El Solitario en tiempos de incertidumbre

Me invitan a que, con motivo del aniversario del fallecimiento de Ernst Jünger (1895-1998), escriba algo sobre él. Si mi tiempo lo permite escribiré sobre el Solitario, porque Jünger fue, desde luego, un Solitario. En un tiempo como el nuestro en el que cada vez hay más que viven-conectados-unos-a-otros, como construcciones intersubjetivas en las que importa más el inter que la subjetividad, hablar sobre el Solitario podrá resultar extraño, o, cuando menos, ajeno. Y eso a pesar de que un abanico de veteranos escritores, como Peter Handke en Ensayo sobre el Lugar Silencioso o el japonés Seicho Matsumoto, ya lo han hecho, y de qué manera.

Solitarios fueron todas sus Figuras, que él representó magistralmente en cada uno de los momentos del siglo XX que le tocó vivir. Solitario es el Soldado Desconocido, que en Tempestades de acero (1920) encarna el sentir aventurero de quien hace de la vivencia interior una experiencia compartida. Indiferente a los colores y a las banderas, el soldado Jünger de la Primera Guerra Mundial, armado con su fusil y su diario thanáticos, inicia una nueva relación con el peligro que nunca ya más abandonaría: “Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes y espléndidas.”[1]

Mucho se ha pensado sobre el eros y sus formas, como las polis y las teorías políticas, el arte o las tipologías sociales, pero, en relación con ello, apenas se ha reparado en el thánatos y sus fines, presentes en las Figuras del Soldado Desconocido y en su heredero el Trabajador. Si bien ambas se mueven por el eros, también encarnan ese otro impulso tendente a la destrucción y la renovación. En efecto, el imperativo de rendimiento, que toma sobre sí el «trabajador», heredero del soldado anónimo de la Primera Guerra Mundial, es, a un tiempo, origen de construcción y destrucción, y es que no puede construirse si no es sobre las ruinas de un pasado lo suficientemente caduco como para que ya no pueda servir de cimiento. Hay que advertirlo: Jünger no es un anti-ilustrado, porque no cree necesario enfrentarse a la Ilustración; a su entender, otro intento fallido de domesticar lo salvaje, de señalizar lo recóndito. Es, digámoslo una vez más, un Solitario, o un Emboscado, como gustaba llamarse, que creyó en las fuerza de los mitos.

Pese al estilo combativo de su libro El trabajador (1932), con su mitología del Trabajador no pretendió movilizar ni revolucionar a las masas, como en su tiempo se interpretó, sino dar testimonio de la entrada en la historia de una nueva fuerza metafísica que luego se materializaría en las grandes formaciones tecnológicas y políticas supranacionales. Trabajo es el tempo de los puños, de los pensamientos y del corazón; trabajo es la vida de día y de noche; trabajo es la ciencia, el amor, el arte, la fe, el culto, la guerra; trabajo es la vibración del átomo y trabajo es la fuerza que mueve las estrellas y los sistemas solares[2] – proclama Jünger para advertir la omnipresencia de la figura del Trabajador. Porque «trabajo» es, para el alemán, todo cuanto existe, organizado conforme a la ley del sello y de la impronta[3], que nada tiene que ver con el principio moderno de causalidad. La primera incluye lo elemental; que, sin embargo, se rebela contra la lógica de la causa y del efecto. Y porque incluye lo elemental, también los corazones enérgicos y solitarios de quienes se ven abocados a la movilización total[4], ya sea para combatir en los campos de batalla o para rendir en las fábricas, se hallan bajo el influjo de aquella fuerza procedente del fondo primordial.

Pero también Jünger quiso refugiarse del mundo de las funciones y de la llamada a la movilización. Y para ello, a mediados del siglo pasado, inventa su otra Figura –contrapartida del Trabajador- que él mismo representó prácticamente hasta el final de su vida, y que llamó el Emboscado. Con el título La emboscadura (1951), Jünger escribe para aquellos que se resisten a ser anulados por el derrotismo y el fatalismo de la época. Escrita en plena guerra fría, retrata el sentir de quien se resiste a ser alcanzado por el miedo y decide oponer resistencia activa al mundo de los dictados y del automatismo: “Llamamos Emboscado, en cambio, a quien, privado de patria por el gran proceso y transformado por él en un individuo aislado, acaba viéndose entregado al aniquilamiento. Este destino podría ser el destino de muchos y aun el de todos – no es posible dejar de añadir, por tanto, una precisión. Y ésta consiste en lo siguiente: el emboscado está decidido a ofrecer resistencia y se propone llevar adelante la lucha, una lucha que acaso carezca de perspectivas.”[5]

