Globalización y Gobernanza neoliberal contra la Democracia

Liberalismo: las cuatro caras del enemigo

El liberalismo no es una ideología más, sino que constituye un “hecho social total” (Marcel Mauss). José Javier Esparza afirma que «el liberalismo ha venido siendo la derecha posible y probable, porque es la derecha moderna por excelencia.… En comparación con las otras ideologías modernas (el socialismo, el comunismo, los fascismos), el liberalismo ha demostrado ser la más eficaz, la más dúctil, la que más éxitos ha cosechado, la que mejor ha entendido el espíritu de su tiempo… El liberalismo es el pensamiento de una clase nueva, la burguesía, cuya aspiración primordial es la liberalización de la actividad económica, equivalente al reconocimiento de su estatus político en tanto que clase. Un origen «de clase» que permitiría explicar, entre otras cosas, por qué el liberalismo, en su dilatada trayectoria histórica, se presenta cada vez más como un pensamiento esencialmente económico. Y que, como veremos, termina significando que la única alternativa liberal al poder del Estado no es tanto el derecho de los ciudadanos (sus libertades) como el poder del Mercado… Esta visión economicista fue compartida también por el marxismo filosófico y el socialismo real, pero en ellos no existía un objetivo de limitación del poder del Estado. De ahí la falacia de la ecuación liberalismo=democracia». El enemigo principal de cualquier pensamiento comunitario, diferencialista e identitario es, sin lugar a dudas, el liberalismo (o el neoliberalismo, en su última fase histórica de la globalización, la del “todos contra todos” de Pierre Bourdieu), incluyendo su manifestación económica, el capitalismo o Forma-Capital, y su encarnación geopolítica, el Occidente angloamericano.

¿Estamos ante el fin de la historia profetizado por Fukuyama? ¿Constituye el capital-liberalismo el discurso mundial dominante? En efecto. Y, ¿existen otras vías ideológicas contrarias al liberalismo que, al mismo tiempo, resulten posibles discursivamente? Por supuesto.

El liberalismo es un bloque que debe ser tomado en su conjunto, aunque puede dividirse en varios planos: filosófico, económico, político y social. El liberalismo filosófico se fundamenta sobre un postulado antropológico erróneo: contrariamente a lo que mostró Aristóteles, los liberales parten del principio de que el hombre no es, por naturaleza, un animal social. La sociedad sería algo extraño para él. Para ellos, el individuo preexiste a los cuerpos y grupos sociales y se considera la única fuente de los valores que ha elegido. Así, se sitúa en el campo de la metafísica de la subjetividad. La sociedad no sería entonces sino la estricta suma de las partes que lo componen, a diferencia de la visión holística en la que el todo es mayor que la suma de las partes. Es el error de la antropología liberal “individualista”.

Consecuencia del supremo individualismo reinante, el interés individual debe ser constantemente maximizado. Para el liberalismo, en su dimensión económica (o anarcocapitalismo), el hombre no es un animal social, sino un homo œconomicus. El individuo se reencontraría así en una sociedad en la que busca su propio interés. Según Hobbes, ese interés consiste en “la guerra de todos contra todos”. Para Locke, este interés se caracteriza por la defensa de la propiedad privada. Los individuos, por lo tanto, se desprenden de algunas de sus prerrogativas para formalizar un contrato social entre ellos (el de Rousseau, por ejemplo). Por tanto, la sociedad no sería, para los liberales, más que un medio para defender sus propios intereses, y no un medio para concurrir juntos por el “bien común”.

El liberalismo es, pues, una concepción errónea de la libertad. Para los “antiguos” (o clásicos), la libertad se concibe como la capacidad de hacer, es decir de participar en la vida pública. Para los “modernos”, el individuo es libre de hacer o no hacer, en función de su interés. Por lo tanto, puede desprenderse –o desolidarizarse–, en cualquier momento, del grupo, si entiende que no es beneficiado. La libertad para participar en la búsqueda del “bien común” desaparece en favor del autogobierno y la autonomía del individuo. Adam Smith intentó demostrar lo contrario, que los liberales estaban preocupados por los intereses del grupo, al que contribuían indirectamente «Mientras los individuos sólo buscan su interés personal, ello a menudo funciona de una manera mucho más eficiente para el interés de la sociedad, como si realmente trabajaran para ella». En esta visión del mundo “el egoísmo es el altruismo”.

