Entrevista a José Vicente Pascual por su nuevo libro: «El alma en la piedra»

Título: «El alma en la piedra»

Autor: José Vicente Pascual

Editorial: Ediciones Pàmies, 2020, 320 págs.

Entrevista de Sergio Masán a José Vicente Pascual sobre su última novela, El alma en la piedra.

Sergio Masán.-El alma en la piedraes tu primera novela ambientada en la prehistoria, unos 10.000 años antes de que la especie humana comenzara a dejar documentos escritos a las siguientes generaciones. El hecho de que buena parte de nuestro conocimiento al respecto se base en suposiciones, ¿te ha dado una libertad creativa con la que no contabas en tus otras novelas?

José Vicente Pascual.- Así es. Los parámetros históricos, culturales, antropológicos, detallados por la documentación histórica, son elementos a los que ningún autor puede sustraerse (a menos que pretenda fantasear con utopías o ucroníass, algo también legítimo en la narrativa de ficción). Este requisito, de cualquier manera, pierde potestad cuando una novela se ambienta en épocas no descritas por los historiadores, las cuales no son exclusivamente las que denominamos “prehistóricas”. Sin embargo, es importante señalar que para el trabajo de un novelista continua siendo muy importante, decisivo, el principio de verosimilitud. Esto significa que no puedo fantasear a mi libérrimo gusto, tramando argumentos fantasiosos que no tendrían la menor posibilidad de haber sido reales en la época a que nos referimos, ni puedo hacer hablar a los personajes ni al narrador como si viviesen en el siglo XXI. Verme libre de un estricto condicionante documental me impone, por tanto, otra obligación con la que debo ser exquisitamente cuidadoso: la coherencia y la verosimilitud; una tarea, te lo puedo asegurar, tan difícil como mantener fidelidad a la historiografía conocida; los anacronismos son relativamente fáciles de evitar o corregir, por ejemplo, pero los excesos de retórica o de fantasía en la recreación de tiempos ignorados se pueden colar con mucha facilidad y, lo más peligroso de todo, son difíciles de detectar. Espero haber salido con bien de este propósito y haber firmado una novela acorde y creíble con lo que sabemos del paleolítico, la forma de vida y la cultura en aquellos remotos tiempos.  

S.M.-Un halo sobrenatural envuelve la atmósfera de la novela y se manifiesta a través de algunos personajes de indudable grandeza de espíritu que conectan con la energía que emana de todo lo que existe. ¿Podría ser El alma en la piedrala historia del principio del fin de esa simbiosis entre humanos y naturaleza?

J.V.P.-Espero que lo sea. La época a la que me refiero en esta novela, coincidente con el abandono de la cueva de Altamira según han establecido arqueólogos de prestigio de muchos países, marca la frontera entre la era del paleolítico y el neolítico, esa etapa de transición (mesolítico) entre la civilización de cazadores y recolectores y la nueva era que se abrirá para la humanidad, cuando las tribus, pueblos y razas se hacen sedentarios, comienzan a cultivar la tierra y apacentar ganado. Esa evolución tuvo que ser tremendamente traumática para casi todos. Ahí están los mitos de Adán y Eva y de Caín y Abel para dejar constancia de ello. Los padres originales pierden “el paraíso” a cambio del conocimiento sobre la naturaleza, su posesión: la siembra, la previsión de las estaciones del año, el regadío, el almacenaje de frutos, la estabulación de ganado, la construcción de viviendas estables, el sedentarismo. Paradójicamente, este avance de la humanidad en materia tecnológica, que a su vez nos permitió prosperar en todos los órdenes sociales e incluso políticos (no olvidemos que seguimos viviendo en el neolítico), supuso no sólo una ruptura tremenda del nexo humanidad/naturaleza, sino también una quiebra importante en la “calidad de vida”. Imagina: de trabajar un rato al día buscando frutos, bayas, raíces comestibles, panales de miel, y cazar un par de veces al mes, o sea, de vivir como los indios de las praderas que tan contemplados tenemos en la películas del oeste, se pasa a trabajar dieciocho, veinte horas al día según las épocas del año: hay que plantar, regar y cuidar las cosechas, recolectarlas, almacenarlas, moler el trigo y la cebada, cocinar, atender el ganado, ordeñar, cocinar alimentos que puedan conservarse suficiente tiempo… El ser humano gana en seguridad y se convierte en habitante de ciudades muy pobladas y protegidas por muros e incipientes ejércitos, pero pierde libertad y una cosa que para mí es muy importante: el derecho a holgazanear. En el neolítico, el que no trabaja duro no come y muere de abandono. Un drama.