El Bosque no es para Jünger ningún lugar natural concreto de retiro, como lo fue la Selva Negra para Heidegger o las cabañas de Thoreau, sino el resultado de una confrontación con el mundo por la que a la persona singular se le abre un territorio virgen al que retirarse del nihilismo y la destrucción. El bosque es casa (Heim), patria (Heimat), secreto (heimlich), no solamente en el sentido de que esconde, sino también en el sentido de que al esconder protege. El Bosque es lo intemporal, y es ahí donde se retiran los personajes de posguerra de Jünger. Y se dejan inundar, hasta que ya no queda más que refugio. Resisten a las fuerzas del nihilismo con la sola fuera del espíritu, entregándose a la tarea que los saca de sí mismos y los devuelve a una Naturaleza que parecía aguardarles desde la eternidad: “Mientras el crimen prosperaba en el país lo mismo que crece el moho en el bosque podrido, nos absorbimos profundamente, cada vez más, en el misterio de las flores, y sus cálices nos parecían más grandes y más radiantes que nunca. Pero sobre todo proseguíamos nuestros estudios sobre el lenguaje, pues en la palabra reconocíamos la espada mágica cuyo brillo hace palidecer el poder de los tiranos. Palabra, espíritu y libertad son tres aspectos y una misma y sola cosa.”[6]

La última de sus Figuras, el Anarca, presente en sus novelas distópicas del último cuarto de siglo, especialmente en Eumeswil (1977), representa el último refugio desde el que iniciar una nueva relación con el mundo y los otros. Si el Emboscado representa la resistencia activa y el ardor de la pasión, el Anarca encarna la resistencia pasiva y la pasión fría. El anarca no es el anarquista, ni si quiera el Único de Stirner. El anarquista cree todavía en la sociedad, en la posibilidad de hacer una sociedad mejor; lo mismo que el Único, que se une con vistas a derribar las banderas y los ismos. El anarca, sin embargo, no cree ni reconoce ningún régimen, ni se zambulle en paraísos perdidos. Más bien, no tiene sociedad. Vive, digámoslo así, sustraído de todo aquello que le pueda atar a un mundo lo suficientemente voluble como para volverse en contra de uno mismo. Pero es precisamente en ese retiro donde encuentra seguridad y paz: “El Anarca, en cambio, conoce y evalúa bien el mundo en que se encuentra y tiene capacidad para retirarse de él cuando le parece. En cada uno de nosotros hay un fondo anárquico, un impulso originario hacia la anarquía. Pero desde que nacemos dicho impulso se ve limitado por el padre y la madre, la sociedad y el Estado. Son sangrías inevitables que padece la energía originaria del individuo y que nadie puede rehuir.”[7]

Con el proverbio A la persona feliz ningún reloj le da las horas, tan repetido en su obra[8], Jünger parece recordarnos que no podemos volver a la primera niñez, pero sí hacer que ella vuelva a nosotros, provocando al mundo de una manera totalmente nueva para la que solo los espíritus solitarios están preparados. El aventurero de las Tempestades de acero, el amante de Heliópolis o el navegante de Acercamientos comparten un vivo deseo de acumular nuevas experiencias y propósitos, y luego de compartirlos con quienes, como a ellos, también les mueve el deseo de nutrirse de lo innominado. Porque la tradición, parece decirnos Jünger, nos ha instado equivocadamente a apoderarnos de la vida, viendo en ella un flujo que ha de reconducirse o un campo de posibilidades susceptible de acotarse en el molesto reino de lo debido. La tradición nos ha instado a hacer de la vida un ethos y del pensar una ética. Pero también lo innominado cuenta, advierte Jünger. También de la vida puede hacerse algo poroso, abierto a lo que ya está ahí, dejándolo entrar, hasta que ya no pueda enseñarnos más: “El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio.”[9]

 

 

[1]Tempestades de acero, Tuquets, Barcelona, 1987, p. 5

[2]El trabajador, Tusquets, Barcelona, 1993, p. 69, 70

[3]“La ley que en el reino de la figura decide el orden jerárquico no es la ley de la causa y el efecto, sino la ley, completamente diferente, del sello y la impronta; y veremos que en la época en la que estamos entrando habrá que atribuir la impronta del espacio, del tiempo y del ser humano a una figura única, la figura del trabajador.”. El trabajador, p. 38

[4]Véase La movilización total, Tusquets, Barcelona, 1995

[5]La emboscadura, Tusquets, Barcelona, 1993, p. 59, 60

[6]Sobre los acantilados de mármol, Ediciones Destino, Barcelona, 1990, p. 92, 93

[7]Los titanes venideros, Península, Barcelona, 1998, p. 56

[8]Véase El libro del reloj de arena, Tusquets, Barcelona, 1998, p.13

[9]Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 13

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