«Aquellos que nos han dejado no están ausentes sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria fijos en los nuestros llenos de lágrimas» (San Agustín)
La muerte de un inocente siempre nos coloca en una situación que revuelve en nuestro interior un cúmulo de sentimientos, instintos y pensamientos que forman parte de aquello que aún nos resta de sentido humano, de «Humanidad». Si quién muere es una criatura (niña o niño, tanto da), si la autoría de la muerte corresponde a una persona adulta, y si además en la ejecución del crimen han concurrido el engaño, el uso de la violencia y el ensañamiento, la convulsión de nuestro ser se amplifica de manera exponencial y nuestra indignación se agita afanosa y compulsivamente, pugnando por hallar una vía de escape ante lo inasumible, ante el hecho repulsivo que una conciencia medianamente recta no logra aceptar.
El alevoso asesinato de Gabriel responde con fidelidad al patrón anteriormente descrito y ha suscitado entre el común de las gentes la lógica reacción de dolor, de ira, de rabia, traducida en un encolerizado clamor justiciero que reclama un castigo ejemplar para un crimen repugnante. Las desvergonzadas maniobras de la autora confesa, Ana Julia Quezada, sus sinuosidades, sus continuas falsedades, su cínica sobreexposición en los medios, no han hecho otra cosa que elevar la temperatura de la furia vindicativa del «pueblo llano» al límite de la ebullición.
Mientras la calle clama justicia por la muerte de Gabriel, ha querido la ¿casualidad? que en el Congreso de los Diputados se debatiera una proposición de Ley promovida por el PNV para derogar la figura de la Prisión Permanente Revisable, que se aprobó en el mismo Congreso de los Diputados el 26 de marzo de 2.015, como parte (una de las pocas medianamente salvables) de la más que discutible Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, coloquialmente conocida como «ley mordaza», un arbitrario y abusivo instrumento legal ideado por el PP para limitar y controlar derechos democráticos elementales a través de un mecanismo explícitamente totalitario, en el contexto de lo que M. Rajoy y sus huestes se ufanan en denominar «Estado de Derecho». Si bien la mencionada «ley mordaza» supone en su conjunto, un cúmulo de despropósitos preñados de contenidos liberticidas dignos de un relato orwelliano, no es desde luego la figura jurídica de la Prisión Permanente Revisable uno de sus aspectos especialmente censurables, en cuanto representa de hecho un endurecimiento de las penas para determinados delitos considerados de extrema gravedad en atención a su naturaleza y sus consecuencias. Es cierto que la normativa legal que regula la Prisión Permanente Revisable adolece de serios defectos, que tienen que ver con ambigüedades en la tipificación (y en la interpretación que pueda hacerse de la misma) y con un exceso de discrecionalidad, tanto en la imposición como en el posterior proceso de revisión de las penas. En ese sentido, sería deseable una reforma legal adecuada que despejara incógnitas y matizara de manera inequívoca los supuestos de aplicación, así como el procedimiento de revisión. Lo que resulta francamente irresponsable es una derogación sin más. Máxime cuando existe una demanda social incuestionable acerca de la necesidad de endurecer las penas para determinados delitos y exigir su cumplimiento íntegro. La percepción generalizada es que, a veces, pese a lo abultado de las condenas, habitualmente estas distan mucho de cumplirse siquiera en márgenes cercanos a su teórica duración. Y eso termina por provocar una sensación de laxitud en la aplicación del derecho y, en ocasiones, de una semi-impunidad del delincuente.» Dura lex sed lex», en definitiva, es lo que la sociedad española viene clamando desde tiempo atrás para los delitos especialmente graves, aquellos en los que el resultado es la muerte atroz de la víctima o su forzado sometimiento a sevicias impensables. Y aún esa demanda se ve aderezada por la comparación inevitable con la dureza inaudita que se emplea contra los delitos económicos (en particular, los fiscales), con condenas en ocasiones equiparables a las de aquellos que han acabado con una vida humana. Una intoxicación interesada pretende establecer una equivalencia entre la Prisión Permanente Revisable y la Cadena Perpetua. Hasta tal punto ha hecho fortuna la especie, que muchos de los que se han manifestado estos