A diferencia de las precedentes formas de la producción y de las relaciones sociales, que se basaban esencialmente en la continuidad y la conservación de las condiciones dadas y sobre el «mantenimiento inalterado del antiguo orden de producción», el modo de producción capitalista existe revolucionando continuamente, sin tregua, los instrumentos de producir y las relaciones sociales en las que se estructura, haciendo del cambio incesante su propio fundamento. La “movilización total” de los entes es su base ineludible.
Tales prerrogativas, con mayor razón, pueden atribuirse a aquello que ya Pasolini catalogaba como el «neocapitalismo revolucionario, progresista y unificador», que transforma todo en nombre del progreso, unificando al mundo entero bajo el signo de lo mismo, o sea de la economía fetichizada. Vive volviendo líquido y mutante lo que, en los anteriores modos de producción, se daba en formas estables y rígidas, cuando no petrificadas:
“La agitación constante de la producción, el incesante cuestionamiento de todas las condiciones sociales, la incertidumbre y el movimiento perpetuo diferencian la época burguesa de todas aquellas que la han precedido”.
Esta tendencia, inscrita en las premisas y promesas del capital desde su mirada auroral, puede considerarse llevada a cumplimiento con el tránsito a la hodierna fase absoluta, correspondiente con el tiempo de la flexibilidad global y de la transitoriedad universal.
Todo aquello que era sólido se ha disuelto en el aire y se ha licuado. Ya no hay fundamento estable que resista. Variando la sintaxis de Habermas, el capital es un «proyecto cumplido», plenamente realizado en la inmanencia real y simbólica de la producción y el intercambio.
La precarización de lo real y lo simbólico es una de las premisas y promesas fundacionales de la relación de poder capitalista, hoy llegada a la correspondencia in actu con su propio concepto mediante la función de la transitoriedad universal de la acumulación flexible. La aceleración del ritmo y la intensificación de la producción y la circulación de las mercancías, como deriva, entre otras cosas, de la obsolescencia programada dictada por la moda, revelan cómo la base virtual del capitalismo y la base concreta de lo absoluto es aquella «destrucción creadora”, la zerstörende Aufbau der Welt evocada por Kafka, que, verdadera furia del disipar que disuelve todo, hace evaporar cualquier realidad sólida. En esto reside la esencia íntimamente nihilista del capital y de su cupio dissolvi, así como la esencia de la flexibilización y la aceleración hoy imperantes.
Las actuaciones del intelecto abstracto promueven el interés de lo particular empírico contra lo universal, con la consecuencia, para Hegel, de que resulta posible sostener que «en la sociedad civil, la Idea se ha perdido en la particularidad», en la pluralidad atomística de las partes irrelacionadas e irreductiblemente conflictuales.
Nace un mundo social fracturado, para el que las desigualdades sociales y la división en clases son consustanciales; un reino en el que se concentran «en unas pocas manos riquezas desproporcionadas» y la comunidad se disuelve bajo la presión competitiva e individualista no regulada de los animal spirits de la economía.
En la fase dialéctica y burguesa, centrada sobre el elemento de la Sittlichkeit –moralidad-, el fundamento venía dado por la seguridad y por la estabilidad, que también tendían a traducirse en la alienación y en la monotonía de la vida de la fábrica fordista, magistralmente inmortalizada por Robert Linhart en L´etabli (1978).
En la fase absoluta, sin embargo, el nuevo fundamento es proporcionado por la movilidad y por la deslocalización, por la flexibilidad y por la adaptabilidad, en coherencia con la lógica del revolucionamiento constante -típico de la dialéctica capitalista- de los vínculos y de las condiciones dadas.
Mediante la liberación de la eticidad burguesa centrada sobre la estabilidad ética sentimental y profesional, el Señor neofeudal desprovisto de conciencia infeliz puede ahora actuar sin tener “las manos atadas» por leyes y obligaciones, como enuncia una de las expresiones favoritas de la neolengua liberal.
Puede hacer así que el trabajo integralmente remercadizado dependa exclusivamente de la oferta del mercado y no de necesidades vinculadas al mundo de la vida y de los derechos. Por estas razones, con la instauración del régimen precario se alquila la casa pero no se puede comprar, se convive pero no se puede contraer matrimonio, se aborta con la esperanza de conservar el puesto de trabajo en lugar de tener hijos, se aplazan los proyectos de futuro esperando una estabilización que probablemente no llegará jamás. En otras palabras, se está obligado a vivir en la precariedad existencial y en condiciones de movilidad permanente.
