El hombre masa siente cierto desprecio hacia la especulación pura. Por eso, suele ver al teórico, al intelectual bajo las imágenes caricaturescas del sabio distraído, del cabeza-huevo o del ratón de biblioteca. En España, donde tal menosprecio es más amplio que en otros países, el vocablo “intelectual” ha llegado a cobrar matices peyorativos. Y quizá sea esta la causa del punto de resentimiento que ha tarado a una parte de nuestra intelligentsia. Los gobernantes pragmáticos participan en este desdén hacia las ideas, tanto más cuanto más abstractas. Creen en la efectividad, no en la cultura. Y la clase política conservadora suele ser más despectiva con la actitud pensante, porque su constitutivo practicismo la lleva a soslayar el nivel de las ideas. Error tremendo, siempre dramático y, con frecuencia, suicida. A ese respecto, la actitud del Partido Popular ha sido, y sigue siendo, arquetípica en relación al debate de ideas. Un conjunto de errores, que personificaremos en sus protagonistas: el dúo José María Aznar López/Mariano Rajoy Brey, Cayetana Álvarez de Toledo y José Luis Martínez-Almeida. No se trata de actitudes idénticas, pero si, en el fondo, convergentes, y que retratan toda una actitud ante los debates suscitados en los ámbitos del campo político- cultural.
1.El error José María Aznar/Mariano Rajoy: de la inconsciencia a la razón cínica.
Bajo el liderazgo de José María Aznar López, se produjo, en el seno de la derecha española realmente existente, lo que denominé hace hay algunos años “el retorno de la tradición liberal-conservadora”[1]. Aznar acabó con la más bien inoperante Fundación Cánovas del Castillo que sustituyó por la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, no menos inoperante, a mi modo de ver, siempre centrada en temas económicos y geoestratégicos, bajo la hegemonía de los neoconservadores norteamericanos, que ni eran nuevos, ni, como dijo John Gray, eran conservadores. Como luego se vería, su construcción político-cultural resultó ser una inoperante y contradictoria antología de disparates. Algo improvisado y, en el fondo, sin sustancia, bajo cuyo manto se escondía a duras penas un profundo complejo de inferioridad hacia la hegemonía cultural de una izquierda “feliz”, en el sentido de Roland Barthes, es decir, que no se siente amenazada por las críticas o los proyectos de sus adversarios[2]. Por de pronto, Aznar, o sus amanuenses, hicieron suya, de manera totalmente acrítica, la tesis de Francis Fukuyama sobre el supuesto “fin de la Historia”; y consideró, en consecuencia, el liberalismo como “la única ideología con derecho a ciudadanía en el mundo contemporáneo”. En ese discurso autocomplaciente y acrítico, el régimen de Franco, por ejemplo, aparecía como una especie de paréntesis, de anomalía histórica, tras la cual el proceso de modernización liberal continuaría su inexorable y saludable marcha. Se trataba, en fin, de “un largo período de excepción” y de “dictadura”. Sin embargo, el ejemplo más tortuoso y, por otra parte, más significativo de esta estrategia fue la reivindicación de la torva figura de Manuel Azaña Díaz, en cuyo ideario y práctica política, Aznar, o sus amanuenses, creyeron ver nada menos que deseo de “integración nacional e integración democrática”; y “un patriotismo crítico, creativo, activo, digno y liberal”. Un Azaña al que Aznar, o sus amanuenses, creían compatible con el legado de Cánovas del Castillo y del régimen de la Restauración[3]. Es decir, la cuadratura del círculo. Tal intento, a todas luces infructuoso para cualquier mente mínimamente conocedora de la trayectoria contemporánea de España, fue correctamente interpretado por algunos representantes de la izquierda cultural, como el excomunista y exministro socialista Jorge Semprún, como la capitulación de la derecha española en el ámbito cultural, histórico y político. Era la prueba, según Semprún, de que “la ley moral” había quedado ya monopolizada en el imaginario social y político por los vencidos en la guerra civil[4]. Y tenía, repito, toda la razón, porque ese programa político-cultural, con sus referencias históricas, suponía, en la práctica política cotidiana, una clara renuncia no sólo al planteamiento de un debate serio sobre nuestra más reciente historia, sino a la articulación de un proyecto cultural alternativo al de las izquierdas. Significativamente, a lo largo del período en que Aznar y su partido ocuparon el gobierno, tuvo lugar una asfixiante e insidiosa ofensiva cultural por parte del conjunto de las izquierdas, centrada en la reivindicación no sólo de la II República, sino del bando revolucionario frentepopulista a lo largo de la guerra civil., interpretada en clave