El fenómeno de la globalización permite que los grandes capitales puedan desplazarse libremente hasta el punto de coaccionar a los gobiernos en busca de mayores facilidades para la inversión, la deslocalización de las multinacionales favorece el dumping salarial o la disminución de la creación de empleo en los países más desarrollados, la inmigración descontrolada es un fenómeno de masas que provoca la puesta en peligro del Estado de bienestar, repercute negativamente en la seguridad y, ante una completa falta de políticas de integración efectivas, amenaza la identidad social y cultural de Europa. Pero ha sido la larga crisis económica que sufrimos la que ha puesto a prueba las bondades que se predicaban sobre la globalización, ante la evidencia del resultado de un muy desigual reparto de los beneficios de sus consecuencias. La percepción pública, más o menos acertada, considera que la globalización premia a las grandes corporaciones frente a las clases medias, que han de soportar sobre sus sufridos hombros de contribuyente el peso del coste social de la crisis y el mantenimiento de un Estado de bienestar del cual sacan magros beneficios, mientras las clases más bajas se ven abocadas a la precariedad laboral y al subsidio en competencia con las masas de inmigrantes. Todo, mientras unas instituciones, cada día más burocratizadas, protegen una red clientelar que ha permanecido a salvo del descalabro en el reembolso de esos réditos de la globalización.
La falta de credibilidad de las instituciones multilaterales creadas después de 1945, FMI, la OCDE o el Banco Mundial, es palmaria, pues no sólo no supieron alertar sobre las crisis, sino que se han visto impotentes para dar soluciones para superarla. La Unión Europea (UE) no es ajena a este descrédito, ni la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, ni, por supuesto, el decorativo Parlamento Europeo, además de todos y cada uno de los líderes europeos, han sabido dar una respuesta convincente. El ejemplo de Grecia ilustra perfectamente como las políticas de austeridad de la UE se han revelado tan ineficaces para salir de la crisis, crear empleo y riqueza, como las basadas en el aumento del gasto. Por tanto, no debería extrañarnos el escepticismo de amplias capas de la población frente a unas instituciones europeas, que tienen más de Unión de burócratas y marco de “lobbies” de intereses, que de Unión en pro del bien común de todos los europeos.
El problema de este multilateralismo es que pretende que unas mismas fórmulas económicas sean universalmente válidas en todos los países, pero los diversos y complejos factores socio-económicos de cada nación, provocan que las mismas medias teóricas tengan resultados dispares dependiendo del lugar donde se apliquen. Pero la cuestión va más allá cuando los principios de la UE se rigen por los objetivos del mundialismo. Para lograr el “Mundo Feliz” que persiguen estos emancipadores universalistas, necesitan no sólo que los mismos paradigmas económicos funcionen homogéneamente en todo el orbe, sino que los mismos criterios políticos, sociales y culturales sean también universalmente válidos. Por ello la tendencia que la política mundial ha cultivado se basa en debilitar la Nación más allá del Estado, intentando borrar no sólo las fronteras económicas, sino las políticas y culturales, a través de la economía global, la movilidad del capital y población, la información uniforme y el multiculturalismo, conservando tan sólo las estructuras burocráticas de los Estados como instrumentos de control sobre los pueblos.
El problema está, como ha señalado el nada sospechoso ex primer ministro británico Gordon Brown, en que “debemos comenzar por reconocer que en un mundo cada vez más integrado e interdependiente, cada país debe encontrar el equilibrio adecuado entre la autonomía nacional que desea y la cooperación internacional que necesita”.
Es decir, hay que resolver la tensión entre particularismo y universalismo. Y en este debate surge el euroescepticismo, al entender que la UE es una receta que erosiona el Estado-nación privándole de soberanía y autonomía para afrontar con eficacia los problemas de cada país. Una UE, que al no tener en cuenta unas particularidades que desde el mundialismo se ignoran o pretenden suprimir, genera deficiencias y disfunciones en la gestión de los intereses de cada sociedad.
