vladimir Propp⁵.
Con todo, en este cóctel no se puede disolver la incoherencia central: pretende “construir una cadena equivalencial” que reconcilie particularismo e igualdad universal, pero no puede lograrlo porque su lógica identitaria está en guerra con la generalidad que exige toda norma común. Francis Fukuyama lo explicó certeramente: el populismo identitario oscila entre dos demandas opuestas, la «isotimia» (ser igual a los otros) y la «megalotimia» (ser reconocido como distinto)⁶. En su versión más extrema, como la que practica la izquierda etérea, lo segundo termina devorando a lo primero. Inevitablemente, este modelo es performativo antes que transformativo, por lo que se mueve mejor en el parecer que en el ser.
Por eso, se organiza como un movimiento, y no como un partido, gracias a lo cual evita elaborar un programa concreto que pueda exhibir sus contradicciones internas. Una muestra de esto es su recurso a la interseccionalidad, cuya premisa básica es que sólo quienes sufren una forma específica de opresión están legitimados para liderar su combate. Mujeres contra el patriarcado, minorías étnicas contra el racismo, homosexuales contra la homofobia. El resultado es una jerarquía identitaria, que fragmenta la solidaridad y mina la conciencia de clase. Lo que debería unir al trabajador con su compañero lo enfrenta, porque ahora el enemigo ya no es el patrón, sino el otro trabajador⁷.
Estas dinámicas, sin embargo, no solo han forjado las mencionadas nuevas jerarquías, sino que también han redefinido el poder en términos culturales y económicos. La clerecía funcionarial, los techno-rentistas y la élite brahmínica (Piketty dixit) encontraron en el discurso de la inclusividad una herramienta para reforzar su influencia, autopostulándose como guardianes de valores progresistas mientras se distanciaban de las necesidades reales de las mayorías⁸. Entre otros subproductos, esto sembró la cizaña del capitalismo Woke, que travistió la desafección social como una oportunidad de mercado, canalizando las demandas de justicia y autenticidad hacia nuevas formas de consumismo identitario.
Tan lucrativo marco teórico debe no poco a Seth Godin, quien en 2008, coincidiendo con el estallido de la gran recesión, publicó Tribus, un libro en el que propuso un nuevo paradigma empresarial: construir comunidades de consumidores emocionalmente vinculados a una marca, lideradas por empresarios que encarnan causas y valores⁹. Su mensaje caló hondo en un contexto de crisis sistémica del capitalismo tradicional, como reflejaron movimientos globales como el 15-M u Occupy Wall Street. Emergió así una generación de directivos que se presentaron cínicamente como líderes con propósito, fusionando objetivos corporativos y causas sociales sin el menor pudor.
La sagacidad de Godin se refleja en el auge de un modelo comercial que convierte a compradores y suscriptores en prosumidores: individuos que creen influir activamente en las decisiones empresariales y se identifican personalmente con los productos que consumen. Esta estrategia ha sido adoptada por todo tipo de compañías, desde petroleras hasta fondos de inversión, que buscan redimir su imagen abrazando toda suerte de causas y casuísticas sacadas de la caja de sastre de la Agenda 2030. Este modelo de prosumidores, alimentado por la narrativa de causas globales, ha permitido a las corporaciones desviar la atención de las crecientes desigualdades económicas, mientras en el mundo real, el precariado encara una situación cada vez más incierta.
Las promesas de redención corporativa, envueltas en discursos de sostenibilidad y responsabilidad social, contrastan con la dilución del legendario contrato social. Así, la confianza en un futuro razonablemente estable y predecible, antaño sostenida por la cohesión familiar y el respaldo del Estado del bienestar, se desvanece ante la precariedad laboral y la instrumentalización de flujos migratorios, presentados como solución técnica a un problema demográfico que oculta una profunda fractura intergeneracional, caracterizada por la figura del precariado —heredero del antiguo proletariado, aunque sólo a beneficio de inventario— ya no puede apoyarse en sus hijos en la vejez, porque no tiene prole. Su jubilación y atención dependen, cada vez más, de la constante importación de trabajadores del Tercer Mundo que presuntamente garantizarán el pago de las pensiones.