antifascista y no, como sería lo lógico desde el punto de vista histórico, en clave de conflicto revolución/contrarrevolución. Películas, novelas, ensayos historiográficos, campañas mediáticas; todo al servicio de un claro proyecto de deslegitimación histórico-político de la derecha española, que luego cristalizaría en las leyes de la denominada “memoria histórica” propugnadas por los socialistas. Frente a esta ofensiva, el conjunto de la derecha apenas tuvo nada que decir. El Partido Popular no parecía querer mostrar la menor solidaridad histórica con una parte de sus ancestros. En alguna medida, latía en su mente una especie de adanismo, de pretender saltarse un pasado que le resultaba vergonzoso, y de haber nacido no quizá en 1975, sino en 1978, año de la Constitución; ni un minuto antes. Desde esta perspectiva, la derecha española parecía carecer de razón histórica. Durante la II República y tras la guerra civil, todo parecía ser un error culpable, casi sin antecedentes. No quería profundizar en las razones de su razón, e incluso de su existencia. Por supuesto, hubo voces discrepantes, siempre las hay, pero fueron fácilmente acalladas. Lo pagaron caro el 11 de marzo de 2004; pero no aprendieron la lección. Cuando el Partido Popular retornó al gobierno, más por la impericia de los socialistas que por la capacidad política de un Mariano Rajoy, nada hizo en lo que se refiere al debate político-cultural. La etapa Rajoy no fue un error; resultó ser algo peor, una página en blanco. Con gran cinismo, paralizó económicamente el desarrollo de las leyes de memoria histórica, pero no se atrevió a derogarlas. Con Mariano Rajoy, el Partido Popular pasó de la defensa acrítica del modelo económico neoliberal a una especie de nihilismo de derechas o, si se quiere, como hubiera dicho el filósofo alemán Peter Sloterdijk, de triunfo de la “razón cínica”[5], que, en la práctica política cotidiana, daba por arrumbados los valores tradicionales, destruidos por el proceso de modernización, y cuyo único horizonte era, aparte de continuar por tiempo indefinido en el gobierno, garantizar el crecimiento económico a cualquier precio; y nada más. Todo lo cual facilitó la llegada al gobierno del socialista Pedro Sánchez Pérez-Castejón, quien si contaba con un claro proyecto de ruptura política y cultural, apoyado, además, por la izquierda radical representada por Podemos.
2. El error Álvarez de Toledo, o la prepotencia sin alternativa.
La sonrojante derrota de Rajoy ante Sánchez provocó la caída de la cúpula dirigente del Partido Popular cuya personalidad más relevante era Soraya Sáenz de Santamaría y el ascenso de Pablo Casado Blanco como líder. En un primer momento, Casado Blanco intentó mostrarse como un conservador coherente; pero pronto apreció como un típico militante del Partido Popular; en palabras del poeta T.S. Eliot, como un “hombre hueco”[6], sin convicciones profundas, tacticista, Un individuo ávido de poder, a semejanza de su antagonista, Pedro Sánchez. Como prueba de su nueva actitud ante el debate político-cultural, Casado designó a Cayetana Álvarez de Toledo primero como candidata del partido por Barcelona y luego portavoz de su grupo parlamentario. Sin duda, la marquesa de Casa Fuerte introdujo un nuevo estilo político en el anodino grupo parlamentario popular. Periodista incisiva, historiadora modernista[7], discípula del gran hispanista británico John Elliott, Álvarez de Toledo no dio cuartel al conjunto de las izquierdas, pero tampoco a los más pusilánimes de su partido. Dotada para el debate, con un estilo mordaz, apabullante y apasionado, no dudó en mostrar su altivo desprecio, su desdén absoluto hacia unas izquierdas y unos nacionalistas, de extracción intelectual ínfima, sin educación ni cultura, meros gregarios de sus aparatos de partido, como Adriana Lastra, Pablo Iglesias Turrión o Gabriel Rufián. Existen sospechas, y algo más que sospechas, que su desprecio se extendía, sin solución de continuidad, a no pocos miembros de su partido. Estas sospechas se disiparon, como luego comentaremos, cuando publicó su libro Políticamente indeseable. Era obvio, y, además, en ese aspecto tenía toda la razón. Sin embargo, la disidencia de Álvarez de Toledo era, en realidad, más de estilo que de fondo o contenido ideológico. Así lo muestra, en mi opinión, no sólo en Políticamente indeseable, sino en sus artículos periodísticos. El libro tiene una doble vertiente. Por un lado, se trata de un testimonio personal; por otro, nos muestra su ideario político. Para el historiador, el más interesante es, sin duda, el primero, aunque, en el fondo, la autora nos describe lo que ya sabíamos por información e incluso por