La destrucción de la familia y la del trabajo van de la mano, en cuanto manifestaciones del mismo proceso de precarización de la producción y de la existencia. Los jóvenes trabajadores intermitentes, alternando períodos de superexplotación y fases de desempleo, se afanan por formar una familia y obtener una hipoteca que les permita tener una casa, símbolo en sí misma de la estabilización de la existencia.
Las vidas nómadas y perpetuamente móviles producidas por la acumulación flexible están, de hecho, por eso mismo privadas de la estabilidad ligada a la casa como lugar del arraigo existencial estable del «casamiento«: la negación del puesto fijo va acompañada de la del techo fijo.
Como sabemos, el verbo «casarse» alude a esa estabilización ética que se logra mediante la construcción de un núcleo familiar dentro de los muros domésticos de una residencia fija: las dinámicas desarraigantes del capital impiden hoy cualquier casamiento en el acto mismo con el que precarizan las existencias, eliminando el hogar estable y la posibilidad de la vida ética familiar. Del marxiano «sueño de una cosa” hemos pasado ahora al inédito «sueño de una casa«, propio de la condición flexible y desarraigada.
Esta última se produce en dos sentidos. En primer lugar, por vía de los contratos temporales y no garantizados, los jóvenes quedan en situación de no poder acceder a una hipoteca y adquirir la casa. En segundo lugar, mediante los robos legalizados y las ejecuciones hipotecarias gestionadas por el sistema bancario y financiero, la clase media precarizada y replebeyizada es a su vez expropiada de su hogar y forzada a la flexibilidad y al nomadismo existencial.
A fin de que los individuos acepten el sinsentido del capitalismo flexible como acumulación y crecimiento ilimitados, para el Señor neofeudal resulta de fundamental importancia transformarlos en Siervos voluntarios, dispuestos a luchar –igual que en la caverna de Platón– en defensa de sus cadenas y contra cualquier eventual libertador.
El modo más eficaz para que esto suceda consiste en suprimir cualquier otra dimensión de sentido respecto al fundamentalismo económico, desde la familia hasta la comunidad solidaria, desde las promesas de felicidad alternativa hasta la religión. Esto es lo que el capital viene realizando con éxito, mediante la aniquilación de todo lo que no es capital, de manera que lo económico queda como el único orden de sentido disponible y la flexibilidad se naturaliza como el único horizonte laboral y existencial: con el resultado de que cada vez más se acepta lo que existe como propio ideal, interiorizando la mirada, las gramáticas y el horizonte valorial de los triunfadores.
Los procesos que están llevando, y en parte ya han conducido, a la desintegración de la familia monogámica de tipo burgues y de la estabilidad laboral como fundamentos de la Sittlichkeit –moralidad- están conectados no sólo en cuanto expresiones, con idéntico rango, de aquella estabilidad típica de la fase dialéctica e incompatible con la absoluta.
En un análisis más pormenorizado, es posible entender correctamente cómo la desintegración de la una está inextricablemente conectada con la disolución de la otra: eliminando la estabilidad laboral a través del precariado, el capitalismo absoluto vuelve imposible, de hecho, constituir el núcleo familiar burgués clásico.
En ausencia de la estabilidad profesional y del contrato a tiempo indefinido, no puede ni siquiera darse la estabilidad sentimental centrada sobre el matrimonio y sobre la vida ética familiar. La disolución de la una trae consigo, inevitablemente, la desintegración de la otra: y la remoción de ambas va acompañada, irremediablemente, de la desaparición del futuro como horizonte proyectual y abierto, sustituido por el régimen temporal del presente eterno e inestable, que no permite a las formas estabilizarse, ni a los proyectos florecer.
Este proceso no presenta específicamente una orientación de tipo «emancipatorio» salvo para el mercado, que se libera de dos limitaciones –el puesto de trabajo fijo y garantizado y la comunidad ética familiar impermeable a la relación mercantil- que limitaban y contenían su tendencia a la extensión ilimitada.
Sin embargo, para que este aspecto pueda ser descifrado es necesario haber comprendido la distinción y la no identidad entre burguesía y capitalismo y, con ello, la dinámica posburguesa y antiburguesa propia del capitalismo absoluto. Las luchas contra los residuales fragmentos del mundo ético burgués (desde la familia monogámica hasta aquella, aunque imperfecta, polis comunitaria que es el Estado soberano moderno, desde el trabajo fijo hasta el mundo ético-religioso de los valores modernos) ponen en marcha una liberación del capital y no desde el capital, del Señor y no desde el Señor.
