España: posverdad y fundamentalismo

Y sólo eligiendo, por tanto, reflexionando, podemos advertir el significado de nuestras propias “opiniones mundanas”, y, eventualmente, rectificarlas. La Filosofía académica ejerce de ese modo la función de un Psicoanálisis lógico de la conciencia mundana, dentro de la consigna socrática del Conócete a ti mismo, cuando este sí mismo es algo más que un reducto psicológico, es una conciencia lógica y moral más que una conciencia psicológica”.

(Bueno, G. El papel de la Filosofía en el conjunto del Saber. Editorial Ciencia Nueva, Madrid, 1970. Nota 51, p. 250)

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Cuenta un proverbio, todavía novedoso pero que puede llegar a convertirse tristemente en clásico, que en España hay cuatro clases de personas. Están en primer lugar las que saben hacer algo. Son estas las más y en general son las que menos cobran, menos protestan y menos se hacen notar. Vienen después las que no saben hacer. Estas son las que enseñan (las que enseñamos). En tercer lugar cuéntanse las que no saben ni enseñar, que, ¡evidentemente!, son las que enseñan a los que enseñan. Por último están las que no saben hacer casi nada. En este grupo se encuentran, fatalmente, muchos de los políticos y demás asimilados, expertos en vivir de “solucionar” problemas que sólo ellos crean y prolongan, hasta corromper al máximo la nación a la que han jurado servir.

Ruego al lector que medite sobre el anterior párrafo si tiene la amabilidad de acompañarme en el siguiente análisis, pues el ensayo que aquí principiamos en defensa de la Filosofía, es decir en defensa de la Nación española, tendría necesariamente que empezar así:

Uno de las más viejas, evanescentes y pluriformes nociones que vertebran la milenaria cosmovisión occidental es, sin duda, la de verdad. Nació ésta hace tres mil años en una cuna mítica, en la que dioses, semidioses, titanes, héroes y mortales tejían el destino urdido por Zeus. Seguir las escarpadas rutas, el choque y entretejimiento de sus tectónicas placas, es lo que en su acontecer ha realizado siempre la Historia del Pensamiento, o lo que viene a ser, en su forma más académica y reglada, la Historia de la Filosofía; y ello aunque ésta, como disciplina administrada, naciera de la mano de Hegel, o sea ayer mismo, cuando ya podía atisbarse en lontananza uno de los mitos fundacionales de la protestante Europa actual: el Mito de la cultura, que tiene como consorte al no menos germánico Mito de la Naturaleza (von Humboldt).

La periférica cristiandad católica, a fuer de materialista, es decir a fuer de pluralista, viose en las últimas centurias protegida de esas dos grandes quimeras que transitaron sin solución de continuidad desde la Aufklärung y el exaltado primer Romanticismo alemán, con su Sturm und Drang, a los tétricos campos de exterminio nazis. Y es que, ciertamente, los visionarios sueños de una Razón onanista, sin Dios que la trascienda y por ende utópica, siempre han producido monstruos.

Hay quienes con Popper, tras la Segunda Guerra Mundial, quisieron ver en el linaje que va de Platón a Marx, pasando por Hegel, el germen teórico de todos los engendros autodestructivos y totalitarios que han asolado a la vieja Europa: de la teórica “República” a “Auschwitz y el archipiélago Gulag”, del ideal del rey-filósofo, sabio y prudente, al exterminio de toda disidencia, de toda alteridad.

¿Y España?, ¿qué papel juega en todo esto? Mas no nos azoremos, no nos precipitemos si pretendemos hacer justicia a los dos palabros que intitulan la presente reflexión: posverdad y fundamentalismo.

Tuvo la idea de verdad, pues la verdad es una idea y no otra cosa, y no una cosa, su paternidad con Platón. Bien es cierto que ayudado, y mucho, por el “Poema” de Parménides, la doctrina del Logos de Heráclito y la racionalizadora matemática pitagórica. Así pues toda la obra de Platón, desde la más aparentemente poética hasta la más lógico-ontológica, es un canto a la Verdad y a sus vástagos más inmediatamente queridos y fraternales: la Bondad (el Bien), la Justicia y la Belleza. Filosofar era pues (y es) construir a través de las palabras y las cosas, de las ideas y los hechos, la casa común de la Identidad. Una casa común, si bien es cierto, muy restringida en sus albores, pues en ella sólo tenían acomodo los griegos varones y libres; “una vieja raza”, como diría Charles Bronson en un contexto fílmico y mítico bien distinto, cuando Sergio Leone meditaba qué es el Oeste y por ende qué es esa díscola hijastra de Europa que llamamos los Estados Unidos.