S.M.-Las emociones y sentimientos del individuo quedan solapados por la necesidad de supervivencia de toda una tribu. Hombres y mujeres están perfectamente organizados para ese cometido y eso es lo más importante. Pero el amor, aunque carente de celos tal y como los conocemos ahora, tiene gran relevancia en la historia. De esta forma, para mí, la trama de amor entre Ibo Huesos de Liebre y Ojos Grises alcanza un grado de pureza y pasión que, como hombre contemporáneo que soy, sí que me ha provocado un sentimiento que poco tiene que ver con la supervivencia: la envidia. ¿Es el de ellos un amor perfecto?

J.V.P.-Desde cierto punto de vista, sí lo es. El sentido de propiedad sobre nuestro ADN, es decir, la identidad de nuestra descendencia, es un valor cultural muy propio del neolítico. La mujer no podía permitirse perder al hombre-trabajador que llevaba alimento al hogar del que ella también trabajaba muy duro al tiempo que lo cuidaba y lo administraba, ni el varón estaba en condiciones de “deslomarse” para mantener una progenie que no era suya. El sentido de esta ley inscrita en nuestro mapa biogenético, el celo por nuestra progenie, era exactamente el mismo durante el paleolítico, aunque con una diferencia: las comunidades paleolíticas eran muy pequeñas, de veinte, treinta miembros como mucho, una realidad que ha hecho suponer a historiadores y antropólogos que aquellas células embrionarias de la humanidad civilizada funcionaban como clanes fuertemente unidos por el vínculo familiar; en tal sentido, la autenticidad de la descendencia no era tan importante, una vez que la subsistencia de cada individuo estaba asegurada por el núcleo tribal. No hay que remontarse a épocas tan lejanas para observar comportamientos parecidos, cuando no idénticos, en culturas que han convivido con nosotros durante mucho tiempo aunque su grado civilizacional era netamente paleolítico: los ya referidos indios de la praderas americanas, los de Suramérica, los esquimales, los aborígenes de Oceanía… El amor entre seres humanos siempre lo fue y siempre lo será como es, pero los “celos”, el afán por asegurar descendencia, digamos, legítima, ya incluye otros parámetros culturales a los que nosotros, personas del neolítico y de la edad del hierro (genuinos descendientes del forjador de metales llamado Caín), no podemos sustraernos de ninguna de las maneras… A menos que nos volvamos hippies del todo. Eso, para mí, es demasiado trabajo.     

S.M.-¿Es Ibo Huesos de Liebre el primer cineasta de la historia?

J.V.P.-Eso es lo que mantengo en el transcurso de la acción de la novela, considerando que Ibo tiene como ocupación especial la pintura de los techos y paredes de la cueva de Altamira. La tesis principal, explicada en palabras contemporáneas, es que en las cuevas del paleolítico están escritos los primeros libros de ciencia y filosofía de la humanidad, y también queda constancia de minuciosos esfuerzos por representar el movimiento, con animales en actitudes distintas que se pueden superponer para lograr una secuencia cinética; también los hay con ocho patas en vez de cuatro, en claro intento de “dibujar el movimiento”. Si atendemos al hecho de que, muy probablemente, durante las ceremonias sagradas de evocación previas a la cacería se recurría a los efectos de luz y sombras en aquellos recintos, así como a otros efectos de sonido, tampoco parece exagerado afirmar que las grandes cuevas del período paleolítico son, igualmente, los primeros “escenarios”, teatros, iglesias, cines, de la humanidad. El interesantísimo documental de Marc Azemá, “Cuando el hombre prehistórico hacía cine”, ilustra perfectamente esta conjetura y la convierte en una tesis muy bien documentada en orden a los hallazgos arqueológicos en todos los recintos paleolíticos europeos.  

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