intuición. En sus páginas, se nos muestra un Partido Popular muy conocido, su militancia rebañega, su estructura jerárquica, piramidal, su falta de empuje ético-político y su nulo mensaje cultural o intelectual. Con aviesa pluma, retrata a un Pablo Casado hamlético, dubitativo y acomplejado; un Teodoro García Egea tosco, brutal, manipulador y caciquil; y el espíritu anómico y acomodaticio del conjunto de la elite popular. En lo relativo al campo de las ideas, Álvarez de Toledo es, sin embargo, pese a las apariencias, profundamente convencional. Produce estupor o risa que algunos comentaristas políticos superficiales y un sector del pueblo de derechas la hayan relacionado con VOX. Nada más alejado de la realidad. Además, la autora no deja de manifestarlo a lo largo de su trama narrativa. Aparte del PSOE y Podemos, el objeto preferido de sus críticas es el partido liderado por Santiago Abascal. VOX es, desde su óptica, representante de una opción negativa, una derecha nacionalista e identitaria, proteccionista en lo económico y antiliberal en lo político. Álvarez de Toledo se autodefine como cosmopolita, racionalista y liberal[8]. Puede decirse que es una fundamentalista liberal más; en ese aspecto, su novedad es nula. Siguiendo la perspectiva escéptica de un Michael Oaskeshott, podemos decir que incurre en todos los errores y defectos del “racionalismo político”.[9]Esa es su tragedia. Sin duda, el liberalismo, bien entendido, tiene sus virtudes, división de poderes y garantías para la libertad de pensamiento; pero no pocos defectos, Sobre todo, su incapacidad para comprender la naturaleza de lo político. Y ello por dos razones: su racionalismo y su individualismo. El racionalismo y la creencia en la posibilidad de una reconciliación final gracias a la razón. Y el individualismo le impide conocer los procesos de creación de identidades políticas, que son siempre identidades colectivas. Aún más, el racionalismo y el individualismo no le permiten comprender el papel crucial jugado en la política por las pasiones, la dimensión afectiva movilizada a la hora de construir identidades políticas. Está claro, por ejemplo, que la importancia del nacionalismo no puede ser comprendida si no se comprende el papel de los afectos y de los deseos en la creación de identidades colectivas. Y es que, para los liberales como Álvarez de Toledo, Mario Vargas Llosa o Lorenzo Bernaldo de Quirós, todo lo que comporta una dimensión colectiva es considerado arcaico, como un fenómeno irracional que no debería de existir en las sociedades modernas. Con tales planteamientos, nunca ganarán unas elecciones. Sus ideas son patrimonio de unas elites muy minoritarias y restringidas. Un ejemplo claro de ello es Mario Vargas Llosa, celebridad literaria vencida en las elecciones de su Perú natal, por un desconocido Alberto Fujimori. Y es que Vargas Llosa es, sin duda, un gran escritor, de los primeros en lengua castellana, pero un pésimo pensador político, que no es consciente de que su proyecto económico neoliberal sólo podría llevarse a buen puerto mediante el recurso a una dictadura civil o militar, como ocurrió en Chile en 1973. Ese proyecto, ni en Hispanoamérica, ni en la propia España, contará con el apoyo de las mayorías. En otro orden de cosas, ¿tiene algo que decir el liberalismo, centrado en el individuo, sobre el acuciante tema de la natalidad en las sociedades europeas?. Desde esa perspectiva individualista y racionalista, Álvarez de Toledo cae, casi sin darse cuenta, en el progresismo más banal y acrítico. Se opone a las leyes de memoria histórica, pero en Políticamente indeseable, define el Valle de los Caídos como “un lugar truculento”, el monumento que “mejor simboliza lo que España fue durante cuatro décadas: una dictadura nacional-católica, un país cerrado, sombrío y sometido al doble dogma del fascismo y la fe”[10]. Una opinión que podía haber sido defendida por cualquier miembro del PSOE o de Podemos. Y, si esto es así, ¿por qué oponerse a las leyes de memoria histórica propugnadas por el conjunto de las izquierdas y los nacionalistas periféricos?. Inconscientemente, Álvarez de Toledo es una progresista más. Aun así, su actitud agonística resultaba demasiado fuerte para el Partido Popular de Pablo Casado Blanco, que, tras un corto período de aparente firmeza, creyó obligado girar, una vez más, hacia el mirífico “centro”, del que, en realidad, nunca había salido. En un gesto de aparente autoridad, Casado Blanco no dudó en destituirla de su cargo de portavoz parlamentario del Partido Popular. Fue sustituida por la anodina Concepción Gamarra, fiel reflejo de la mentalidad dominante la cúpula popular. A dormir, sin haber soñado.