Pero esta tensión tiene aún implicaciones más profundas para el concepto de bien público y ciudadanía, que la pensadora francesa Chantal Delsol, define acertadamente: “el ciudadano ya no es aquel que supera el interés privado para ponerse al servicio de la sociedad a la cual pertenece, sino aquel que supera el interés de su sociedad para ponerse al servicio del mundo”. Nos encontramos con una sustitución del concepto de pertenencia y arraigo comunitario por una solidaridad en abstracto, que es gestionada, no por la comunidad nacional, sino por la burocracia institucional o empresarial del mercado global. Es decir, tenemos menos Nación, pero no menos estatismo, por lo que el individuo se ve privado de los cuerpos de participación naturales en las transformaciones políticas y sociales, quedando reducido a la condición de mero contribuyente, consumidor y elector. ¿Dónde queda el ciudadano miembro de un grupo social con un proyecto común de futuro?
Estas cuestiones son las que se planean detrás del euroescepticismo, y no las manidas acusaciones de xenofobia. Su esencia radica en la creencia de que el ciudadano no es un individuo que vive en una difusa sociedad universal, sino que está arraigado en una comunidad concreta, a partir de la cual puede desarrollar auténticos vínculos de solidaridad con los que satisfacer el interés general y particular. Por ello una UE que olvida la raíces culturales de Europa, mientras pretende uniformar ideológicamente a todo el continente, que desde Bruselas burocratiza y aleja del ciudadano aún más la administración, que ordena las políticas económicas nacionales (también seguridad, fronteras, energía, etc) pero no asume responsabilidad alguna, que ha sido incapaz de amparar equitativamente a todos los ciudadanos europeos frente a la crisis, que en definitiva, no es capaz de articular un verdadero proyecto común europeo, provoca euroescepticismo.
No se trata de impedir los aspectos positivos de la UE, sino de controlar la globalización, no para impedir la libre circulación de capitales y la económica interconectada, sino para evitar que los “ganadores” del mundialismo hagan trampa e ignoren sus responsabilidades con los pueblos, sustituyendo las concretas sociedades nacionales por esa difusa sociedad universal, en la que el individuo está aislado porque no tiene un cuerpo natural en el que integrase y a través del cual participar relevantemente en unas transformaciones que le vienen dadas desde ámbitos ajenos a su entorno.
La idea de Nación ha de repensarse bajo el prisma de la comunidad nacional, no tanto en su faceta negativa como reafirmación de independencia frente al otro, sino en su faceta positiva como referente de arraigo y participación en la vida pública.
No se trata por tanto de estar contra la construcción de Europa, sino de sacar, en el sentido expresado por Durkheim, a las sociedades europeas de la anomia a que las está sometiendo una UE, cuyas prioridades son la obtención de beneficios como resultado de operaciones financieras y comercio. El euroescepticismo de esta manera planteado, se rebela contra la falta de proyecto civilizacional de la UE, se rebela contra la cesión de soberanía a favor de un modelo de producción capitalista unido a una ideología mundialista que sostiene una actitud consumista y utilitaria hacia el individuo al que despoja de sus referentes transcendentes.
Ferrater Mora al tratar el problema de la europeidad de España, concluía que “el problema se ha esfumado no sólo porque los españoles ya han dejado de marchar a redropelo de Europa, sino porque los europeos han dejado de ser en gran parte lo que fueron, y, en alguna medida, se han hispanizado”. De eso se trata precisamente, de que Europa ha perdido su lugar en el mundo, reniega de su pasado y no sabe enfrentar su futuro, porque ya no se reconoce en sus referentes histórico-culturales más allá de una amalgama de intereses económicos.
Ser euroescéptico consiste por tanto en creer que otra Europa diferente a la que persigue la UE es posible, ser euroescéptico es creer en que se puede recuperar Europa, instalando en su centro de gravedad, en vez del poder y la economía, el factor humano, la comunidad nacional, la cultura y la axiología como sistema de valores que distinguen la civilización europea y que dotarían del sentido auténticamente integrador al proceso de construcción de una Unión Europea no degradada.