Corriendo el tiempo y cuando la sangre semita cohabite con el Pensamiento griego y la Jurisprudencia romana, verá la luz el Cristianismo, y la herencia viva del fenecido imperio romano será la Cristiandad. Y así, a las sólidas ideas ya mentadas habrá que sumar la de Caridad. San Agustín, el último hombre antiguo, el primer hombre moderno, no dejará de subrayarlo de forma vehemente. Dios es Amor. Y éste ya no es ágape, eros o philia, pues es de forma eminente una Caridad que brota de la Fe y de la Esperanza en un mundo mejor, pero con la convicción de que la feble racionalidad humana hace insondable al voluntarista Dios creador, al Deus absconditus. Frente a la vanidad del mundo la verdad que necesitamos para salvarnos, en la vida y tras la muerte, está en nuestro corazón. Dios no es sólo logos. Es razón cordial por mor del ejemplo de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Toda verdad, por firme que parezca, no es más que ínfima necedad perecedera comparada con la inmensidad de lo divino, donde el rectilíneo tiempo histórico, entre el alfa y el omega, ya está medido. Y lo está para ser juzgado al final de los tiempos.

Y, sin embargo, frente a este lúgubre panorama introduce siglos más tarde Santo Tomás una nueva confianza en la Razón. Santo Tomás de Aquino, ¡sí señor!, el primer racionalista y antecedente pues del ateísmo, si hemos de creer las certeras matizaciones de Augusto Comte. La Naturaleza es, y existe como constitutivamente imperfecta, mas la Gracia del Orden Sobrenatural que no la niega puede perfeccionarla. La sistemática razón aristotélica encuentra acomodo en esta senda de superación, pero para el santo, el místico o el señor feudal no se le oculta que el mundanismo, la ontología especial, tiene límites que no puede jamás alcanzar en su devenir. Para los hechos de tejas abajo (el mundo sublunar) la idea de verdad como adecuación entre el pensamiento y la cosa tiene plena aplicación, lo cual pone freno, frente a todo arrebato irracionalista, a los delirios de un monarca que eventualmente pueda creerse por encima del Bien y del Mal (recuerda que has de morir se les decía a los emperadores romanos), o de un resentido monje milenarista que abrasado por su fe buscase de forma violenta un comunista paraíso en la Tierra.

Pero hay más. La “Inversión Teológica”, que tiene lugar a partir de finales del Renacimiento y con la llegada de la Revolución Científica y de las Filosofías que la impulsan y justifican (el Racionalismo y el Empirismo), supone que la Razón ocupará el lugar de Dios, pues ya no se piensa en Dios sino que se piensa desde Dios. El Dios luterano, el protestante, se recorta en el plano de las aspiraciones y ansias de un yo repleto de angustia en su lujuriosa subjetividad. El Dios cartesiano es ya, y más aún en Leibniz bajo la metáfora del relojero, artífice o empresario divino, un Dios aval, un Dios garantía de que la razón matemática conoce y construye el mundo de forma verdadera. O por decirlo al modo espinosiano, no es que Dios sea el que crea los modos del pensamiento por los cuales un triángulo rectángulo tiene un ángulo de noventa grados, un ángulo llano suma dos rectos o un círculo tiene 360 grados, sino que Dios es eso mismo de forma necesaria entre la infinitud de atributos que lo constituyen. Pero será la magna síntesis crítica kantiana, al compás de la Ilustración y de su aborto que es la Revolución Francesa, la que nos mostrará el nuevo y desconsolador rostro que es ese Jano bifronte al que llamamos la idea de verdad.

Las ciencias, con sus juicios, sus conceptos y su verdad, son la construcción de un Ego, de un sujeto, que se enseñorea del mundo de los fenómenos. La razón, al explorar y mostrar los límites de la experiencia, toma conciencia del resbaladizo terreno que pisa, el de la imposibilidad de unas perennes certezas metafísicas. Frente a la Naturaleza con sus leyes deterministas (“el cielo estrellado sobre mí”) se erige la Libertad humana (“la ley moral en mí”), apoyada en el palenque de una buena voluntad y de una autonomía moral que pronto mostrará que sus más añoradas proyecciones históricas se tiñen con los sangrientos ríos de muchos inocentes. Hegel, para el que todo actuar es culpable, tomó ya plena conciencia de ello en su Fenomenología de 1807. A la razón histórica y a sus verdades inmanentes y siempre provisionales se llegaba a través de la guillotina. Era ya aquí la Razón, razón instrumental (Adorno, Horkheimer, Benjamin…) y la verdad, una trampa elaborada por el Poder político y por la Razón de Estado mucho más que por el estado de la razón. (“Un cura me ahorra el sueldo de diez gendarmes” dirá Napoleón).