Sin haber llegado a comprender este punto clave, las fuerzas progresistas siguen luchando contra el elemento burgués y, por este camino, continúan favoreciendo el desarrollo del capitalismo posburgués.
Sus batallas coinciden con las del mercado y por el mercado. También en este caso, el neoliberalismo se muestra como un águila de doble apertura alar: la «Derecha del dinero» dicta las leyes estructurales, la «Izquierda de las costumbres» proporciona las superestructuras que las justifican en el plano simbólico.
Así, en el caso de la eticidad burguesa, si la «Derecha del dinero» establece que es preciso eliminar el elemento ético de la vida familiar, de modo que quede solamente el individuo single sin estabilidad emocional y sin nexo intersubjetivo que no sea el modelado según la insociable sociabilidad del do ut des, la «Izquierda de las costumbres» justifica tal disolución por medio de la deslegitimación de la familia como intrínsecamente autoritaria y violenta, y como una forma burguesa digna de ser abandonada.
Si la «Derecha del dinero» decreta que el contrato a tiempo indefinido y la estabilidad laboral constituyen un impedimento para la competitividad universal y la libertad de mercado e, incluso, que la flexibilidad es condicio sine qua non para la liberación del mercado de las restricciones impuestas por el movimiento obrero y por las luchas de clase, la «Izquierda de las costumbres» santifica el proceso en curso de desintegración de la estabilidad laboral, denunciando la alienante monotonía del puesto fijo y poniendo en guardia contra la rigidez de las formas existenciales burguesas.
Los jóvenes son las primeras víctimas del proceso de desestabilización del mundo de la vida y del trabajo producido por la fase absoluta. Ellos son el «material humano» privilegiado para la grandiosa obra de «mutación antropológica«, como podríamos denominarla siguiendo los pasos de Pasolini, con la que el mercado flexible y desregulado pretende forjar cuerpos y mentes a su propia imagen y semejanza.
Como ha evidenciado Standing en sus estudios sobre la flexibilidad laboral, los jóvenes son “el núcleo duro del precariado”. Sobre ellos se abate principalmente la onda expansiva de la precariedad laboral y existencial, así como la ingeniería antropológica que busca producir el nuevo perfil del homo instabilis y sin raíces éticas.
El homo precarius corresponde, en efecto, al arquetipo del eterno joven, cuya situación, de por sí deprimente, debe ser entendida como provisional y, por tanto, legitimada en nombre de futuros redimidos pero siempre aplazados.
El joven es, por ello, la principal víctima del proceso, artificialmente gestionado por el poder, de esa remodelación del imaginario encaminada a lograr que la flexibilidad laboral y existencial sea introyectada como un destino humano ineludible, como la consecuencia necesaria del progreso, ocultando por completo el hecho de que, al examinar los vínculos estructurales, se trata de un producto que es cualquier cosa menos neutro y casual en el contexto del conflicto de clases global.
El joven precario es el sujeto ideal para vivir como subordinado y como Siervo neofeudal en el tiempo de la globalización. El suyo corresponde a un nuevo perfil biopsíquico que se adapta a todo, individualista y cínico, sin perspectiva y sin conciencia crítica, sin familia y sin residencia fija, incompatible tanto con el viejo proletariado, animado por la conciencia de clase y los vínculos comunitarios, como con la vieja burguesía, con su eticidad y su conciencia infeliz.
Por un lado, como sabemos, la categoría de los jóvenes es objeto de un incesante y empalagoso elogio generalizado, en la forma de aquel juvenilismo compulsivo que exalta al joven qua talis, como si una edad de la existencia humana pudiera elevarse a mérito individual.
No sólo se halaga constantemente la figura del joven, sino que las mismas generaciones que ya no entran en esta categoría son exhortadas, mediante los dispositivos de manipulación de las conciencias y de control de los consensos, a comportarse y actuar como si todavía estuvieran dentro de ella, a través de formas de baboso juvenilismo difundido y extendido incluso entre sectores de la población que ya hace mucho que no pueden ser catalogados como jóvenes.
Por otra parte, sin embargo, los costes de la precariedad del nuevo orden del modo de producción recaen principalmente sobre los jóvenes, degradados cada vez más a menudo al estatus de «cuarto estado» de migrantes desarraigados obligados a huir al extranjero para encontrar empleos poco cualificados y humillantes, además de rigurosamente a tiempo parcial.
