Al igual que en la caverna de La República de Platón, el sistema mediático de la civilización totalmente administrada procede de acuerdo a un específico “modo ‘distributivo‘ de sentido único”, como lo ha definido McLuhan: el flujo de las informaciones, mediante el cual se determina la manipulación, es rigurosamente direccionado de manera unívoca, según la dicotomía del polo que transmite y del polo que recibe. Opera una contrarrevolución preventiva permanente. Pasividad, apraxia e inacción son las figuras fundamentales del imperio de la pasividad tecnocapitalista, caverna globalizada en la que el hacer frenético e hipertrófico de la producción y del consumo coexiste, en la misma unidad temporal y espacial, con la ausencia de cualquier proyecto utópico-redentor y de la activa puesta en marcha de cualquier dinámica transformadora. También bajo este perfil, se muestra el carácter íntimamente contradictorio de la caverna global, que se funda de modo ambivalente sobre el grado máximo de acción técnica irreflexiva y sobre el grado mínimo de hacer proyectual-transformativo. Gracias a las prestaciones del espectáculo que desde el principio la santifica, la caverna planetarizada celebra los plurales (estilos de vida, formas de pensamiento y de existencia), a condición de que todos se muevan dentro del horizonte único de la jaula, reconocida en su ineluctabilidad. Con movimiento convergente, alaba la apertura de toda realidad –desde el imaginario hasta las fronteras– siempre y cuando esa realidad sea confinada en el interior de la sociedad open –abierta- y borderless -sin fronteras- de la mercadización integral.
El antrum platonicum de la mundialización infeliz pretende la aceptación pasiva y servil de lo que hay, o sea de lo que aparece; y obtiene este resultado de dócil observancia mediante las formas mismas con las que el espectáculo se despliega, sin admitir derecho de réplica, ni real pluralidad de aquello que se ha hecho aparecer. Las mismas formas del no alineamiento son exhibidas siempre y sólo con una clara función apotropaica, con vistas tanto a su ridiculización permanente como a su apología en beneficio de la caverna, que de esa forma puede ocultar su real esencia totalitaria detrás de una apariencia falsamente pluralista y tolerante. La lucha contra la cosificación y contra la alienación está permitida, siempre que se presente en formas ellas mismas cosificadas y alienadas.
En este caso, la ideología como ciencia de los ídolos y de los simulacros se muestra en su doble acepción. De hecho, en el sentido marxiano, aparece como la falsa conciencia necesaria de quien, inevitablemente, es inducido a legitimar superestructuralmente las reales relaciones de poder en el interior de la caverna planetarizada. En la acepción más conocida, pues, estamos en presencia del dispositivo ideológico, debido a que, detrás de las principales actuaciones mediáticas, opera la voluntad consciente de consolidar el consenso: y esto con la concreta intención, una vez más, de lograr que los encadenados en la caverna globalizada amen sus propias cadenas, confundidas con la esencia misma de la libertad (cuya consistencia real viene a coincidir, de hecho, con la del flatus vocis). Escondidos detrás del muro de platónica memoria, los nuevos sofistas que administran el consenso en la sociedad global del totalitarismo glamour de los mercados, deciden lo que la masa encadenada debe pensar y querer, a fin de que los flujos del consenso y del disenso sean organizados en aras de la siempre renovada confirmación del orden existente. La lectura de los periódicos, sostenía Hegel, representa “una suerte de realista oración de la mañana”. Gracias al actual clero periodístico (en papel, televisivo y digital), se ha convertido en una plegaria «irreal», porque vuelve del revés una realidad mediatizada, hoy casi completamente desprovista de contacto con la «realidad real» y rediseñada ad hoc por los mediadores del consenso y por los opinion makers –creadores de opinión- de la culminación superestructural de las relaciones de poder realmente existentes. En esto reside la esencia del modelaje mediático de la realidad obrado por los sucesores posmodernos del genius malignus cartesiano.