días o han firmado a favor del mantenimiento en nuestro ordenamiento Penal de la figura de la Prisión Permanente Revisable, en realidad, creen que lo han hecho a favor de la Cadena Perpetua. No es así. Es más; si alguien tuviera la decencia de explicar al pueblo español las diferencias entre una figura jurídica y la otra, y a continuación la cuestión se sometiera a Referendum, especificando claramente que la aplicación de una u otra medida únicamente correspondería a los casos de terrorismo, asesinato alevoso de menores y violaciones con tortura y resultado de muerte, estamos por asegurar que ganaría ampliamente la opción de la Cadena Perpetua. A la vista de la casta política que padecemos esta eventualidad se nos antoja quimérica. Para ratificarlo no hay más que ver el espectáculo bochornoso que se viene produciendo en el debate sobre el tema en el Congreso de los Diputados. Decía Chesterton que «si no logras desarrollar toda tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político». A alguna conclusión parecida deben haber llegado los que calientan los asientos del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. ¿Qué demonios les importará a ellos lo que pueda pensar el pueblo al que dicen representar?. El PP, utilizando a las víctimas para «sostenella y no enmendalla» y mañana, «si te he visto, no me acuerdo»; Ciudadanos, cambiando de equipo en mitad del partido (ya saben, marxismo del bueno, de Groucho, claro: «estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros»); Podemos, haciendo un ejercicio de buenismo «prêt-à-porter», lo que aquí es blanco, en Venezuela es negro; y el PSOE, ofreciendo la imagen paupérrima de quien ha perdido definitivamente el norte, con su ocasional portavoz poco menos que reprochando a las familias de las víctimas actuar con ánimo de venganza. Un auténtico esperpento. Una solitaria nota felizmente discordante: tras el debate, Carolina Bescansa, diputada de Podemos, a través de twiter, pidió perdón «a las víctimas, a sus familiares, a la sociedad española por no haber sabido tener un debate a la altura de su dignidad». Al menos a alguien parece quedarle un resto de vergüenza en ese hemiciclo…
La muerte de Gabriel es algo más que el asesinato de un niño indefenso perpetrado por una persona despreciable prevaliéndose de su superioridad física. Desgraciadamente no es un caso aislado. Con distintas variantes, situaciones con ciertas semejanzas se vienen repitiendo de forma reiterada. En todas las épocas han existido crímenes horribles, y abyectos criminales. Tal vez se trata de la parte más oscura de la condición humana. Pero cuando conductas de esta índole se vuelven recurrentes y conforman un patrón que se repite insistentemente, es que algo anda mal. Es un síntoma; la constatación evidente de una anomia, de una sociedad enferma.
Pregunten a cualquier padre o madre, con hijos en edad infantil, en cualquier ciudad española, si se atreven a dejar que los niños entren y salgan solos de casa. Vayan a la puerta de cualquier colegio y comprobarán las medidas de precaución adoptadas por los centros para garantizar la entrega de los niños a sus padres al finalizar el horario de clases. Lo mismo ocurre en los autobuses dedicados al transporte escolar. Internet, las redes sociales… toda vigilancia parece escasa cuando de continuo se conocen casos de menores sometidos a abusos, o desaparecidos. Por eso la muerte de Gabriel, retransmitida «en directo», en horario de máxima audiencia, con las consabidas especulaciones y la siembra de morbo por parte de los medios, representa algo más que la tragedia de un asesinato canallesco. Es la prueba palmaria de que esto no puede seguir así, que hay que frenar esta inmundicia de una vez por todas, y que un Sistema incapaz de garantizar la vida de los inocentes, es un mal Sistema.
«Mujer, inmigrante y negra». Estos son los motivos de la catarata de insultos recibidos por Ana Julia Quezada en las redes sociales y a las puertas de los centros en que ha estado detenida, según Ignacio Escolar, un opinador contumaz que ha hecho de un sectario ejercicio buenista una profesión. Posteriormente ha intentado matizar sus palabras, aludiendo al crimen con una condena que, aunque posiblemente no fuera su intención, ha sonado «rutinaria» en comparación con la vehemencia con la que expreso su «trilogía» de motivos de la furia ciudadana contra la autora del asesinato de Gabriel.