El capital absoluto aspira a expropiar a los jóvenes la estabilidad existencial y laboral imprescindibles para planificar y construir libremente el futuro. La prerrogativa de euntes per mundum (los que van por el mundo), propia de los peregrinos cristianos, se convierte hoy en la condena de los jóvenes, forzados al peregrinaje en el nuevo espacio global del universalismo de la mundialización clasista.
El encomio, desenfrenado y omnipresente, de una juventud ilimitada se revela en sí mismo funcional a la precarización laboral y existencial, es decir, al mantenimiento de la población en una condición de juventud forzada, a la espera de aquella estabilidad y aquella madurez que la acumulación flexible niega programáticamente para la masa precarizada obligada a vivir a tiempo parcial.
El juvenilismo es, desde este punto de vista, uno de los mayores enemigos de los jóvenes, si se considera que la alabanza de la eterna juventud corresponde, de hecho, casi siempre al barniz que oculta la gerontocracia rampante de nuestra sociedad, en la que el poder está sólidamente en manos de las generaciones veteranas.
Excluidos de cualquier papel relevante, los jóvenes hoy se ven empujados a hundirse en el nuevo cuarto estado flexible y migrante, destinado a hacerse a la mar para probar fortuna en el extranjero empleándose en las ocupaciones frecuentemente más humildes.
Mantenidos a distancia de seguridad de las garantías sociales y de los reconocimientos de la vida cotidiana, los jóvenes toman la noche: la eligen como su reino y experimentan formas de vitalismo de fin de semana con las que sobrevivir a la condición subalterna y depresiva a la que la sociedad irrevocablemente los condena.
Esta dinámica dialéctica de exaltación del juvenilismo y, de manera convergente, de reducción de los jóvenes a material humano sobre el que gravar los costes -económicos y sociales, pero también existenciales- de la nueva forma precaria del capital, se explica por el hecho de que el nuevo orden de la producción se presenta como naturaliter juvenilista.
La fase dialéctica se fundaba sobre la madurez y sobre la figura del padre como auctoritas, con todo lo que de negativo ello pudiera comportar en términos de autoritarismo y machismo. El pater familias era capaz de proteger el núcleo familiar y conjugar Ley y Deseo en la educación de los hijos.
Por su parte, la fase absoluta se rige por la figura del joven single sin autoridad paterna y en la inmadurez permanente como figura espiritual. La época de la evaporación del padre y de la flexibilidad universal es, precisamente por eso, el tiempo de la juventud permanente: se permanece eternamente joven, sin que la propia existencia se estabilice en las formas de la madurez ética del trabajo fijo y del matrimonio, en el triunfo del «ideal de vida reducido al consumo y al entretenimiento, que privilegia el tipo del narcisista inmaduro».
En la época de la adolescencia prolongada por tiempo indefinido, la madurez sobrevive hoy sólo en forma de un imperativo con alto grado ideológico, que prescribe a los jóvenes -en el acto mismo con el que los obliga a permanecer como tales en ausencia de cualquier forma de estabilidad- devenir adultos aceptando la realidad sin ilusiones ni sueños residuales, despidiéndose de aquellas utopías que acompañan fisiológicamente la juventud como fase, ante todo a nivel biológico, abierta al futuro y a la perspectiva.
Con la sintaxis de Lacan, la del capitalismo absoluto es la era de la “evaporación del padre” o, si se prefiere, la era edípica por excelencia, en la que el padre ha sido asesinado y lo que sobrevive es el deseo desinhibido y sin ley ni aplazamiento: la inestabilidad, la mutabilidad, la madurez todavía no alcanzada, el cambio, la capacidad de adaptarse, o sea todas las prerrogativas que tradicionalmente distinguen la edad juvenil, vienen hoy elevadas a condiciones generales de la época, válidas para todas las edades.
La del padre evaporado se configura, en consecuencia, como una sociedad de eternos jóvenes, que nunca querrán -y, en verdad, tampoco podrán nunca- hacer madurar sus experiencias de vida en formas estables y eticizadas. Además, el joven se presenta como el sujeto ideal del capitalismo flexible también en razón de su tendencia innata al exceso y a la transgresión permanente de los límites.
La superación de la estabilidad ética y de la figura del padre como autoridad conjugadora -de nuevo con la sintaxis de Lacan– de la Ley y el Deseo resulta, ipso facto, funcional al advenimiento de la hodierna sociedad sin padres de los eternos jóvenes que han elevado la inmadurez a estilo de vida, la precariedad a valor y la diversión compulsiva a única ley.
