Fukushima: doce horas en el infierno

Fukushima: doce horas en el infierno. Fernando Sánchez Dragó

Durante este mes se conmemora el décimo aniversario del terremoto de Fukushima (Japón). Cuatro meses después del terremoto y veinticuatro horas después de recorrer la zona, Fernando Sánchez Dragó, nos da detenida cuenta de su experiencia, la cual reproducimos a continuación por su interés.


El 11 de marzo reventó en Fukushima la cólera de los dioses del intramundo. Allí pensaba Dante que estaba el Inferno. Hoy, cuatro meses después, he regresado al lugar de la catástrofe. Lo que sigue es el cuaderno de bitácora de esa descensio ad inferos.

3 de junio, 13 horas. Aeropuerto de Zurich. Tres cuartos de aforo en el avión que va a llevarme a Tokio. Muchos japoneses y bastantes europeos. Casi ningún compatriota, si es que hay alguno. Yo no lo detecto. Las agencias de viajes aseguran -lo oí en la tele antes de salir- que ha caído en picado la demanda de turismo hacia Japón. Dos azafatas de la Swiss Air, sonriendo con guasa, me lo confirman.

Todo el mundo sabe que los españoles son unos caguetas. ¡Triste fama! ¡Gallinas!, llamaban a nuestros soldados cuando Zapatero se los llevó de Irak. Eso es, grosso modo, lo que yo dije, en una crónica enviada desde Tokio a este periódico, cuando muchos de los que allí residían o estaban de paso pusieron aire por medio en el avión, gratuito (aunque no para el contribuyente), que les envió Trini, y hubo alboroto en internet. Fueron muchos los que se dolieron en banderillas y otros tantos quienes me las aplaudieron. Gorrones y llorones, dije, además de cobardicas. ¿Habrán vuelto o seguirán entre las faldas de mamá?

4 de junio, 7:45 horas. Aeropuerto de Narita. Normalidad nipona (que en Europa sería excepcionalidad): 14 minutos y 16 segundos desde que salgo del finger hasta que tomo asiento en el autobús que me llevará hasta la City Terminal. Quince policías, exquisitamente educados, para sellar los pasaportes y ningún asomo de cola ante ellos.

Cuando llego a la cinta de recogida de equipajes, las maletas ya están allí. Canal green en la aduana. Diez metros entre ella y el mostrador donde venden los billetes de la limusina. Compro el ticket. Otros diez metros hasta la parada. Un minuto de espera y aparece el autobús. Carga la maleta en la sentina de éste un chaval de guante blanco, que a renglón seguido me hace una reverencia. Había hecho otra a mi llegada. El conductor saluda uno por uno a quienes vamos subiendo. Así es Japón, antes y después del 11 de marzo. A las 9 entro en el hotel. Sin novedad en el extrarradio del inferno. Todo funciona como siempre: de rechupete. ¿Hubo aquí un terremoto o fue sólo un mal sueño?

¿OSTRAS MUTANTES?

Resto del 4 de junio. Mi hotel está a un paso de Ginza y del Tsukiji o Fish Market. Es lunes. Ajetreo urbano, escaparates bien surtidos, chicas a la última, sensación de prosperidad. Almuerzo con mi mujer y una amiga en el Takeno. Es mi tasca favorita en la mayor lonja de pescado del mundo. Sólo pido sashimi. Me sirven, entre otras exquisiteces, una ostra que parece, por su tamaño, el solomillo de un buey. ¿Será mutante? ¿La habrán pescado en el litoral de Fukushima? No importa. Me la zampo. ¡Mmmm! Los tacos de atún rojo deben de estar repletos de metilmercurio (la Pajín lo dijo, y llevaba razón, antes de ingresar en el Lazareto), pero da gusto verlos. También me los echo a la andorga. Todo es bueno para el convento.

Camino del hotel -el jet lag exige siesta- me topo con un vendedor de cerezas tan radiantes como las mejillas de una pepona. ¿Radiantes? ¡Caramba! Me tiende una para que la pruebe. Lo hago. Sabe a gloria. Le compro una cestilla. La meto en el minibar.