3. El error Martínez Almeida, o el pragmatismo sin horizonte.
Por no faltar, al Partido Popular no le falta otra figura, la del Maquiavelo de aldea, que personifica el actual alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida Navasqués, con su pacto con los tres ediles de Recupera Madrid, grupo de izquierdas heredero de Manuela Carmena y disidente de Más Madrid, a la hora de sacar los presupuestos del Ayuntamiento. Junto a concesiones de tipo socioeconómico y el innoble desafuero contra la Fundación Madrina, lo más llamativo, a nivel simbólico, ha sido la concesión del título de Hija Predilecta de Madrid a la escritora Almudena Grandes, recientemente fallecida a los sesenta y un años[11]. Toda una agresión simbólica para un importante sector de la sociedad madrileña. Como típico Maquiavelo de aldea, Martínez Almeida se cree tan sutil como astuto, y manifestó que la escritora no merecía ese honor –algunos atribuyen a Grandes el apodo de “Carapolla” al actual alcalde-, pero que consideraba un gran éxito haber conseguido aprobar los presupuestos. Nuevamente, el Partido Popular, por boca de uno de sus dirigentes, mostraba un pragmatismo sin horizonte, de corto vuelo, al igual que un profundo desdén hacia un sector de sus votantes y de sus bases sociales. Con toda seguridad, lo considera como una concesión carente de consecuencias políticas. Se equivoca. Y es que mientras la intelectualidad de derechas, en la medida que existe, sufre en España una clara marginación, en particular por el Partido Popular, las izquierdas exaltan hasta el paroxismo a sus escritores y artistas. Con motivo del óbito de Grandes, se produjo, en el mundo progresista madrileño, capitaneado por El País, toda una campaña vindicativa difícilmente soportable para algunos, entre los que me encuentro. Una vez más, y con la aquiescencia tácita del Partido Popular, las izquierdas vuelven a monopolizar el imaginario social, la ley moral y, en definitiva, la legitimidad ético-política. En este caso, el hecho es superlativamente grave, ya que las izquierdas no dudaron, en Madrid y otras ciudades, en hacer listas negras de los nombres de las calles que hicieran referencia a intelectuales de derecha, vinculados o no al régimen de Franco. Significativamente, pretendieron borrar el callejero los nombres de figuras tan eminentes como Ramiro de Maeztu o Pedro Muñoz Seca, con el agravante de que ambos fueron asesinados a comienzos de la guerra civil por las fuerzas frentepopulistas. A esa obsesión se suma la figura señera de Marcelino Menéndez Pelayo, cuya estatua sita en la Biblioteca Nacional pretendió suprimir su efímera directora, Rosa Regás, durante la etapa de Rodríguez Zapatero[12]. Hoy, un historiador tan mediocre como Francisco Sánchez Blanco, recomienda, en una semblanza del abate Marchena, borrar su nombre de la Universidad Internacional ubicada en su Santander natal[13]. Son insaciables. Y nadie salió en su defensa, quizás por cobardía, quizá por ignorancia, o las dos cosas a la vez. A su muerte, sólo uno pocos reivindicamos la figura del ensayista, poeta, novelista y diplomático Aquilino Duque, y nadie demandó honores y recuerdos hacia su figura; era un “maldito”.