La sociedad, pues, se rige por las fuerzas del mercado (oferta y demanda) y su sacrosanta “mano invisible”. La competencia pura y perfecta es la clave. El laissez-faire (dejad hacer), que se transforma muy rápidamente en laissez-passer (dejad pasar), es el lema de la visión liberal. Así, la circulación de bienes, personas y capitales no debe sufrir ningún obstáculo. Las fronteras deben ser abolidas y el concepto de nacionalidad desaparece en favor de una ciudadanía universal. Todos los individuos devienen en seres cosmopolitas, desarraigados, intercambiables. Adam Smith resume esto simplemente: un comerciante no tiene nacionalidad, su patria cambia en función del lugar donde obtiene su beneficio. El liberalismo ha recorrido un trayecto que nos ha llevado desde la “economía con mercado” a la “economía de mercado”, hasta acabar en una “sociedad de mercado”, mientras que las comunidades tradicionales aspiraban a una “sociedad con mercado”. El Mercado es el nuevo Dios del capitalismo.

En el plano político, como es natural, los liberales han designado al Estado como enemigo. En la visión clásica de la sociedad, la función de mercado está subordinada a la concepción soberana y guerrera. Hoy en día, la economía ocupa el primer lugar. El Estado ha sido desnudado y se persigue su desaparición en beneficio de un mercado soberano. El economista Karl Polanyi decía que «la sociedad se gestiona en tanto que auxiliar de la economía». En política siempre existe una elección prioritaria sobre las demás, es decir, en primer lugar, que el “bien común” prevalezca sobre los intereses de los individuos. Pero para el liberalismo político, la administración de los hombres se convierte en la organización de las cosas. Las relaciones sociales se han mercantilizado, cosificado. Lo privado es siempre privilegiado sobre el público.

El “Estado protector” y garante del “bien común” fue destruido para convertirse en un “Estado mayordomo”. Sólo existe ya para garantizar las condiciones necesarias para el desarrollo del libre mercado. En ningún caso debe imponer un modelo y, mucho menos, una concepción del “bien común”, sino ocuparse nada más que de la “gobernanza” (un sistema oligárquico, antidemocrático y mundializado). Su neutralidad, a priori objetiva, es el origen del pluralismo político: cada uno reclamando que su verdad puede expresar la visión de la realidad. Esta concepción liberal conduce a la religión de los “derechos humanos”, erigidos hoy en principio universal. Nada es superior a ellos, ni siquiera la expresión de la democracia directa. El Estado se ha convertido en el mejor amigo del liberalismo. Y deja al mercado como “orden” espontáneo, autónomo y generador de una sociedad en la que los únicos vínculos son los contractuales y los beneficios, como una auténtica obra de ingeniería asocial e impolítica (gracias a su teórico Friedrich Hayek).

En definitiva, el liberalismo ha destruido la noción de “bien común”: cada uno puede dar rienda suelta a su libertad, siempre que no invada la de los demás. Nada, por tanto, puede legítimamente impedir que los individuos se empleen sólo en satisfacer todos sus deseos. El homo œconomicus tiene todo cosificado, reificado, mercantilizado. Charles Péguy señaló: «Todo el envilecimiento del mundo moderno deriva de haberlo sometido al hecho de que todo sea negociable más adelante».

El fenómeno “neoliberal” de la mundialización

La globalización (o “mundialización” como se denomina en los países francófonos) no es un fenómeno novedoso. Pero tiene raíces profundas. La globalización y el neoliberalismo parecen ser lo mismo. Sin embargo, un análisis exhaustivo permitiría, incluso, reconocerlos como fenómenos esencialmente distintos, pero paralelos. La globalización resulta ser un fenómeno histórico consustancial al capitalismo; mientras que el neoliberal es un proyecto político impulsado por agentes sociales, ideólogos, intelectuales y dirigentes políticos con una identidad muy concreta, pertenecientes –o al servicio– de las clases propietarias del capital en sus diversas formas. La convergencia de ambos procesos constituye la modalidad bajo la que se desarrolla el capitalismo en su fase actual.

Sin embargo, no pueden presentarse los fenómenos del capitalismo, el imperialismo, la globalización y el neoliberalismo como fenómenos independientes. Estas cuatro formas socioeconómicas no existen independientemente la una de la otra. El primero es un régimen económico, el segundo es la actitud y doctrina de dominio del primero, el tercero es la tendencia de los mercados en aplicación del régimen económico capitalista y de la apropiación del planeta por las multinacionales y corporaciones imperiales. Finalmente, el neoliberalismo es un proyecto de renovación del capitalismo que postula la reducción del Estado, en lo social y económico, a su mínima expresión.