5 de junio, 5 de la mañana. El shinkansen de Fukushima sale a las 6:00. La cafetería del hotel está cerrada: imposible desayunar. Dios no ahoga: me como las cerezas, salgo luego de estampida, pesco un taxi que parece el haiga de un funcionario corrupto de la Junta de Andalucía y compro el Yomiuri y el Japan Times en el quiosco del andén.

En el primero viene un reportaje muy pormenorizado acerca de las dificultades con las que tropiezan los horticultores de la prefectura de Fukushima para dar salida a sus productos y, en especial, a las cerezas. Son éstas fruta de temporada y, aquí, carísimas. ¡Por algo andaban tan apañaditas de precio! El aviso de la prensa llega tarde.

Seis de la mañana.  El tren va casi vacío. Me enfrasco en la lectura de los periódicos. El Japan Times publica a diario los índices de radioactividad de las distintas ciudades del país. Todos son normales, excepto en un radio de 100 kilómetros alrededor de los reactores averiados por el sismo. En esa zona, hacia la que me dirijo, la cifra es de 2’75 microservios por hora. En Tokio, para que se hagan una idea, es de 0’059. Cincuenta veces menos, calculado a bulto. El umbral de riesgo, según el Consejo de Seguridad Nuclear, es de 0’575 microservios. ¡Pues sí que estamos buenos! Mi mujer, la guía que nos acompaña y yo permaneceremos durante 12 horas en el lugar de autos. Que la diosa Amaterasu nos proteja.

Leo un artículo de opinión dedicado a la conferencia que hace poco pronunció Haruki Murakami en Barcelona. En ella acusó a sus compatriotas de ser abúlicos, indiferentes y pasivos en lo concerniente a la energía nuclear pese a la alergia (sic), cada vez menos aguda, que hace trece lustros generaron en ellos las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Viene un gráfico con el progresivo encarecimiento que la factura de la luz experimentaría si dejaran de funcionar las centrales nucleares: 2.121 yenes (alrededor de 25 euros) al mes por cada hogar en 2030, lo que equivale a un aumento de más del 30% respecto al consumo actual. Eso, sin contar los astronómicos gastos que debería afrontar el erario para sustituir la energía nuclear por la alternativa. El debate está abierto, pero sólo en los círculos científicos, políticos y económicos. La opinión pública no se implica en él, aunque sí lo hagan los ecologistas, que aquí son pocos.

8:00 horas. Estación de Fukushima. Llueve. La ciudad parece intacta. Vuelvo a preguntarme si hubo aquí un terremoto. Recojo el coche reservado ayer. Me avisan de que, si pincho, tendré que apoquinar el costo de la reparación. «La zona que van a recorrer» -me dice el empleado de la agencia- «está llena de clavos, astillas y despojos del tsunami». ¡Vaya si lo está! Lo comprobaré en seguida.

Voy abotonado hasta el cuello. Mi suegra, secundada por mi mujer, se ha empeñado en que lleve camisa de manga larga a pesar del calor reinante. Dice que eso reduce la absorción de radioactividad. También me ha puesto una de esas mascarillas a las que los japoneses son tan dados. De nada han servido mis protestas. He tenido que avenirme a sus deseos. Una suegra es una suegra. En Fukushima, por lo que veo, nadie lleva esos bozales. Mi camisa, para colmo, es roja. Parezco Michael Jackson.

8:30 horas. ¡En marcha! Mi mujer ha comprado un detalladísimo mapa, en forma de grueso libro, que recoge con precisión castrense toda la zona, muy extensa, afectada por los tres jinetes del Apocalipsis que el 11 de marzo se echaron a galopar: el terremoto, el tsunami y el reventón de los reactores, por ese orden. Anticipo una conclusión, quizá polémica, a la que llegaré más tarde: la peor de las tres catástrofes citadas es, hoy por hoy, la segunda. Su aparatosidad es formidable.

La primera, cuyo epicentro estaba en el mar, lejos de la costa, ha dejado pocas huellas, y muchas ya han sido reparadas, en un país famoso por la solidez antisísmica de sus edificios.

En cuanto a la contaminación nuclear, que es a lo que más melodramática atención, por motivos obvios de politiquerías, ecologismos y sensacionalismos, han prestado los medios, aún está por ver en qué parará a la larga. Sus consecuencias, de momento, son mínimas, casi impalpables y, por supuesto, invisibles para mí (no voy por el mundo con un contador Geiger en bandolera) y para todo quisque en lo concerniente a la zona recorrida y a la salud humana. De la de las cerezas mejor no hablar.