Es lo que tiene el buenismo, sobre todo cuando se ha habituado a emplear el doble rasero: se le ven las costuras. Porque el buenismo, al menos el que conocemos por estas latitudes, siempre propende a tomar postura; aunque sea inconscientemente. Es su «naturaleza». Todo empatía, todo comprensión, pero siempre «unidireccional». El buenismo no deja de ser una impostura, una forma aparentemente depurada de hipocresía, pero chusca en el fondo. Otra particularidad del buenismo celtibérico es su acrisolada mentalidad inquisitorial, o si se prefiere, de comisariado político, siempre presto a colocar el sambenito a aquellos que considera heréticos, desviados de la corrección y la ortodoxia de cuya defensa se constituye por sí y ante sí, privilegiado depositario. Seguramente por eso, a Escolar también le asaltó la pulsión buenista y sin caer en la cuenta de que se puede «pecar» de «pensamiento, palabra, obra u omisión», ha terminado inadvertidamente por motejar de forma implícita, de «machistas, xenófobos y racistas» a la mayor parte de españoles (¡y españolas!), a todos aquellos que, hipersensibilizados con el siniestro desenlace, no albergan precisamente» bondadosos y comprensivos» sentimientos hacia la señora Quezada, a la que Dios guarde muchos años, a ser posible en la cárcel, y bajo estricta vigilancia, no sea que le dé por asfixiar a alguien… Porque teniendo en cuenta que, según Escolar, a Quezada se la insulta por ser «mujer, inmigrante y negra», los que así proceden deben ser por este orden, «machistas, xenófobos y racistas», aunque los insultos proferidos (o pensados), poco tengan que ver las más de las veces, con el sexo, la procedencia o el color de la piel de la autora del crimen, y por el contrario, vengan motivados por la inconmensurable vileza de sus actos. Es la consecuencia de erigirse en «policía del pensamiento», esa propensión tan cara a los autonombrados guardianes del buenismo y la corrección política; ellos saben mejor incluso que los propios interesados, lo que estos piensan, lo que sienten, lo que les motiva, y siempre están prestos a estigmatizar al prójimo y proclamar el camino recto, aquél del que nadie puede desviarse, so pena de incurrir en flagrante y automática excomunión de esa religión laica, de la que ellos y sólo ellos, son exclusivos y excluyentes sumos sacerdotes.
Con mayor profundidad (no era difícil), pero llegando a una conclusión igualmente disparatada, ha comparecido expresando su opinión sobre el asesinato, Luis García Montero, escritor, esposo de Almudena Grandes, y candidato por Izquierda Unida a la Presidencia de la Comunidad de Madrid en el año 2.015, elecciones en las que su formación cosechó un estrepitoso fracaso, perdiendo los trece diputados de que disponía en los anteriores comicios. En un artículo un tanto deslavazado y, por momentos, inconexo, publicado en InfoLibre, García Montero ha mezclado reflexiones que podemos compartir (incluso algunas coinciden con las expresadas en estas mismas líneas), con desatinos y dislates manifiestos, para concluir en una absoluta necedad.
Podemos estar de acuerdo, con matices, en buena parte de la crítica que hace del capitalismo, un Sistema que cuenta con «poderosísimos medios de control», que fomenta algunos de los más bajos instintos humanos en provecho propio. Igualmente, convenimos en la necesidad de «hacer posible una forma distinta de gobierno». En lo que no podemos establecer ningún tipo de concordancia es en su concepto antropológico de la naturaleza humana, una mezcla bastardeada de fragmentarios enunciados freudianos cogidos al vuelo con marxismo mal digerido, que le conduce directamente al exabrupto: «Todos somos Ana Julia Quezada», que así ha titulado el caballerete su artículo. Con un par.
Para sustentar su afirmación aduce dogmáticamente que la naturaleza humana contiene una duplicidad, bondadosa y malvada, y como el capitalismo «saca lo peor de nosotros mismos», un irresistible determinismo hace prevalecer la segunda, lo que nos lleva a estar predispuestos al mal, y de tal guisa, siguiendo su extravagante hilo argumental, llega al absurdo de intentar equiparar a la gente indignada que clamaba contra la asesina, con la propia asesina, pretextando que lo que buscaban era «venganza». Porque como en el fondo según su «teoría», somos «malos, malísimos», y el capitalismo nos hace aún peores, al final si se nos da oportunidad, somos como Quezada, o poco más o menos. Demencial.
Pues no. Si usted se siente Ana Julia Quezada es su problema y debería hacérselo mirar. Pero ni quienes indignados pedían a gritos un castigo ejemplar, ni el resto de españoles entre los que nos incluimos, tenemos que ver con la asesina confesa de un niño indefenso. Así pues, ni nos insulte, ni insulte nuestra inteligencia: ¡Ana Julia Quezada lo será usted!.
Y ya que hablamos de Ana Julia Quezada, muchas incógnitas quedan en el aire y difícilmente van a encontrar una respuesta adecuada. La información es censurada en ciertos ámbitos. Llueve sobre mojado cuando se trata de temas relacionados con inmigrantes…
La muerte de Gabriel, el estremecimiento que ha provocado en la conciencia de los españoles, la crueldad intolerable que ha rodeado el suceso, las reacciones espontáneas que ha generado y la necesidad de abordar de una vez por todas una eficaz protección de la población, con especial atención a los menores, abren una serie de cuestiones paralelas que se hace preciso abordar.
Descanse en Paz Gabriel. Y ojalá la tragedia de su muerte sirva para que tras la indignación y el dolor, se abra una brecha de serena pero resuelta reflexión, que nos haga entender la realidad de una sociedad y de un Sistema donde muchas cosas deben cambiar.