Los Amos que detentan la propiedad privada del discurso y de la historia son los mismos que homologan el imaginario de los pueblos de cara a su completa integración en el nuevo orden clasista cosmopolita, con una única cosmovisión (Weltanschauung) permitida, aquella que concibe el mundo como una red de negocios de flujos financieros para átomos en competencia permanente y con voluntad de poder consumista individual ilimitada en el interior de la jaula de hierro del capitalismo planetarizado. Siguiendo una estrategia ya anticipada por Diderot en su versión de la caverna, los nuevos sofistas inducen a los sujetos a abandonar toda perspectiva clasista y conflictual, a fin de que se adhieran sin conciencia infeliz y sin desobediencia razonada al proyecto del neocapitalismo liberal-libertario, a sus categorías conceptuales fundadoras y a su imaginario general. Los gestores de la superestructura, además, persuaden a las clases pauperizadas y derrotadas por las políticas liberales de la intrínseca bondad del universalismo del mercado y de la incuestionable verdad del teorema de la identidad entre libertad y globalización, entre democracia y economía desregulada. De esta manera garantizan el consenso permanente acerca de la estructura de la caverna opresora de la globalización infeliz por parte de aquellos que deberían tener todo el interés en sublevarse, transformarse y trabajar por el éxodo de esa realidad de campo de concentración, que aprisiona las mentes incluso antes que los cuerpos.
A este respecto, no hay que pasar por alto un ulterior aspecto que contribuye a que la actual sociedad del espectáculo permanente sea fácilmente comparable al modelo del antrum platonicum. En este último, los encadenados se encuentran en un estado de afasia. Cada uno mira la pantalla de la caverna tenebrosa, embelesado por las sombras que se suceden sin parar y por los ruidos que resuenan por todas partes entre las paredes. Una situación en muchos aspectos análoga caracteriza a los internados de la actual caverna cosmopolita del vínculo comunitario roto. Sobre todo por lo que concierne a la esfera digital de la red Internet, donde los cibernautas se encuentran sistemáticamente confinados en sus celdas de clausura virtual, conectados a lo digital y desconectados de lo real: rompen relaciones con la realidad real que los rodea y asumen el estatuto, cada vez más alienado, de ciudadanos de la realidad telemática que está en todas partes y en ningún lugar.
El mundo digital, en su conjunto, favorece no ya las salidas de la caverna, sino más bien las “salidas del mundo”, como las llamaba Elémire Zolla. Desempeña la función hiperinmanente de un nuevo opio del pueblo, que genera desvinculación y adaptación en el acto mismo con el que promueve fugas hacia el reino virtual de los perfiles, de la second life y de los avatares desmaterializados. En otras palabras, permite soportar mejor la caverna, creando la ilusión de otro lugar digital que nunca cuestiona sus barrotes. Prometiendo la conexión simultánea y en real time con el planeta entero, la red Internet promueve inconfesablemente el desarraigo permanente de los individuos atrapados en el aislacionismo digital. Delante de la pantalla están abstractamente conectados con el mundo entero y realmente aprisionados en la propia soledad.
Junto a la descomposición de las relaciones reales, la virtualización de lo real operada por las redes sociales produce también, uno motu, la aniquilación de la dimensión de la experiencia. La expropiación forzada de la capacidad de hacer, sedimentar y transmitir experiencias, en la época del real time y de la instantaneidad frenética de intermitencias cada vez más breves, acompaña cotidianamente al habitante conexionista de la caverna metropolitana global. A ello responden las palabras con las que Debord subrayaba la pérdida de experiencia como la más típica experiencia de la sociedad espectacularizada: «todo lo que era directamente vivido ha sido trasladado a una representación». No solamente lo virtual amortigua y domestica lo real, alisando sus espinosas aristas y suavizando falsamente sus contradicciones y, por esta vía, volviendo más aceptable para todos la société à la dérive, blindada en su alienación y en su clasismo. Reflejo de la acumulación acelerada del capital financiero, el régimen del Ser sin Tiempo (mutilado tanto del futuro como del pasado y aplastado en el real time del eterno presente) se configura, simultáneamente, como el reino del Ser sin Experiencia. Esta última, según el vocablo alemán, alude a un “viaje” (Er-fahung) que se desarrolla en el tiempo y en el espacio, a un iter de aprendizaje en el que, como ha mostrado Hegel, emerge la relevancia de lo negativo y de su superación. El mismo relato platónico de la caverna tiene como objeto una “experiencia”, el Er-fahren, el “viajar” del fugado que regresa “formado” y enriquecido por el conocimiento conquistado laboriosamente, después de haber triunfado sobre el inmenso poder de lo negativo que ha tenido el coraje de mirar a la cara.