Las llamadas Filosofías de la Sospecha, desde Marx, Nietzsche y Freud, no han hecho más que transitar en la vieja Europa el callejón sin salida, cada vez más angosto y tortuoso, que va de la muerte de Dios a la muerte del Hombre. El nazismo de Heidegger con su concepción del olvido del Ser a manos de los Entes, o la tesis sobre la muerte de la idea de Hombre de Foucault (un acontecimiento sorpresivamente reciente y ya eclipsado), no son más que dos síntomas preclaros de ese fenómeno que desde finales de los setenta del pasado siglo llamamos, con Lyotard y otros epígonos, la Posmodernidad.

En este muy complejo marco que hemos esbozado con pinceladas esquemáticas, una acomplejada tradición católica pareciera que ha permanecido muda, expectante o empañada por una Leyenda Negra repleta de mitos oscurantistas, preñados de mala conciencia. España, que nació como Imperio siguiendo el caminar del sol, pareciera que, extinguido éste al desprenderse sus hijas, languideciese trémula como simple Nación y precisamente por no ser una nación simple. La Guerra Civil (1936-1939) fue, pues, la cloaca moral, y por ende histórica, donde se vertieron en torbellino confuso, arbitrario y sangriento, resentimientos, rencillas y odios alimentados por largas décadas de generacional desencuentro.

Dos tesis se erigen aquí como irreconciliables: Europa es el problema y España la solución (Unamuno), y su contraria, España es el problema y Europa la solución (Ortega). El maniqueo y confuso mito de las dos Españas, a fuer de poético, convirtiose en el imaginario colectivo en piedra de toque de insondables reticencias y contradicciones, que ahogaban la posibilidad de una racionalidad común que desbordase los estrechos, mezquinos y trillados caminos de una intrahistoria trufada de abusos, excesos exaltados y caciquismos localistas de toda laya.

La holización puesta en marcha en la segunda etapa del Franquismo, bajo la férula del desarrollismo, pretendió reinventar los moldes de una España en la que la Eutaxia se garantizara por mor de una clase media vertebradora que superara sus mostrencos quicios provincianos, allende sus lejanos orígenes feudales. Todo parecía quedar atado y bien atado, y sin embargo en los gérmenes del Régimen del 78 tenemos ya los polvos que nos llevan a los lodos actuales.

Bajo el nuevo teatro geopolítico que es la Globalización, ¿es Europa, una vez más, el problema o la solución de España? Y así también cabe interrogarse, retrospectivamente, qué nos puede enseñar la Razón Histórica sobre las “razones” del asesinato de Carrero Blanco, las tramas –con sus anamnesis y prolepsis — del 23 F, o los entresijos del 11 M (por citar solo tres hitos de gran relevancia).

Con la victoria aliada tras la IIª Guerra Mundial y bajo el paraguas estadounidense del Plan Marshall y de la OTAN, la teoría de la verdad como consenso, en el seno de una presunta comunidad de “diálogo ideal”, tomó un aparente y nuevo vigor (con las éticas discursivas de Apel y Habermas), frente a las viejas doctrinas de la verdad que habían transitado por Occidente. Y así las Ciencias Humanas parecía que habrían de contribuir, con su Hermenéutica comprensiva, a desbloquear el rígido burocratismo que ya Weber denunciara como un mal anquilosador propio de las sociedades industriales avanzadas, que destruía toda forma de vida comunal. Pero, a día de hoy, ¿se ha conseguido esto?, ¿o ha sucedido más bien lo contrario?

En España, donde como decía Ortega toda anormalidad se convierte en canon de lo normal, vuelven a converger las debilidades de una Europa que amenaza descomposición con los más vetustos tics de una invertebración amparada, cuando no claramente promovida y alentada, por esa misma “Europa sublime”: la del Mito de la Cultura. Y, ciertamente, uno de los subproductos, de los detritus pues, del Régimen del 78 (con su fragmentación de España en 17 reinos de taifas) es el fenómeno que ha cuajado como partido político bajo el nombre de Podemos.

Es en este marco, es pues en este nuestro infecto presente en marcha, donde las nociones de posverdad y fundamentalismo han de cobrar vigor explicativo, pues desvelarlas es mostrar en su crudeza lo que ocultan.

Muchos políticos, periodistas, sofistas y “opinadores universales” de todo género, emplean en España hoy en día expresiones como “corrección política” (o sus variantes, como ser o no ser “políticamente correcto”) o como “buenismo” (y en este caso no precisamente para referirse a los discípulos del filósofo Gustavo Bueno). Estos sintagmas parecen decir muchas cosas y cubrir una pluralidad de fenómenos de la más variada estirpe. Sucede así que al ser usados al cabo de la calle, de las rotativas y de las pantallas de los ordenadores de forma abusiva, se convierten en ideas fuerza en apariencia muy pregnantes.

