El ajedrez se ha puesto de moda, aunque nunca dejó de estarlo. Vuelvan a ver El séptimo sello, de Ingmar Bergman. «Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. /
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza /
de polvo y tiempo y sueño y agonía?» (Borges). La muerte, abanderada de la peste negra, es siempre la embajada plenipotenciaria de la divinidad.
Hojeando viejos papeles se me vino ayer a las manos este texto, escrito en Nairobi, allá por marzo de 1983… Viene al pelo. Me he limitado a añadir, casi a su término, un sustantivo.
«He cambiado, Señor. No soy el mismo de anoche a estas horas. Siempre tuve el ajedrez por asunto de caballeros. Hoy, de repente, he comprendido que se trata de una conjura, que estamos ante una maquinación abominable e intolerable. Cosas así deberían de prohibirse en las escuelas.
«La iluminación (o el conocimiento) se produjo cuando me senté a la mesa para teclear este articulillo. Alguien me había encomendado la noble misión de ilustrar y ponderar las ventajas del ajedrez, pero el viento propone y la vela dispone. Haré justamente lo contrario –mencionar las desventajas del presunto juego– y acto seguido me entregaré donde corresponda con la cabeza gacha. No quiero convertirme en cimarrón.
«Todos los jugadores de ajedrez se odian. Es natural: en las divinas alturas o en las honduras luciferinas se encendió esta guerra / cuyo teatro es hoy toda la tierra… En las honduras o en las alturas, dije, y no en el Oriente, como –equivocándose– supuso Borges. El ajedrez, Señor, ha dejado de parecerme un enigma para hombres: lo considero una trampa de demiurgos, vale decir, una mortífera metáfora (o quizá el ensayo general) de la creación del mundo, esto es de su destrucción. Dieciséis enemigos mortales –ocho próceres y ocho villanos– se asocian provisionalmente con el exclusivo propósito de desjarretar a otros dieciséis enemigos mortales provisionalmente asociados entre sí. Sólo un factor tienen en común los miembros de cada equipo: el tinte de la piel. Así comenzó el racismo. E incluso –lo que se dice un detalle, un toque de artista, una pincelada genial– Lucifer concedió a los blancos un privilegio minúsculo: el de moverse antes…
«Conque sea: jugada de peón o cabriola de caballo, y ábrase la lucha. Objetivo de ésta es que a su término no quede más de un títere con corona sobre la superficie del tablero. Cada pieza languidece en su casilla, o en la del vecino, aislada y acorralada dentro de un sarcófago geométrico cuyos límites sólo pueden traspasar los intrusos animados por instintos homicidas. Antropofagia, además o –si lo preferís– eucaristía, puesto que las piezas se comen, no se capturan ni tratan según las Convenciones de Ginebra, y –a veces– sacrificio inmisericorde y cruento: ese que llaman gambito.
«Sigamos. El Rey y la Reina viven (sin convivir) en habitaciones contiguas, pero incomunicables. Teníamos ya la guerra de los seres y la guerra de las razas: no ha de faltarnos tampoco la de los sexos, tal y como se manifiesta –cherchez la femme– en la persecución de la Dama. Si ésta cae, y puede hacerlo en dos (como mínimo) de los muchos sentidos de la palabra, que el Rey –su varón sin atributos– empiece a dar la corona por perdida. Los peones, a su vez, no son fijodalgos ni caballeros, sino pusilánimes terroristas que se cuelan por la fisura de la diagonal –la línea de los traidores– en el campamento enemigo. Los caballos saltan, sí, e inclusive caracolean, pero lo hacen de costadillo, como los rateros, y sólo para pisar espacios en los que no vuelva a despuntar la yerba. Difícil, por lo demás, resulta la confusión de las agresivas torres con fortines puramente defensivos, pues éstos gustan de permanecer desdentados e inmóviles, mientras aquéllas sacan los colmillos o las garras y embisten en derechura: la línea de los carneros, de las divisiones panzer, de los maremotos, de los aludes y del amok. Y quien, insatisfecho, busque otros tipos de guerras (la lucha de clases, verbigracia), seguro está de encontrarlos: ¿qué son los peones, sino chusma, cebo de cangrejos chatka y silvestre carne de cañón?
««««Dije que no había libertad y, manteniéndolo, me corrijo y añado que quise decir albedrío. Las reglas del ajedrez son unívocas, milimétricas y autocráticas: sólo permiten un movimiento –uno– que de verdad lo sea. Moverse, Señor, no es desplazar el cuerpo, sino mudar de espíritu. Y aludo, naturalmente, a la generosa posibilidad de que cualquier pieza de exigua monta se reencarne en Dama alcanzando las casillas más traseras del territorio enemigo… Pero, ay, cuando esa metamorfosis se produce (lo que sucede en muy contadas ocasiones), de poco sirve, porque el tablero es ya un campo de Agramante, la suerte está echada, derribado el honor y el tufo de cadaverina sube hasta los últimos rincones del palacio.
«Sí, metáfora de la creación del mundo: Brahma frente a Brahma, dos dioses o dos demonios de idéntico trapío que guerrean por poderes y así nos inducen a vivir. Nos inducen a vivir, y faltaría más, nos enseñan todas las asignaturas necesarias para ello: el ataque oblicuo, la deslealtad, la incomunicación, la astucia, la insolidaridad, la concupiscencia, el mordisco… Y la muerte.
«Abrevio, Señor, pero permitidme todavía un dato: cuando ésta sobreviene, no concluye la metáfora… Las piezas resucitan como zombis, los jugadores las devuelven a sus casillas –para poder sacarlas otra vez de ellas– y todo retorna a los Orígenes.
«De ahí que las ventajas de no jugar al ajedrez sean ni más ni menos que las ventajas de no venir al mundo. Pero el ajedrez, Señor, es voluntario, mientras que la vida, los virus y la guerra se nos imponen».
Jaque mate.