En el espacio global de la caverna real time y de la comunicación sin límites (y cada vez más en ausencia del objeto concreto a comunicar), ya no hay tiempo para ninguna experiencia, a menudo ni siquiera para dormir o para amar. Además de con la aventura del viaje, la dimensión de la experiencia está conectada con la de ponerse a prueba uno mismo o, más cabalmente, con la de un “probar” que es, al mismo tiempo, un “ser probado”: y esto según la doble dinámica –expresada eficazmente por el verbo deponente latino experiri– de la exposición a lo real y de la reacción reflexiva que el sujeto activa frente a tal exposición. Al igual que en el antrum platonicum, en la caverna digitalizada mundial la experiencia ha sido suplantada por la imagen virtual, por el simulacro que produce dependencia y pasividad, aceptación y acomodamiento. En el fondo, el mito platónico de la caverna también puede ser releído como la narración metafórica de la Er-fahrung, del «viaje experiencial» con el que, liberándonos de la presión omnienvolvente de la sociedad de las imágenes y de lo digital, debemos cumplir, como Sócrates, la extenuante anábasis que nos conduzca al redescubrimiento de lo real en toda su riqueza y majestuosidad. La ascensión desde las profundidades abisales de la caverna también podría concebirse como una reapropiación de lo real y, consecuentemente, como una liberación de la visión del espectáculo mediático que pretende sustituir a lo real.
Una eficaz representación, aunque deliberadamente paroxística, de los mecanismos de control y de alienación coesenciales a la jaula de hierro de la sociedad del espectáculo la ofrece The Truman Show, la película de 1998 que desenmascara la espectacularización permanente aplicada por el poder tecnocapitalista. El protagonista, el treinteañero Truman Burbank, cuya vida transcurre plena y serena, ignora que es la estrella de un programa de televisión -“El Show de Truman”, precisamente– seguido en tiempo real desde todos los rincones del planeta. La vida misma del prisionero se convierte así en un espectáculo transmitido a todos los puntos del mundo, explotando las energías y, además, consumiendo la existencia misma del inconsciente protagonista, el único que no lo sabe y, por tanto, el único en vivir –incluso en el espectáculo– auténticamente. A ello, por otro lado, debe su nombre, que remite directamente al true man, al “hombre verdadero”, no falsificado por la sociedad del espectáculo.
Como el encadenado platónico, también Truman ha estado atrapado desde su nacimiento en una realidad ficticia que necesariamente confunde como la única existente. De hecho, cuando vino al mundo, Truman fue recogido tras el embarazo no deseado de su madre y, por así decirlo, «adoptado» por una cadena de televisión privada. Esta última lo transformó, inmediatamente y sin su consentimiento, en actor protagonista de un programa transmitido en mundovisión a modo de reality show. De nuevo, como en la caverna de Platón, también en el reino totalmente administrado de Truman –el islote de Seahaven– todo existe de forma umbrátil y ficticia: el día y la noche son artificiales, como lo son el mar y todos los fenómenos atmosféricos. Hasta los seres humanos con quienes Truman establece las relaciones que él considera más auténticas –como su amigo Marlon y su esposa Meryl– son actores que conscientemente interpretan un papel, al tiempo que, de cuando en cuando, publicitan mercancías deslumbrantes que los espectadores son invitados a comprar.
Todo está milimétricamente gestionado por los operadores del colosal estudio televisivo que, de facto, es tan grande como el mundo del incauto Truman. En el interior de la cúpula del falso cielo trabaja el director Christof, heredero del sofista-titiritero de Platón, que desde detrás del muro digital dirige el espectáculo y se afana para que el engaño nunca se desvele. Truman va descubriendo poco a poco la verdad: lo que hay no es todo, porque más allá de lo que hay comienza el verdadero mundo, con el que el protagonista nunca ha tenido relación alguna, salvo a través del breve paréntesis amoroso con Sylvia, la joven enamorada de él que, alguna vez, había intentado mostrarle la vía de escape. La película termina triunfalmente con la salida de Truman de la caverna del programa a la que había sido condenado desde su nacimiento: su misma liberación, no obstante, termina siendo parte integrante del espectáculo, ya que, entre conmoción y entusiasmo, es seguida televisivamente a escala global. La implícita moraleja es que nada puede sustraerse a la sociedad del espectáculo. Esta transforma hasta la propia huída de la caverna en espectáculo mediático, a través del cual alimentar la ilimitada voluntad de poder de la civilización de consumo. La caverna de Platón deviene mercancía entre mercancías. Y Truman, liberándose de su cotidiano mundo ficticio, se convierte en habitante de una nueva y más grande caverna.