Se podría decir, y desde las coordenadas del Materialismo Filosófico, que “buenismo” y “corrección política” son formas de connotar más que de denotar la muerte de la verdad en sus múltiples y tradicionales manifestaciones: categoriales, éticas, morales, políticas, etc. Y ello debido a uno de los mitos más oscuros de nuestro presente, el mito según el cual todo ciudadano de esta Europa “unida” es considerado como un igual en derechos, pero a veces no en deberes, en aras de una subjetividad inflada, de una egocéntrica mismidad que se ejerce y potencia como sujeto de consumo y para el consumo, en una sociedad robotizada de mercado pletórico. Sociedad que por otra parte oculta adrede las vergüenzas de la biocenosis en la que se encuentra de facto (paro endémico, latrocinio perpetrado por sectores de la clase política, imposibilidad de integración multicultural, etc.)

El “buenismo” en España es una forma de ejercer el altivo y viejo vicio de la tolerancia, presentando ésta como virtud, pues la tolerancia no es tal si no surge de la razón (y en esto consiste su diferencia con el respeto). Eso que llamamos tolerancia es más bien a veces hijastra de la indiferencia, del pasotismo mostrenco y del “que a mí no me salpiquen los problemas”. Así también la “corrección política”, en vez de ser una respetuosa forma de buscar y construir la verdad común, es el maquillaje que adorna falazmente esa misma indiferencia ególatra ante la falta de valores sólidos, desde el relativismo moral y cultural más ingenuo o chabacano. Todo esto favorece a una globalización económica deslocalizadora, que ahora sí que ya no reconoce patria alguna y que desvertebra aún más si cabe a una depauperada clase media y trabajadora.

Superado el espejismo comunista de una clase proletaria universal, las diferentes generaciones de izquierda en las últimas décadas, desde la socialdemócrata a la indefinida actual (bien en sus versiones extravagantes o divagantes), han sido los vehículos que la Económica racionalidad histórica, en su dialéctica de Estados y de Imperios, ha utilizado para imponer por vía ideológica tal estado de creencias a grandes masas de población anestesiada. En España es Podemos una de esas formulaciones de “izquierda indefinida”, de izquierda postmoderna o “gaseosa”, aunque dicho partido esté trufado de tics totalitarios propios de una república bananera. Que converjan en esto con los restos feudales del Antiguo Régimen, de la derecha genuina, léase secesionismo catalán o vasco, es uno de los nudos gordianos de esa idea y esa circunstancia que todavía llamamos España. Y es que para los necios la sombra del franquismo (o del antifranquismo) conviene que siga siendo alargada.

Por otra parte el eslabón que engarza esta melé es el “fundamentalismo democrático”, que se asienta sobre la torpe creencia según la cual la democracia consiste en votar cualquier cosa por descabellada o distáxica que sea, sin con ello se alimenta nuestro micro-ego enfermizo, corrupto o analfabeto.

De seguir así llegará el día en España (si es que no ha llegado ya), en que por ejemplo, y si tomamos como fractal o parte formal de la nación política al diarreico sucederse de sistemas educativos a cual más pésimo, a un alumno no se le pueda suspender por no saber el teorema de Pitágoras (que es una verdad categorial, una identidad sintética básica de la geometría), ya que su subjetividad, su mismidad prístina, quedará perturbada por tal evidencia. “Es que es un buen chaval y hay que evitar que quede traumatizado”, nos dirá tal vez el pedagogo “desorientador” del instituto, en su cancerígena función de chamán de esta postmoderna sociedad decadente. O a lo peor, por decirlo ya de forma aún más grotesca, el dichoso teorema no forma parte de un “aprendizaje significativo”, en el proceso de “aprender a aprender”, pues los alumnos no lo han “votado” y no han “acordado por consenso”, y de forma libérrima, si es o no importante el estudiarlo. Pues el fundamentalismo político y el psicologista van de la mano en una España que sigue siendo para muchos de charanga y pandereta, aunque sea, y como ejemplo, bajo el pálido barniz digital de la Escuela 2.0. Una España donde a veces lo peor de cada casa acaba acudiendo a los partidos políticos como agencias de colocación, para que así me consigan un “puestín” e ir ascendiendo en la carrera política hasta el grado máximo de su incompetencia. No olvidemos que la picaresca es la filosofía mundana del patio de Monipodio televisado en que parece convertirse lo cosa pública. A mayores, en muchas ocasiones y atendido a la terrenalidad de lo cotidiano, a esa intrahistoria hispana que estrangula a España como nación histórica, los que gobiernan están ayunos de todo conocimiento y sabiduría, y por eso gobiernan, y los que atesoran algún conocimiento o saber no gobiernan precisamente por lo mismo.

Y es que la posverdad es el último y carnavalesco disfraz de lo que siempre se conoció como embuste, fraude y mentira. Por todo este estado de cosas tal vez en España, que nació como imperio católico, haya que exclamar hoy más que nunca y desde el ateísmo esencial, ¡Dios salve la razón!

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