Entre otros, los factores que caracterizan a la globalización, son: la expansión del sistema económico capitalista; la nueva forma de organización territorial y política del sistema mundial como proceso permanente (donde el Estado-nación es desplazado); el proceso de expansión de las empresas multinacionales y su peso específico en la producción mundial; el desarrollo de las comunicaciones y la rapidez con que transcurre la innovación tecnológica.

Si bien el proceso de globalización parece irreversible y, en muchos aspectos, independiente de lo que hagan los gobiernos, otra cosa es la ideología basada en la globalización, la ideología del free market, el neoliberalismo, eso que se ha llamado también “fundamentalismo del libre mercado”. El carácter neoliberal de la globalización, es decir, el sometimiento del proceso de producción, distribución circulación y consumo, al “fundamentalismo del libre mercado”, así como de la vida social a los valores del individualismo, se impone mediante un proceso político dirigido por la nueva clase dominante

Sin embargo, uno de los aspectos que los defensores neoliberales de la globalización utilizan con mayor frecuencia, de manera apologética y sin ofrecer confirmación alguna, es que la globalización, en su modalidad neoliberal, traerá consigo toda una serie de oportunidades igualitarias. Los hechos, sin embargo, indican todo lo contrario pues, hasta el momento, el proceso globalizador neoliberal en ninguna parte ha acarreado beneficios compartidos; en todo caso, ha mantenido y reforzado los aspectos esenciales del capitalismo –la relación de producción, por ejemplo, basada en la explotación del trabajo por el capital–, cuyo desarrollo desigual significa mantener y profundizar las diferencias sociales y regionales que él mismo crea.

En este sentido, Samir Amin advierte que «la expansión capitalista no implica ningún resultado que pueda identificarse en términos de desarrollo. Por ejemplo, en modo alguno implica pleno empleo, o un grado predeterminado de igualdad en la distribución de la renta». El propio Amin, encuentra la razón de la desigualdad en el hecho de que la expansión del capitalismo se guía por la búsqueda de la máxima ganancia para las empresas, esto es, sin mayor preocupación por las cuestiones relacionadas con la distribución de la riqueza, o la de ofrecer empleo en mayor cantidad y calidad.

El neoliberalismo comenzó a imponerse en el mundo a partir de una avasalladora crítica a la intervención del Estado en la economía. Asimismo, el brutal ataque contra el Estado de bienestar (ahora ya lo llaman “Estado de bienestaba”), emprendido por los ideólogos neoliberales en las décadas de los años 70-80 del siglo pasado, tuvo que ver con la conversión de los derechos sociales en servicios mercantiles que sólo pueden ser adquiridos en el mercado a los precios fijados por la ley de la oferta y la demanda. A tal efecto, se fortaleció la idea de que el Estado resulta ineficiente para producir bienes y servicios; por tanto, se defendió la idea de que únicamente los dueños del capital son capaces de reconocer correctamente las señales que envía el mercado y responder a ellas de manera eficiente, lo que garantiza, no sólo el uso más productivo de los factores de la producción, sino también la producción de los bienes y servicios socialmente necesarios, en la cantidad y calidad con que los consumidores los demandan.

De esta manera, se concluía: si el mercado todo lo resuelve y, además, lo hace de manera eficiente, el Estado nada tiene que hacer en la actividad económica, cuya forma natural de desarrollo se encuentra en el mercado, donde el equilibrio económico se alcanza sin necesidad de la intervención estatal. El desplazamiento del equilibrio entre Estado y Mercado en favor de este último, se ha reforzado con una pertinaz ofensiva en el terreno ideológico que, por un lado, “sataniza al Estado” y, por el otro, “exalta las supuestas virtudes del mercado” y su libre funcionamiento. Incluso, el sentido común neoliberal sostiene que siempre será preferible sacrificar la democracia al bienestar de la población (“el pueblo quiere comer y luego ser libre”), haciéndolas excluyentes y negando la posibilidad de alcanzar ambas, aunque nunca se expongan las razones de tal negación.

Finalmente, la imposición del neoliberalismo como la modalidad actual de la expansión del capitalismo requiere, también, la homogeneización cultural, es decir, para que la modalidad neoliberal avance es necesario eliminar las diferencias culturales y reconocerla como la única opción. En otras palabras, las costumbres, los hábitos e, incluso, las representaciones simbólicas de cada cultura diferencial deben desaparecer para asumir las únicas posibles, aquellas que nos permiten una actitud de pasiva aceptación de la globalización neoliberal: si la economía es global, también la cultura debe ser global.

