Entrar dando un portazo

Fernando Sánchez Dragó

Hoy arranca mi colaboración en Posmodernia. Escribiré  una columna cada dos semanas. El tema será libre y la extensión también, sin sobrepasar los límites de lo razonable. Puedo escribir, en teoría, sobre lo que me venga en gana y hacerlo a rienda suelta, sin tironear de las bridas del léxico y de la gramática. Esa libertad, sin embargo, es ficticia. No puedo quitarme de encima la  impresión, quizá un poco paranoica, de que aquí, como en la práctica totalidad de las publicaciones consagradas a la opinión y la información, sus responsables esperan de mí que escriba, mayormente, de política y que lo haga oficiando en los altares de esa idolatría de la Era de Internet que es la actualidad.

Dejemos, por el momento, ésta, que es algo inapresable, pues las cosas dejan de suceder en el mismo instante en que suceden (fugit tempushic et nunccarpe diemnihil novum), pero permítanme unas consideraciones sobre el exceso de politización inducido por la omnipresencia y omnipotencia de la democracia, convertida por sus teólogos en referente único de la res pública, en coartada jurídica de la expropiación fiscal, en algoritmo del Sistema y en religión ecuménica de la sociedad. No estoy acostumbrado a eso. Me choca. Nací en un mundo donde casi nunca se hablaba de política ‒y no sólo, como muchos pensarán, porque estuviese Franco en el poder‒ y he vivido largos años, casi la tercera parte de mi asendereada existencia, en países donde hablar de política se considera de mala educación, y así es, pues tan tediosa pérdida de tiempo sólo sirve para sulfurar a quienes lo hacen y sembrar entre ellos la discordia.

Aquí, en cambio, desde que murió el Abuelo y Adolfo Suárez, que había sido hasta entonces su seguro servidor, se encaramó al podio por él dejado vacante, la política pasó a ser el caldo de cultivo de todas las conversaciones y aparecieron de sopetón políticos del más variado pelaje ideológico o, mejor, ideoilógico en todos los púlpitos de la clerigalla, la canalla y la morralla. Cabe preguntarse, parafraseando el socorrido dilema del huevo y la gallina, qué fue antes: ¿la democracia o los políticos? ¿Proliferaron éstos como los níscalos en otoño después de que llegase aquélla o llegó aquélla porque ya la habían inventado y aventado éstos en su milenaria estrategia de asalto al poder?

Las dos hipótesis son verosímiles. Fue Aristóteles quien puso a rodar esa bola en la ruleta de la antropología con su sonsonete, reduccionista y simplista, del  zoon politikon, que es un dogal puesto por el filósofo al cuello de las humanidades, y quien convenció a todos, menos a mí, de que los hombres somos seres sociales y no, simplemente, cordiales, además de mamíferos depredadores rescatados (algunos) por la cultura, la Ley, el Orden y la religión. De ahí a la democracia, que en Atenas nunca dejó de ser una meritocracia ejercida con disimulo, y a la insensatez del sufragio universal había un corto paso que, sin embargo, se demoró hasta que en 1789 las tricoteuses tomaron asiento ante el escenario del reality show de la guillotina y se pusieron a tejer el gorro frigio que se convertiría en símbolo de la república y de la libertad que esta no suele traer consigo. Hoy, por cierto, ya sin agujas de tricotar, hacen lo mismo las del Me Tooy l@s de la LGTBQ y no sé cuantas letras más, pero esto es sólo una divagación micromachista. Olvídenla.

Sería, por mi parte, exceso de cautela frente a las previsibles represalias de la brigada político-social de la corrección política y los savonarolas del neopuritanismo progre no reconocer a estas alturas, cuarenta y dos años después de la Constitución del 78, en cuyo referéndum yo no voté, y del estropicio generalizado al que ahora se enfrenta el país, el escaso entusiasmo que en mí suscita el credo del sufragio universal que lo mismo sirve para instalar a los nazis en el Reichstag, a Mussolini en Montecitorio o a Obama en el despacho oval que a Zapatero, Rajoy o Sánchez en la Moncloa. Horresco referens, por cierto, en los seis casos.

Uno de los abusos más dañinos de la democracia ‒Tocqueville no lo incluyó en su catálogo‒ es el de la multiplicación demográfica de esos ultracuerpos invertebrados, indocumentados y alienígenas que son, en España (et alii), los políticos. Con razón dice la gente que a la política sólo se dedican quienes no sirven para ninguna otra cosa. Lo dicen ahora, claro, porque en los cuarenta años de franquismo había poquísimos políticos y los pocos que había chicoleaban mucho menos que los de este fin de época en los que acabaremos por hacer tabula rasa de todas las formas  políticas aún vigentes. Trump, Putin, Duterte, Den Xiaoping, Kim Jong-Un, Orbán y Bolsonaro, entre otros, están en ello, cada uno a su manera, pero todos bogando para huir de las rompientes del ayer. Mentira parece que la Unión Europea, la ONU, la prensa, las multinacionales, los empresarios, los plutócratas, la banca y nuestra clase política no se den cuenta de que sus respectivos reinos ya no lo serán en el mundo venidero. 

¿Posmodernia? Pues claro que sí. Todo lo que fue moderno ha periclitado. Entropía y subsiguiente necrosis. Hogaño ya es antaño. La pandemia, que es como el ángel exterminador del relato bíblico, obliga a tirar por la borda de la barquichuela del globo de la posmodernidad y no digamos del de la posverdad todo el lastre acumulado por el síndrome de Diógenes de la vieja política. Hagan sus decrépitos paniaguados mutis por el foro de las puertas giratorias, si las hubiere, de la jubilación, a ser posible anticipada, o de ese silencio de los teléfonos otrora tonitronantes que tanto miedo les da. ¡Basta ya de políticos que sólo sirven para inventar problemas sin atender a los que existen y para justificar la sopa boba con la que los pagamos! Historia universal: Stazione Termini, señores. Apeémonos, portazo y a otra cosa.     

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