Escribir en la nieve

Escribir en la nieve. Fernando Sánchez Dragó

Doy noticia de un libro fascinante que me ha tenido un par de días sumergido en su lectura. Su autor es Santiago Velázquez, del que poco puedo decir pues sólo sé de él lo que de modo muy sucinto cuentan las diez líneas del texto que figura en la solapa. Lo edita Caligrama. Lo prologa Juan Bonilla con su infalible sagacidad. Su título es el que hoy lleva mi columna. Su subtítulo añade que recoge «veinte breves biografías de genios de la literatura rusa». De ahí la alusión a la nieve. Parece un ensayo, y lo es, pero con hechuras y costuras narrativas. «Como relatos», escribe Bonilla en el prólogo traído a colación,  «pueden leerse todas la estampas donde se condensan vidas torturadas, apasionantes, seductoras y donde, además, se dan eficaces repasos ‒que suelen ser auténticas invitaciones a la lectura‒ a las obras esenciales que produjeron los personajes retratados (…) Muchos de ellos llevaron vidas tan intensas que es una suerte que produjeran obras maestras de la literatura, porque gracias a ellas Velázquez los retrata, aunque si no las hubieran producido sus vidas habrían sido igual de intensas y merecedoras de ser sepultadas en un retrato».

Cierto, muy cierto… Asombran los pormenores (y pormayores) rastreados por la meticulosa erudición del autor de este libro en la trayectoria existencial y trastienda vital de gentes como Puchkin, Gógol, Tolstói, Dostoievski, Chejov, Gorki, Ajmátova, Nabokov, Bulgákov, Maiakovski, Pasternak, Solzhenityn et alii. Casi nada. No son sólo grandes, grandísimos escritores, sino genios, como sugiere el subtítulo, de lo que acaso sea el mayor granero de alta literatura de la historia universal del quehacer literario.  Eso es al menos lo que yo creo, sin que mi opinión vaya en desdoro de la nómina geográfica de otras literaturas (la francesa, la inglesa y la japonesa, por ejemplo, y la española, desde luego).

¿Vidas intensas? No sabe usted, lector de esta columna, si lo hubiere, hasta qué punto. Intensas y extravagantes, alucinantes, jadeantes, trepidantes, emocionantes y sumamente incorrectas desde la óptica del repulsivo revival del puritanismo impuesto en nuestros días por la progresía, por la difunta izquierda y por el mal llamado pensamiento woke, que pensamiento, en puridad, no es.

Erotomanía, arrebatos pasionales, desenfreno, adulterios, promiscuidad, traiciones y reconciliaciones, suicidios, duelos, asesinatos, vicios y virtudes de toda índole, sacrilegios, delirios místicos, arrepentimientos, crueldad y piedad, concordia y discordia, frenesí, alcoholismo, opulencia y miseria, valentía y cobardía, y todo ello envuelto, a partir del desembarco de Lenin en San Petersburgo, del golpe de estado bolchevique y del ascenso de Stalin al poder, por la mayor oleada de injusticias, torturas y crímenes de la historia de la humanidad.

El libro de Santiago Velázquez es también, aunque sólo lo sea de soslayo, una implacable denuncia del totalitarismo comunista similar a la que Martin Amis formuló en Koba, el Temible y Arthur Koestler en El cero y el infinito.

Suele decirse que el diablo anida en los detalles y a ellos, más que a los grandes rasgos, aunque tampoco falten, es a lo que el autor de este libro atiende con minuciosidad, exactitud y lupa de entomólogo… Los celos de Puchkin, el platonismo amoroso de Turguénev, la epilepsia y la ludopatía de Dostoievski, la botella de champán que Chejov solicitó y apuró en los últimos minutos de su aperreada vida, la misantropía de Gógol, la chulería y el suicidio de Maiakovski, la vileza de Gorki, los atormentados y confusos amores de Anna Ajmatova, las contundentes opiniones literarias de Nabokov y el escándalo que rodeó a su novela Lolita…  

Todo eso y mucho más.

Vuelvo, por último, al prólogo de Bonilla. «En días como estos, en los que tan tristemente se confunden las cosas y hay quien cancela ballet so películas o exposiciones por ser rusas (…) es imposible no aplaudir el arrojo de alguien que, seguramente homenajeando a su propio pasado de lector, levanta este imponente panteón de figuras ilustres que nos recuerdan cuánto le debemos a la literatura rusa».

Así es. Escribir en la nieve paga esa deuda, que también es mía. Ya conté hace poco y aquí mismo, en Posmodernia, como eché mis primeros dientes de lector y, por ello, de futuro escritor, devorando cuando era un arrapiezo las Obras Completas de Dostoievski editadas en piel por Aguilar. Estaba ese volumen, que conservo, en la biblioteca heredada de mi padre y amorosamente conservada por mi madre. Setenta años después me inspiré en Crimen y castigo para escribir mi novela La canción de Roldán. Disculpen la referencia. Como escritor siempre he querido ser ruso.  

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