Pero, ¿cuál es la clave de la nueva cultura única globalizada? Para empezar, el concepto de ciudadanía con el que la propia burguesía había igualado a todos (un ciudadano, un voto), ha perdido importancia frente a la noción de consumidor universal: en todos los continentes se consumen los mismos bienes y servicios ofertados y suministrados por empresas transnacionales. En otras palabras, se propone una nueva categoría socioeconómica, la de “consumidor global”. Al mismo tiempo, de grado o por la fuerza, los países empiezan a formar un conglomerado macrorregional donde se diluyen las identidades colectivas, nacionales y étnicas, lo que provoca el júbilo de los defensores de una cultura universal y cosmopolita, que denigran las culturas locales y tradicionales como una mera expresión limitada y provinciana.

La gobernanza neoliberal

La gobernanza liberal es un concepto de moda dentro de la ciencia política y constitucional de nuestro tiempo. Aparentemente, su aparición se debe al interés de ciertos grupos (clandestinos, no legitimados democráticamente) para buscar soluciones prácticas a la crisis de gobernabilidad de los Estados: las expectativas sociales de los ciudadanos y sus demandas al Estado han aumentado considerablemente y los recursos de éste para satisfacerlas han disminuido, lo que genera un importante grado de frustración y rechazo. Y bajo este pretexto crear las condiciones para una especie de “gobierno mundial en la sombra” que vele por los intereses de las grandes corporaciones empresariales. Las condiciones políticas y económicas que impone el régimen de la globalización, modifican los pilares sobre los que asentaba la acción gubernamental del Estado social: fin de la estabilidad del sistema financiero, crisis energética, abandono del sistema “Breton Woods”, generalización de los intercambios financieros y comerciales y ruptura del consenso social básico. En este contexto, la gobernanza liberal preconiza una redefinición del gobierno tradicional, en un sentido horizontal, donde las funciones del Estado tienen que plegarse ante el nuevo escenario económico y político global. Este escenario, de carácter provisional, requiere una intervención política guiada por los principios de eficacia, flexibilidad y especialización.

La gobernanza recupera una vieja idea liberal que había sido desechada tras la crisis del período de entreguerras: el mercado es una instancia de ordenación no sólo económica, sino también social. Esto no viene a significar, ni mucho menos, que el poder político estatal desaparezca de la escena, únicamente que modifica sus tareas convencionales, enfocándolas hacia la creación de simulacros de equilibrio y seguridad a través de una maquinaria estatal escasa pero a la vez efectiva y funcional. En las nuevas relaciones entre el Estado, la sociedad y el mercado, la acción gubernamental clásica, caracterizada por su verticalidad institucional, debe de transformarse en una gobernanza de tipo horizontal, que intente involucrar a todos aquellos intereses de los actores sociales (léase sindicales y no-gubernamentales), políticos (léase burocráticos) y económicos (léase empresariales), que gestionan la sociedad y la economía. La función clave no es tanto la redistribución de recursos, como la regulación de los problemas políticos y sociales que impiden el “progreso” y el “desarrollo”, lo que implica la formalización de un proceso decisorio dirigido a la mayor eficacia y rentabilidad del “mundo económico” y que debe realizar una simbiosis entre los poderes públicos y los privados.

Como ya hemos dejado entrever, la gobernanza tiene un sesgo fundamentalmente empresarial y trata de reconstruir una “especie de gobierno” a través de novedosas formas de elaboración, ejecución y control de las políticas públicas, que se inscriben en lo que se ha venido a denominar, desde el derecho constitucional norteamericano, como “experimentalismo democrático”. ¡Y tanto! El experimentalismo democrático se inspira principalmente en las prácticas organizativas de las empresas, prometiendo una institucionalización exitosa de los principios de evaluación comparada, ingeniería simultánea y control independiente, que permiten manejar mejor la volatilidad y la diversidad económica de los diferentes niveles del capitalismo global.

Para que esta maniobra sistémica tenga éxito es necesario que la responsabilidad gubernamental aparezca lo más dispersa posible. Aquí entra en juego el principio político, que no jurídico, de la subsidiariedad. Estamos ante un creciente e imparable movimiento de descentralización del poder del Estado, que ahora se reparte en niveles de intervención supranacional o internacional, con el pretexto de establecer una buena administración que pueda relacionarse mejor con la estructura social y económica que lo circunda. Se avanza de esta forma hacia un orden supraconstitucional, integrado por cuerpos intermedios de tipo corporativo (financiero, industrial, empresarial), donde la política retiene una función meramente escolástica de tutelar los intereses creados, fundamentalmente, en torno a la producción y la distribución mercantil, consiguiendo de esta forma relativizar la fuerza legitimadora de la soberanía y la razón constituyente que le son propias a la forma de poder constitucional.