Cosa bien distinta será, supongo, lo que sucede dentro de la terra incognita, vallada y acordonada hasta las cejas, de la central termonuclear. Top secret. Allí están las calderas de Pedro Botero.

Tres semicircunferencias concéntricas, a modo de lúgubre arco iris, fúnebre diana o Divina Comedia en la que todos los círculos fuesen infernales, señalan en mi mapa el epicentro no del sismo, sino del foco emisor de radioactividad. El territorio off limits, por lo que hace al riesgo de sufrir los efectos de ésta, abarca una extensión de 100 kilómetros de longitud y 30 de latitud, dividida la última en tres lonchas de 10.000 metros.

PURÉ DE ESCOMBROS

Un par de días después, en un respiro de la ceremonia inaugural de la Feria Internacional del Libro de Tokio, fuentes fidedignas cuya identidad no puedo revelar me informan de que corren rumores consistentes y no menos fidedignos acerca de la posibilidad de que cualquier día de éstos se eleve a 60 kilómetros, frente a los 30 actuales, el radio del cordón sanitario establecido en torno a la central.

Tengo por delante hasta las ocho de la noche. Diez horas y media para patearme de sol a sol, con bastante lluvia y algo de luna, las mismas Sendas de Oku por las que en 1689, cuarentón ya, anduvo Matsúo Basho, autor de los haikus más célebres de la historia de la literatura japonesa. Llegó a pie desde Kioto hasta Hokaido, recorrió 2.300 kilómetros y reinventó con las artes de la poesía el paisaje de extraordinaria belleza -arrozales, picachos, cordilleras, bosques impenetrables, riachuelos cristalinos, playas vírgenes, cientos de islitas diseminadas, tijereteadas y bordadas como un encaje de arabescos- que ahora, devastado, se despliega frente a mí.

De ese libro, el más famoso de Basho, que publicó Carlos Barral a comienzos de los 70, dijeron las lenguas viperinas que su traducción había sido perpetrada a medias, pues delito les parecía, por un mejicano que no sabía japonés (Octavio Paz) y por un japonés (el embajador Hayashiya, amigo mío) que no sabía español. Lo primero es cierto: lo segundo, falso. Los haikus, sea como fuere, son, en puridad, intraducibles.

Hacia las 9:00 horas. Aparecen ante mis ojos, inicialmente sorprendidos, divertidos, incluso, y espantados después, los primeros pecios del tsunami…

Son chalupas y barcos de corta y mediana eslora varados en tierra firme, escorados algunos y volcados otros. Están a varios kilómetros de los puertos donde el tridente de Neptuno los ensartó y catapultó. En derredor de ellos, por doquier, árboles arrancados de cuajo, postes doblados por la mitad, instalaciones eléctricas convertidas en madejas de bandullos, esqueletos de casas aún en pie con las tripas fuera y el mobiliario hecho añicos y esparcido por los alrededores, puré de escombros, techumbres a ras del suelo, amasijos de coches machacados en un terraplén o arrastrados por el oleaje hasta la cima de cualquier montículo, santuarios de los que han huido los dioses sintoístas, templos de Buda con las imágenes del Iluminado por el suelo, estelas funerarias caídas, tumbas abiertas para que los zombis salgan de paseo y los vampiros echen a volar, carreteras desventradas y autopistas desvertebradas de las que sólo quedan columnas, jirones de asfalto y arbotantes, puentes cuyos extremos, cortados a pico, lindan con el vacío, gasolineras, hospitales, hamburgueserías, puticlubes, locales de pachinko, exquisitos ryokanes, hoteles adocenados, cuarteles de bomberos, cualquier cosa, cualesquier objeto o edificio, hilvanados todos por el denominador común del más diabólico naufragio que el mundo ha conocido.

Estuve en Sri Lanka poco después del tsunami que arrasó el Índico en diciembre de 2004 y lo que allí pude contemplar no tiene punto de comparación con lo que he visto en el litoral japonés que corre -son centenares y centenares de recortadísimos kilómetros- desde el sur de la prefectura de Fukushima hasta el extremo septentrional de la isla de Honshu, que es, a distancia, la mayor de las cuatro que forman el archipiélago.

