En las mejores manos

En las mejores manos. Emmanuel Martínez Alcocer

El lunes 15 de marzo saltaba la noticia. Después de la marcha del Ministro de Sanidad Salvador Illa para presentarse en las elecciones catalanas, el Vicepresidente del Gobierno, y líder de la formación Podemos, deja el Gobierno de coalición para presentarse a las elecciones por Madrid. Se podría decir que con este movimiento ya tiene la campaña electoral medio hecha. Unas elecciones que, por lo demás, se han visto precipitadas por la ruptura de la coalición gobernante entre el partido Ciudadanos y el PP madrileños. Una ruptura que vino motivada, a su vez, por el escándalo desatado en Murcia debido al apoyo inicial que los diputados de Ciudadanos de dicha región iban a prestar a la moción de censura que, desde el PSOE, querían lanzar contra el Presidente murciano, del PP, a raíz del, también a su vez, escándalo provocado por la vacunación indebida de múltiples cargos de la región. Una serie de escándalos que, al menos en la región murciana, quedaron en nada pues finalmente tres diputados de Ciudadanos se echaron atrás en su apoyo censor al PSOE y decidieron seguir apoyando el pacto de gobierno entre Ciudadanos y PP. La historia entre estos tres partidos después se ha repetido en otros lugares de la triste geografía española.

Hasta ahí, por no seguir detallando, la sucesión de escándalos, el encaje de bolillos y todos los movimientos, renuncias y movimientos tácticos y estrategias políticas, queremos decir, partidistas, que se han desatado y que los lectores ya conocerán.

En un principio todos estos lamentables (pero democráticamente normales) sucesos no tienen por qué llevar más allá de la esperable estupefacción por un espectáculo tan bochornoso. Las oligarquías partidistas disputándose el más mínimo espacio de poder. Bien. Pero es que si todo este tejemaneje político, más bien, partidista –decimos más, sectario–, lo encuadramos en una pandemia, esto es, en la peor crisis sanitaria y económica que España ha sufrido (y sufrirá) desde la tan mentada como desconocida Guerra Civil, el asunto pasa del bochorno por mucho. Tanto es así que cualquier persona sensata, ante los sucesos resumidos y todos los que hemos podido ver en este año largo de pandemia (si no era ya antes suficientemente evidente), creemos que debe preguntarse: ¿en manos de quién estamos? ¿Es todo esto propio de personas prudentes, de personas preocupadas por lo prioritario, por lo urgente, por lo necesario para los españoles; es propio de funcionarios al servicio de los ciudadanos, en teoría, y con un mínimo de pundonor? A nuestro juicio no.

Sin embargo podemos hacernos otras preguntas: ¿son estos comportamientos, estos juegos tácticos, propios de una democracia? A nuestro juicio sí. Como ya hemos indicado, en una situación normal –de normalidad democrática, dirán algunos– estos sucesos quizá no debieran llevar a más que el bochorno. Quizá. A su vez, el tacticismo entre políticos y partidos no tiene nada de antidemocrático, al contrario. Es una situación normal propia de las democracias de partidos. ¿Pero no mostraría esto mismo, a su vez, una de las miserias de la democracia? A nuestro juicio sí, también. Porque si ciertos políticos –nada más y nada menos, en éste caso, que un Vicepresidente– son capaces de poner su interés personal y partidista por encima de las necesidades del momento, si ciertos partidos y ciertos políticos a lo que están es a salvar sus puestos o sus votos por encima de, en este caso, los españoles, ¿no nos estaría mostrando la democracia el grado de miseria al que puede llegar?

Todo lo dicho nos puede ser muy útil, una vez más, para pararnos a pensar –como si estuviéramos en un día de reflexión– sobre el régimen por el que nos gobernamos –o unos gobiernan a otros–. Es decir, lo dicho hasta aquí no debe llevar a entender que «la» democracia no existe, que en España no hay democracia, etc., etc., como en multitud de ocasiones se puede leer y escuchar, sino a tratar de entender lo nocivo que puede llegar a ser sacralizar, idealizar e incluso blindar un sistema de gobierno –aunque ello pueda tener su funcionalidad para la marcha de ese régimen–. Porque tal cosa a lo que nos lleva es a ver sólo sus glorias olvidándonos de sus miserias –pudiendo pasar de ser algo funcional a algo destructor, disolvente–. Impidiéndonos ver, por ejemplo, cómo la «clase política» española se encuentra totalmente desconectada de la realidad del país que gobierna. Porque, repetimos, en la mayor crisis sanitaria y económica del país en muchísimas décadas, podemos ver una y otra vez cómo los que nos gobiernan toman medias contradictorias cuando no absurdas; podemos ver que las medidas que toman, tanto sanitarias como económicas, las toman mal y tarde. Y sobre todo podemos ver una y otra vez que a lo que están es a la propia salvación, al propio interés, tanto personal como partidista. En medio de una crisis tan tremenda hemos visto desatarse discusiones y aprobar leyes sobre la eutanasia –algo que puede tener su importancia pero de dudosa prioridad–, aprobar Estados de alarma durante meses sin control parlamentario alguno (y de muy dudosa constitucionalidad), discusiones sobre si monarquía o república; hemos visto avanzar en el camino de las nacioncitas, aprobar cooficialidades de lenguas que no habla casi nadie –hay que hablar lo que sea menos español–, acercamientos carcelarios cada vez más acelerados de presos etarras para satisfacer a los nacionalistas; hemos visto discusiones sobre si se han de celebrar manifestaciones o no; hemos visto a cargos del Gobierno abandonándolo por puro interés personal y partidista. Hemos visto todo eso, y mucho más, cuando deberíamos estar viendo a nuestros servidores públicos, pues eso nos venden que son, pelear a brazo partido para que la subida desbocada del paro revierta; para sacar todas las ayudas necesarias para empresas y autónomos; para hacer de los colegios y restauración los lugares más seguros posibles; para invertir en la investigación científica y tecnológica, en el desarrollo industrial nacional que no nos haga tan dependientes del exterior; en controlar aeropuertos; en proporcionar a hospitales y sanitarios todo lo necesario para esta guerra contra el virus –que dista mucho de haber acabado–, en el desarrollo de la vacuna española… Deberíamos ver esto último, y mucho más, pero lo único que vemos son excusas, declaraciones vergonzosas, compra de votos, mentiras –que funcionan–, propaganda e interés personal y partidista. ¿No muestra todo esto dicha desconexión, no muestra que la «clase política» ha perdido todo pie con la realidad? ¿No muestra el grado de miseria y corrupción al que es capaz de llegar ese supuesto régimen de gobierno perfecto y definitivo que llamamos democracia?

Es un larguísimo etcétera de responsabilidades el que hemos apuntado que cualquier ciudadano responsable, a su vez, de sus democráticos políticos debe exigir, y que no lo haga no deja de ser otra de las miserias de la democracia. Porque también –no sólo pero sí también– de los ciudadanos españoles depende, sea por sus votos, por obediencia o incluso por rebelión, esto es, ejerciendo sus poderes ascendentes, estar en las mejores manos.

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