Es en este escenario de oscuros contornos donde se cumple la predicción de Tocqueville. El «nuevo aspecto» del despotismo se corresponde con una impresionante similitud a lo que él había temido: una turba inconmensurable de hombres cualitativamente iguales e intercambiables, interesados sólo en gozar -los «últimos hombres» profetizados por Nietzsche-, cada uno ajeno al destino de sus semejantes, absorbidos íntegramente en sí mismos y en su propio disfrute sin cabeza, sin identidad ni tradición, sin vis crítica y sin profundidad cultural.
Y, sobre ellos, casi imperceptible, un «poder inmenso y tutelar», laxo y permisivo, suave y previsor, que les mantiene ilimitadamente en el estadio de la infancia y de la inmadurez, de manera que siempre se diviertan “con tal que no piensen más que en divertirse” y disfrutar en las formas más desinhibidas, liberados del esfuerzo de pensar.
El capital triunfante no puede aceptar la figura del pater familias, porque éste representa la alianza entre la Ley y el Deseo. Se posiciona como figura del límite por excelencia, educando a los hijos en la moderación y la conciencia de lo que es lícito y de aquello que no está permitido, ayudándoles a madurar como miembros de la comunidad. El capital no puede aceptar la madurez, entendida como fase de estabilización ética centrada en el trabajo y en los sentimientos estabilizados.
En su furor ciego por el crecimiento y en su amor infiniti, el fundamentalismo económico debe, precisamente por eso, proceder a la destrucción del límite y de todo aquello que lo representa, poniendo en marcha una sociedad estructuralmente juvenilista, sin padre y, por tanto, caracterizada por el Deseo liberado de la Ley, pero también por la permanente inmadurez de sus miembros, privados del modelo paterno y a merced de la estructura efímera del consumo y del placer, enemigos a priori de toda estabilidad, tanto ética como afectiva.
La sociedad de consumo, en consecuencia, no se presenta como represiva, en tanto el reprimido es una figura antropológica no coherente respecto al gesto de consumir. El consumidor debe estar, sin embargo, eufórico y desencantado: no debe esperar otra cosa que el consumo, ni debe disponer de valores que no sean los vinculados a la forma mercancía.
La forma represiva del capitalismo dialéctico se invierte así en la forma permisiva del capitalismo absoluto: el súbdito deviene consumidor cuya libertad se extiende sin límites hasta donde alcanza su capacidad adquisitiva. A la muerte de Dios le sigue, por tanto, no ya el advenimiento del Superhombre augurado por Nietzsche, sino la llegada del consumidor sin identidad y sin profundidad. Este, a diferencia del hombre maduro capaz de decir No, debe estar permanentemente en la condición del niño inmaduro, al albur de deseos ante los que sólo puede ceder.
La inmadurez coesencial a la era del capital absoluto se manifiesta diáfanamente en su incapacidad -coherente con la flexibilidad universal y con los ritmos hiperacelerados del proceso de producción y circulación- de permitir la maduración en el tiempo, pero también la estabilización en formas completas y fijas, consolidadas en el tiempo.
Se cumple así la premonición que Goethe había formulado en 1825, en una página que, a pesar del marco de la ética burguesa clásica, parece describir con precisión el tiempo de la flexibilidad juvenilista, de la que anticipa la tendencia fundamental:
“Como máxima desgracia de nuestra época, que no permite que nada alcance la madurez, debo considerar el hecho de que en el instante siguiente se consuma el anterior, se desperdician los días y vivimos siempre al día, sin hacer nada” .
Por esta razón, el capitalismo flexible y precario es, por su propia naturaleza, juvenilista en el sentido antes mencionado. Enaltece a los jóvenes, porque ellos -sin derechos y sin madurez, sin estabilidad y biológicamente precarios e in fieri– son su sujeto privilegiado de referencia; y esto no sólo por vía de la escasa compatibilidad de los sectores no jóvenes con la nueva lógica flexible (de ahí la siempre reiterada invitación que la tiranía de la publicidad dirige también a los no jóvenes a vivir como si lo fueran), sino también en razón del hecho de que la nueva estructura de producción y consumo constriñe a todo el «parque humano» a vivir a semejanza de los jóvenes, es decir, en formas provisionales e inestables, precarias y nunca maduras, transitorias y perpetuamente en espera de un asentamiento perennemente postergado.