Visité esa costa en 1996 y quedé sobrecogido por su belleza. Ahora también me he quedado sobrecogido, pero no por ella, sino por lo contrario. Todo ese litoral es ahora campo de soledad, mustio collado, Itálica famosa… Sólo quedan memorias funerales / donde erraron ya sombras de alto ejemplo. / Este llano fue plaza, allí fue templo; / de todo apenas quedan las señales.

¿Exagero? No, pero me desdigo, porque no es lo contrario de la belleza lo que ve ahora el viajero en las sendas de Oku. Basho encontraría en ellas motivos para otros mil haikus. Éstos, al fin y al cabo, siempre están teñidos de melancolía.

Por aquí y por allá, a lo largo del día. Sumaré a tan sucinto muestrario, por amor a la paradoja y al absurdo, tan sólo tres imágenes, aunque cabría citar otras muchas, igual de sorprendentes, estrafalarias y, para un escritor, un pintor, un escultor, un fotógrafo o un cineasta, estimulantes.

Primera: una locomotora caída de costado sobre un montón de escombros sin vía alguna cercana a ella. Me di de bruces con ese cuadro de Magritte en la localidad de Minami Sanrikucho. A menos de cien metros, hacia el interior, está (o estaba, porque hoy es como un cráneo desdentado. Las cuencas de las órbitas de sus ventanas revelan el vacío de su interior) el célebre hospital que recibió de frente la embestida del testuz de la gigantesca ola.

Muchos de los enfermos que podían valerse por sí mismos y buena parte del personal sanitario salvaron el pellejo encaramándose a la terraza del edificio, pero las camas de los ancianos incapaces de moverse sin ayuda fueron succionadas y arrastradas en volandas hasta el alto océano por la resaca del tsunami.

Segunda: los urinarios de un templo budista en cuya cavidad crecían (y seguirán haciéndolo) las matas y las flores. Estaba en Matsushima, «la de las cien islas». El topónimo dirá poco al lector, pero seguro que si viese una foto reconocería en ella uno de los lugares más hermosos, más famosos y más visitados de Japón. Basho se detuvo en él, vio aflorar la luna sobre la bahía y lo contó… O mejor dicho: lo cantó. Yo me acordé del olmo viejo de Machado y de su rama verdecida.

Tercera: dos enormes grúas -Godzilla y King Kong- dotadas de musculosos brazos artríticos, por la herrumbre, y rematadas por gigantescas mandíbulas con molares de monstruo de parque jurásico de Spielberg que derribaban a puñetazos, mordiscos y escupitajos un edificio de tres plantas con sus nervaturas, tendones y articulaciones deglutidas como si fuesen galletas de blandiblú. Todo -paredes de mampostería, fachadas, ventanas, marcos de metal, cristales, baldosas, muebles, electrodomésticos, antenas de televisión- se venía abajo entre nubes de polvo y fragores de naumaquia.

«DESCENSIO AD INFEROS»

Pintar o describir lo que menciono es imposible. Meta el lector en una batidora a Dante, el Bosco, Patinir, Lautrémont, Piranesi, Doré, Bram Stoker, Mary Shelley, el ya citado Magritte, el retrete de Duchamp, Bacon, el Bécquer de las Leyendas, el Maupassant de El Horla, el García Márquez de Macondo, el Dalí de los relojes blandos, todo el surrealismo, toda la novela gótica, todo el cine gore, y obtendrá algo parecido a lo que yo, al hilo de mi descenso a los ínferos, más que ver, padecí, pues si ojos que no ven, como dice el refrán, corazón que no siente, por fuerza sentirá el corazón cuanto los ojos sí ven.

Y no deben de ser muchos los que, en efecto, lo han visto, pues las carreteras, hasta hacen poco, eran intransitables -algunas lo siguen siendo… Aquello es un revoltijo de callejones sin salida- y porque el temor reverencial a los miasmas desprendidos por los reactores descacharrados en la central de Fukushima ahuyenta a los curiosos y a los periodistas, aunque no a los cacos, que se cuelan por los intersticios de la línea de non plus ultra y arramblan con lo que queda en los edificios semivacíos.