El caso de Almudena Grandes es significativo y por partida doble. En primer lugar, por su mediocridad literaria e intelectual; y, en segundo, por su sectarismo político. Grandes comenzó su carrera literaria con novelas de carácter erótico, por no decir directamente pornográfico, como Las edades de Lulú. Estas obras le valieron algunos premios literarios e incluso fueron llevadas al cine. Sin embargo, la escritora madrileña conquistó la celebridad mediática, como émula nada menos que de Pérez Galdós por los llamados Episodios Nacionales de Una Guerra Interminable, novelas dedicadas a nuestra contienda civil y a la etapa franquista. Disfrutó, además, de una columna semanal en El País, donde sustituyó al fallecido leninista Manuel Vázquez Montalbán. No obstante, lejos de ser heredera del prolífico escritor canario, Grandes me parece más bien continuadora de la tradición folletinesca de un Wenceslao Ayguals de Izco, por ejemplo[14]. Un tipo de literatura que une el factor político con el industrial, y cuyo leif motiv es el favor y el gusto del público. Típico producto del grupo PRISA, tiene un objetivo igualmente terapéutico, satisfacer los instintos más primarios de las masas adictas, sus resentimientos y complejos. Todo ello adobado por un sentimentalismo presente igualmente en otros autores como Dulce Chacón, Alberto Méndez o Manuel Rivas. Izquierdistas o revolucionarios idealistas y altruistas frente a conservadores, curas y fascistas malvados, viles, rijosos, explotadores y sádicos; tal suele ser la trama narrativa de todos estos autores. En las novelas de Grandes, el argumento se desarrolla entre víctimas y verdugos, oprimidos y opresores, el Bien y el Mal. Apenas hay matices. Lo cual tiene como consecuencia privar al conjunto de la población –y en particular a las nuevas generaciones- de la posibilidad de desarrollar el sentido de la proporción, del matiz, sin los cuales la información no es más que una forma superior de ignorancia[15]. A esta mediocridad literaria, Grandes unió un sectarismo ideológico procaz. Se enorgullecía de su militancia comunista, pero fue incapaz de una mínima autocrítica. En un libro titulado significativamente Al rojo vivo, donde Grandes entabla un diálogo con Gaspar Llamazares, la escritora madrileña llegó a decir: “Aquí el PCE no fue un partido que tuviera nada que ver con las purgas de Stalin, ni con el socialismo real. Fue un partido de oposición, el partido que mantuvo encendida la luz de la democracia durante treinta y siete años de dictadura, y es esa la verdad. Hay una tradición de unidad, disciplina y responsabilidad que merece la pena reivindicar”[16]. ¿Habían leído ustedes en alguna ocasión semejante sarta de embustes?. Yo, desde luego, no. Por poner algunos ejemplos palmarios, ¿no tuvo nada que ver el PCE, durante la guerra civil, con las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz?. ¿Y con el holocausto eclesiástico?. ¿Y con el asesinato de Andrés Nin?. ¿De qué murió José Díaz?. ¿Desde cuándo el PCE defendió la democracia liberal, única posible y legítima hoy por hoy?. El hecho no deja de ser patético. José Díaz, Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri o Enrique Líster, presentados y convertidos, como hubiera dicho Lenin en su polémica con el “renegado Kautsky”, en liberales “adecenados” y no en auténticos revolucionarios. Algo que no sólo resulta inexacto, sino insultante para las convicciones profundas de esos personajes históricos. Cosas de la memoria histórica o “democrática”. Al mismo tiempo, en la producción de Grandes aparecía un profundo patriomasoquismo y un radical maniqueísmo hacia sus enemigos, que no adversarios, es decir, el conjunto de las derechas españolas. En el fondo, Grandes fue heredera no sólo de un marxismo mal digerido, sino de los aspectos más negativos del noventayochismo hispano. No sólo en sus novelas, sino particularmente en sus artículos periodísticos publicados en El País, reaparecía, con singular furia, el repudio maximalista del pasado, la desilusión, la chabacanería, la retórica mendaz, el fulanismo, los tópicos ideológicos más superficiales y la destrucción de una mínima conciencia nacional unitaria. Para Grandes, España no era un “país normal”; la derecha y la Iglesia católica eran “la caverna”; la Monarquía “conceptualmente monstruosa”; los españoles “súbditos de segunda”; España, un país marcado por “la envidia, la malevolencia y el rencor”; la reivindicación de Gibraltar, “el clamor del patriotismo barato”; José I representaba “el europeísmo”; “es muy difícil vivir en España, pero más difícil todavía es, para mí, ser española”; “qué ganas de vomitar sobre la patria inmortal a la que pertenece el señor ministro de Justicia”; “España se ha convertido en una pegatina de los fachas, una casa ajena para millones de españoles que nunca tendrán otra”[17]. Y así todo. Omito, por vergüenza ajena, sus opiniones sobre la Madre Maravillas y la violación de monjas durante la guerra civil. De la lectura de su antología de artículos periodísticos, La herida perpetua, no pude sacar una sola idea mínimamente constructiva; ni tan siquiera un mínimo desafío a mis convicciones políticas e ideológicas. El contenido era tan superficial, que la escritora se derrotaba a sí misma casi en cada párrafo. En no pocas ocasiones, me hizo reír. Grandes fue, en definitiva, una precaria representante de nuestra particular “looney left”. No merece, en mi humilde opinión, el título de Hija Predilecta de Madrid., pero no por izquierdista, sino por mediocre, sectaria e ignorante. Conjeturo que el conjunto de su obra no transcenderá el contexto social, político, literario y lingüístico que le dio vida. Como en el caso de Ayguals de Izco, será olvidada muy pronto; y es que no da más de sí, como la inmensa mayoría de los autores promocionados por PRISA o El País.