Por otro lado, si hoy en día se es considerado «diversamente joven» hasta los cincuenta años, esto sucede porque se es idealmente precario hasta el término de la propia actividad laboral (sea en la vida social, sea en la afectiva), esto es, incapaz de estabilizar la propia existencia en las tradicionales formas de la ética burguesa y proletaria, ahora reemplazadas por el nuevo modo de producción flexible, posburgués y posproletario.
La madurez burguesa de la edad adulta con posible conciencia infeliz ha sido sustituida por la inmadurez posburguesa con inconsciencia feliz de la edad juvenil. La capacidad de proyectar futuros estabilizando la existencia mediante las formas de la vida ética y a través del entrelazamiento razonado de Ley y Deseo, tal como se expresa en el austero imperativo categórico kantiano, ha dado paso al presentismo total y aperspectivo de la fase absoluta. En ella, la inestabilidad como suma de la existencia, con su imposibilidad estructural de sedimentarse en formas fijas, no permite la planificación de un porvenir.
Impone, como único imperativo, el mandamiento sádico del goce inmediato y sin medida, autista y sin dilación, proyectando todo en el hic et nunc de un presente pensado, a pesar de su inestabilidad, como única dimensión temporal disponible.
En este escenario de deseticización en curso y de precarización forzada del trabajo y de la existencia, los jóvenes constituyen indudablemente el núcleo de un proyecto -tan silencioso como violento- de mutación antropológica orientado a transformarlos en el nuevo sujeto sometido al paradigma de la sociedad capitalista absoluta.
Ello depende de motivos de diferentes órdenes, a algunos de los cuales ya hemos aludido. En primer lugar, de las tres edades de que consta la existencia humana, la juventud es la única capaz de soportar biológicamente la flexibilidad como nuevo estilo de vida generalizado, o sea la esencia del nuevo feudalismo capitalista, con su clasismo exasperado y con su teología del Dios mercado, con su estructura contradictoria de mutación heracliteana de las formas precarizadas y mantenimiento a ultranza del horizonte mismo de la sociedad de consumo.
En segundo lugar, según cuanto ya se ha señalado, el capitalismo de la fase absoluta es intrínsecamente juvenilista. Eso obliga a la humanidad a permanecer en una eterna fase de juventud, caracterizada por la inestabilidad y un estructural estado inacabado, así como por tendencias a la adaptación y a la disponibilidad a los cambios repentinos y radicales.
Por esta razón, la edad de la juventud hoy no llega a pasar nunca a la de la madurez, con la consecuencia de que los cuarentones que buscan un trabajo y una relación estable son desenvueltamente etiquetados como «jóvenes», igual que los veinteañeros.
La condición juvenil es vista como estable y permanente, en coherencia con el paradigma de la producción flexible, que impide que las relaciones se estabilicen y adopten una forma fija. Si la fase de madurez desaparece, la de la vejez, por su parte, sobrevive cada vez más a menudo como mera ramificación de una juventud que, igual que la flexibilidad, aspira a hacerse eterna, sin arribar nunca a una fijación de las formas, inmediatamente demonizada como monótona y restrictiva.
Los propios ancianos -y hoy, en el tiempo de la ausencia de la madurez, se llega a serlo apenas termina la juventud- intentan cada vez más claramente asimilar los comportamientos de los jóvenes: siguen las modas y tratan de ocultar por todos los medios las señales del tiempo y las huellas del envejecimiento.
La tendencia del capital flexible a eternizar la juventud, esto es, la precariedad como estilo de vida, coexiste con su cancelación de la madurez como fase existencial de la eticidad por excelencia, y por tanto de la estabilización laboral y sentimental.
La fase de la madurez corresponde, en efecto, al momento del propio reconocimiento en la sociedad, a la estabilidad matrimonial, a la progresión en la carrera profesional, a la participación política activa, pero también, de manera más genérica, a la estabilización de un camino iniciado en la juventud y ahora devenido, precisamente, “maduro”.
La erosión de la madurez por parte de la juventud corresponde entonces, en el plano antropológico, al tránsito de un capitalismo burgués y eticizado a un capitalismo posburgués y pospoletario, flexible y juvenilista, que fuerza a toda la sociedad a vivir como si se hallara en una condición de perpetua juventud y, por tanto, en una situación de paso todavía no estabilizada -y estructuralmente no estabilizable- tanto en el trabajo como en la vida social y afectiva.