Me crucé a lo largo del día con muy poca gente, excluyendo a quienes trabajan en las tareas de desescombro y saneamiento. Camiones, grúas, lecheras, ambulancias, excavadoras… De todo eso sí que había, y a granel. Más que infierno del que han huido hasta las almas en pena es aquello cementerio de máquinas, engranajes, policías, sirenas y automóviles. Me acordé de Arrabal.

No pudimos comer nada, porque nada estaba abierto. Tan sólo unas chucherías que mi mujer, por casualidad, llevaba en el bolso. ¡Menos mal que a las cinco de la mañana me había embaulado las cerezas!

Vuelvo atrás. Pongamos que son las diez…Esa zona de Japón se llama Tohoku, topónimo que significa más allá, tierras hondas… De ahí el doble sentido del oku en el título del libro de Basho. Son sincronías, ucronías y paralelismos semánticos que dan que pensar.

Lo primero que hice al salir de Fukushima fue poner el morro del coche hacia la central nuclear. Estaba avisado sobre la imposibilidad de llegar a ella, pero nunca se sabe… Esta vez sí se supo. A treinta kilómetros de la sala de máquinas de los dominios de Satanás me detuvo un puesto de bloqueo: el de la localidad de Oshimada.

Parlamenté -o parlamentó mi mujer, adoctrinada por mí- con el educadísimo policía que, provisto de mascarilla (¡al fin!), me cerró el paso, hice valer mi condición de periodista, de escritor, de profesor, exhibí media docena de carnés y varias decenas de sonrisas, pero fue en vano.

Sólo podían pasar, nos dijo, los heroicos (esto lo añado yo) responsables de las tareas de extinción del incendio nuclear y refrigeración de los reactores, las personas expresamente autorizadas por algún motivo plausible y los vecinos desalojados de la zona, que pueden regresar muy de cuando en cuando y durante pocos minutos a sus viviendas para recoger en ellas algunos de los enseres abandonados en la forzosa, forzada y precipitada evacuación.

Ése fue el momento en que anduve más cerca del punto de origen de la radioactividad… A treinta kilómetros de mi ombligo la fisión nuclear celebraba su aquelarre. Protones, neutrones, positrones, demonios, brujas…

Después de Hiroshima vino Nagasaki; después de Nagasaki vino Three Miles Islands, en Pensilvania; después de Pensilvania vino Chernóbil; después de Chernóbil vino Fukushima; después de Fukushima, ¿qué vendrá?

Premonitoria y sombría cadena de montaje… ¿Por quién doblan las campanas? ¿Ha empezado la cuenta atrás?

En Japón todo el mundo espera, desde hace tiempo, el gran terremoto de Tokio, que ya toca y dejaría chiquito, dicen, a cuantos hubo antes, incluyendo el último. Su epicentro podría estar en la ciudad de Shizuoka, a unos 200 kilómetros de la capital del país y a los pies del Monte Fuji, cuya poderosa caldera volcánica se sumaría a la hecatombe. Allí, sobre la zona de posible fricción de varias placas tectónicas, surge la planta de energía nuclear más peligrosa de Japón. Es la de Haraoka.

Si el sismo se produjera allí, el genpatsu-shinsai o efecto dominó no sería triple, como en Fukushima (terremoto, tsunami y emergencia nuclear), sino cuádruple, porque el Fuji entraría en erupción. Una catástrofe de semejante magnitud podría exigir la evacuación de Tokio, suponiendo que ese éxodo de dimensiones megabíblicas sea posible.

Mientras mi mujer, que es de Osaka, negociaba inútilmente con el policía, que también lo era, yo, acunado por la ininteligibilidad del idioma japonés, recordaba en sordina un poema de Machado: «¡Bajar a estos infiernos como el Dante! ¡Llevar por compañero/ a un poeta con nombre de lucero! / ¡Y este fulgor violeta en el diamante! / Dejad toda esperanza… Usted, primero. / ¡Oh, nunca, nunca, nunca! Usted, delante».

Resto de la jornada. Ni delante, ni detrás. No hubo caso. El policía se cerró en banda. La desobediencia, en Japón, no existe. Las órdenes se acatan a machamartillo. No hay excepciones.