Se ha roto así el vínculo intergeneracional que articulaba la promesa del Estado del bienestar, sustituyéndolo por una dependencia estructural disfrazada de solidaridad y envuelta en causas a cual más extravagante. La paradoja de todo esto es por supuesto formidable. Laclau y Mouffe intentaron construir una alternativa al marxismo, reorientando la lucha de clases hacia la lucha de identidades³. Su populismo fue pensado como subtituto de la izquierda tradicional tras el fracaso del socialismo real. Pero en el momento histórico en que se confirman las profecías de Marx —la caída de los salarios reales, la precarización generalizada, la conversión del trabajador en apéndice del objeto productivo—, el populismo identitario se ha integrado discursivamente en el sistema, como los antiguos bufones de la corte.
Y como carecen de un discurso relevante frente a la deslocalización, el trabajo nómada, la precariedad, ni su lenguaje puede dar cuenta de la angustia social, usan algo bastante similar a la “licencia del bufón” para fingir que dicen verdades incómodas. Pero lo cierto es que en lugar de facilitar el cambio, lo impiden, ofreciendo una “falsa conciencia” tribal que dispersa la sociedad. En lugar de soluciones, ofrece estética, y en ella se pierden, como sin duda les recordaría Unamuno, mientras que Marx, con toda probabilidad, los regañaría por frívolos. Para más inri, esta izquierda estratosférica y metrosexualizada abunda en el recurso a un lenguaje críptico, pero no tanto para argumentar, sino para marcar territorio y señalar la pertenencia a una élite que “entiende” lo que otros no.
Conceptos como «interseccionalidad», «heteronormatividad» o «microagresión» no se usan principalmente para aclarar el mundo, sino para reforzar una identidad intelectual y moral. El lenguaje se convierte en herramienta de distinción: se inventan términos para etiquetar y encasillar adversarios y se modifican las reglas del habla para delatar a quien no se adapta. Esta argucia, habitual por defecto en ciertos entornos académicos, cultiva una actitud elitista y sectaria, que hace gala de un estilo premeditadamente opaco, donde el lenguaje enrevesado aparenta, más que denota, profundidad de pensamiento¹⁰.
A la postre, el problema de todo esto es que cuando se cede la potestad del discurso políticamente correcto a quienes sólo saben hablar de lo simbólico y etéreo, no se hace sino abonar el terreno para que brote la cizaña de los falsos profetas que exigen cambiarlo todo para que todo siga igual. Y de resultas de ello, habida cuanta de que la historia sólo se repite en la imaginación de los historiadores perezosos, todo lo que queda como en el poso es una parodia política que simula y disimula las realidades del poder.
- Sartre, J.-P. (1960). Critique de la raison dialectique (Tomo I). París: Gallimard.
- Foucault, M. (1978). ¿Qué es un intelectual? En Dits et écrits (Vol. III, pp. 133-137). París: Gallimard.
- Laclau, E., & Mouffe, C. (1985). Hegemony and socialist strategy: Towards a radical democratic politics. Londres: Verso.
- Schmitt, C. (2007). The concept of the political (G. Schwab, Trad.). Chicago: University of Chicago Press. (Original publicado en 1932).
- Propp, V. (1968). Morphology of the folktale (L. Scott, Trad.). Austin: University of Texas Press. (Original publicado en 1928).
- Fukuyama, F. (2018). Identity: The demand for dignity and the politics of resentment. Nueva York: Farrar, Straus and Giroux.
- Crenshaw, K. (1989). Demarginalizing the intersection of race and sex: A Black feminist critique of antidiscrimination doctrine, feminist theory and antiracist politics. University of Chicago Legal Forum, 1989(1), 139-167.
- Piketty, T. (2020). Capital and ideology (A. Goldhammer, Trad.). Cambridge, MA: Harvard University Press.
- Godin, S. (2008). Tribes: We need you to lead us. Nueva York: Portfolio.
- Bourdieu, P. (1984). Distinction: A social critique of the judgement of taste (R. Nice, Trad.). Cambridge, MA: Harvard University Press.