Coda
En cualquier caso, todos estos ejemplos nos muestran que nada podemos esperar del Partido Popular, a nivel de debate político-cultural y de planteamiento de un auténtico proyecto de contrahegemonía. Si Pablo Casado llegase al gobierno, su comportamiento será, a buen seguro, análogo al de Mariano Rajoy. A lo sumo, paralizará por un tiempo, el que le dejen las izquierdas, las leyes más lesivas, pero no las derogará. Sin embargo, la sociedad española necesita claramente una alternativa de carácter cultural contra el actual desorden establecido. Y es que siempre ocurre así: la pugna política se gana en la quinta columna conceptual, en el propio entendimiento del adversario/enemigo. Ninguna idea se anula porque se la encarcele; muere cuando se la refuta; y, sobre todo, cuando se la reemplaza por otra más clara, unívoca y veraz. Porque también la mente tiene horror al vacío. El ser humano no puede vivir sin un asidero cultural, sin proyecto ni valores; en suma, sin una concepción del universo y, por tanto, de convivencia. Esta operación genuinamente cerebral, y no sólo administrativa, constituye la única alternativa fecunda. Y apremiante.
[1]Pedro Carlos González Cuevas, “El retorno de la tradición liberal-conservadora”, en Ayer nº 22, 1996.
[2]Roland Barthes, “El último escritor feliz”, en Ensayos críticos. Barcelona, 2017. Pp. 126.
[3]José María Aznar López, Libertad y solidaridad. Barcelona, 1991, pp. 15 y 17. La España en que yo creo. Discursos políticos (1990-1995). Madrid, 1995, pp. 158, 226 ss.
[4]Jorge Semprún, Federico Sánchez se despide de ustedes. Barcelona, 1990, p. 233.
[5]Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica. Madrid, 2007, p. 762.
[6]T. S. Eliot, “Los hombres huecos” (1925), en Poesías Completas. Volumen I. Poesía, 1909-1962. Madrid, 2015, p. 143.
[7]Cayetana Álvarez de Toledo, Juan de Palafox: Obispo y Virrey. Madrid, 2011.
[8]Cayetana Álvarez de Toledo, Políticamente indeseable. Barcelona, 2021, pp. 101-102 ss.
[9]Michel Oaskeshott, El racionalismo en la política y otros ensayos. México, 2000, pp. 23 s.
[10]Álvarez de Toledo, Políticamente indeseable, pp. 405-406.
[11]El País, 28-XII-2021.
[12]ABC, 7-X-2006.
[13]Francisco Sánchez Blanco, Epílogo a Obra francesa. Escritos del primer exilio, de José Marchena. Valencia, 2021, p. 350.
[14]Xavier Andreu, España o la hija del jornalero. Wenceslao Ayguals de Izco y el primer republicanismo. Madrid, 2021.
[15]Una interpretación acrítica y apologética de la obra de Grandes, pero que incide en estos supuestos, es la de Aránzazu Calderón Puente, Parias resistentes. La guerra interminable de Almudena Grandes. Madrid, 2021.
[16]Almudena Grandes-Gaspar Llamazares, Al rojo vivo. Un diálogo sobre la izquierda de hoy. Madrid, 2008, pp. 143-144.
[17]Almudena Grandes, La herida perpetua. El problema de España y la regresión del presente. Barcelona, 2021, pp. 11, 23, 40, 41, 90, 101, 113, 173, 257, 267, 269, 273.