Me resigné, volví grupas y me adentré, con la ayuda del mapa castrense, de un navegador que se expresaba en impecable japonés, de la Virgilia que me guiaba por aquel dédalo de detritus y de mi mujer, que llevaba el volante, en las mil curvas, quiebros y pasajeros despistes del itinerario que nos condujo, diez horas después, a la estación de Ichinoseki, donde cogimos por los pelos el último tren bala dirigido a Tokio. Misión cumplida. O no del todo, porque…

Un paréntesis. En la sala de espera de la estación citada, mientras las dos chicas comen un cuenco de ramen y yo degluto un pan de melón (sic), hay una tele encendida. Por ella venimos a saber -noticia bomba, dicho sea sin segundas- que el ministro Ryu Matsumoto, encargado de la reconstrucción de la zona devastada por el terremoto y sus secuelas radioactivas, ha presentado su irrevocable dimisión tan sólo nueve días después de su aparatoso nombramiento.

Nos quedamos de muestra, porque eso significa, entre otras cosas, que Naoto Kan, jefe del gobierno, puede caer en cuestión de días o, incluso, de horas. Pésima ha sido su gestión de la catástrofe. Antes de ella estaba tocado. La estampida y espantada de Matsumoto lo hiere de muerte, por mucho que se encastille en la necesidad de sacar adelante las tres importantes medidas presupuestarias que, según él, son necesarias para resolver la crisis.

Su situación es muy parecida a la de Zapatero en España (a quien él, de hecho, se parece en casi todo: ideología, carácter, irresponsabilidad, bandazos, titubeos, trapicheos…). Todo el mundo, en la oposición y en su propio partido, y no digamos la voz de la calle, pide a gritos elecciones anticipadas. Kan, de hecho, ya había declarado que se va, aunque no de forma inmediata, y no hay político que sobreviva a la pérdida de autoridad que un anuncio como ése significa. Tome nota Zapatero.

¿Por qué se ha largado Matsumoto? Cuesta trabajo creerlo, a no ser que se trate de una conjura palaciega. Lo ha hecho, parece ser, por dos meteduras de pata insignificantes, a decir poco. Dijo -ésa es la primera- a un par de alcaldes de la prefectura de Fukushima que escucharía sus propuestas en caso de ser eficaces, pero que las tiraría a la basura si no lo eran. Normal, ¿no? Pues no. Sus interlocutores se mosquearon.

Pero la microscópica gota de agua que colmó el vasito de saké de su paciencia fue la macroscópica reacción de otro alcalde, al que el ministro dimisionario echó una buena bronca porque llegó dos minutos tarde a la cita que habían entablado.

Y ya está… A tomar vientos. Otro terremoto, sólo político, por suerte para el país. Gente rara los japoneses.

FRIEGAS ANTI RADIACIÓN

23:00 horas. Estación Central de Tokio. Tres horitas de tren bala. Famélico, exhausto y sumido en la bruma del jet lag. Taxi al hotel. Entro en la habitación decidido a arrojarme sin más preámbulos a los brazos de Morfeo. Ya, ya…

Mi mujer me pregunta que si estoy loco, me ordena que me duche durante diez minutos dándome friegas con un jabón especial, mete toda mi ropa, junto a la suya, en una bolsa no menos especial, la sella y me explica que al día siguiente la llevará a no sé qué lavandería también especial y, al parecer, comento yo sarcásticamente, espacial.

Son instrucciones de su madre, que Naoko, japonesa al cabo e idéntica en eso al poli de la mascarilla, respeta a rajatabla. Toca obedecer. Ya dije que una suegra es una suegra. Lo hago, me froto con asperón y, mientras el polvillo radioactivo se va por el sumidero de la ducha, pienso en Basho…

Llegué a Oku cuando la niebla cubría cielo y campos (…) Remendé mis pantalones rotos, cambié las cintas a mi sombrero de paja y unté moka quemada en mis piernas, para fortalecerlas. La idea de la luna en Matsushima llenaba todas mis horas (…) En uno de los pilares de la cabaña colgué un poema de ocho estrofas. La primera decía:

«Otros ahora en mi choza…Mañana, casa de muñecas».

Los urinarios florecidos estaban, precisamente, en Matsushima, «la de las cien islas». Es -era- uno de los cinco paisajes más hermosos de Japón.

Tokio, 7 de julio de 2011.

Top