El tercer y último pilar del proyecto de la gobernanza puede describirse de la siguiente manera: la dimensión conflictiva de la política que, en el marco del Estado moderno, adquiría relevancia en la vieja dialéctica entre mayorías y minorías y en la institucionalización de los cuestionamientos de orden político que pudiesen revelar su propia desintegración normativa, es abandonada en favor de un presunto “consenso” y del tan cacareado diálogo (ésta es la tesis “deliberativa” de Habermas). La inclusión de criterios trascendentes y culturales a la hora de establecer los fundamentos de una comunidad política, hace imposible que la cultura “global” mayoritaria pueda identificarse con las culturas políticas nacionales.

Las viejas fronteras políticas del Estado decaen ante esa nueva forma de soberanía: el imperio global, que se conforma por el entrelazamiento de una serie de organismos supranacionales, unidos por la lógica del dominio que caracteriza al complejo institucional, empresarial e intelectual de la economía global. Para evitar la heteronomía del principio democrático, la participación política ciudadana debe de acoplarse al nuevo espacio territorial e institucional donde las decisiones políticas son materialmente adoptadas.

En la teoría, la paulatina disociación entre la soberanía constitucional y el nuevo complejo institucional derivado de la regionalización internacional, no implica el cuestionamiento del principio representativo como fórmula para organizar y legitimar la voluntad del sistema. Sin embargo, en la práctica, los nuevos espacios para la acción política logran flexibilizar la unidad y la coherencia del poder constitucional, que hasta el momento se encargaba de proyectar y legitimar el principio representativo, lo que facilita la inserción de la lógica del liberalismo económico y refuerza la necesidad de establecer nuevos métodos para vincular a los ciudadanos con la voluntad normativa del sistema global.

Las innovaciones en tecnología de comunicaciones y la expansión de internet, en el marco de crecientes demandas de transparencia pública y de fiscalización de la gestión gubernamental, amplían el acceso de los ciudadanos a la información. Se está en presencia, cada vez más, de una “democracia digital” presuntamente a salvo de las manipulaciones de las corporaciones políticas y económicas tradicionales: mientras la democracia representativa e incluso la democracia directa poseen como rasgo común una participación intermitente de los ciudadanos, la democracia participativa digital es una forma de democracia continua. Esto es lo que nos quieren vender los demagogos de la mundialización. Ese ficticio experimento de democracia participativa propone la aparición de nuevos protagonistas para ejercer la acción política. El sujeto de la transformación política reivindicada por la gobernanza ya no es la el pueblo, la ciudadanía o la clase social, auténticos protagonistas de la política democrática de la modernidad, sino un amplio abanico de corporaciones y organizaciones macroeconómicas, lobbies financieros,, confederaciones políticas, grupos de presión, organizaciones no-gubernamentales, organizaciones sindicales y empresariales, etc., en fin, una plétora de grupos sin un pensamiento básico común pero unidos y movidos por una perspectiva ideológica de conjunto en cuanto al objetivo: un capitalismo global sin límites.

La popularidad de la gobernanza es algo notable, habida cuenta de sus implicaciones potencialmente adversas para la democracia: un gobierno compartido entre autoridades democráticamente electas y otras que no lo son, genera muchos interrogantes, como también los genera la idea misma de unos actores que tienen esa capacidad de gerencia mundial, como también la idea de la responsabilidad y rendición de cuentas en la gobernanza, muy claras cuando se trata de actores gubernamentales, en cuyo caso deben rendir cuentas a los poderes constituidos y a sus ciudadanías, pero que son prácticamente inexistentes cuando se trata de actores privados.

Las implicaciones de la gobernanza potencialmente adversas a la democracia fueron señaladas desde el principio por algunos de sus proponentes. Así, R. Rhodes reconoce que «hay un obvio conflicto entre los principios de la rendición de cuentas en una democracia representativa y la participación en redes que pueden ser abiertas sin estar formalmente sujetas a la rendición de cuentas… Las redes interorganizacionales ya se han extendido y proliferado. Esta tendencia no ha sido debidamente reconocida, aun cuando tiene implicaciones importantes, no sólo para la práctica del gobierno sino también para la rendición de cuentas democrática. La gobernanza, como conjunto sistémico de redes autoorganizadas, es un reto a la gobernabilidad (governability) porque las redes devienen autónomas y resisten al gobierno central; están llamadas a convertirse en el primer ejemplo de gobernar sin gobierno».

El concepto original de gobernanza importado del mundo anglosajón es equivalente a lo que aquí llamamos gobernanza liberal. La tradición liberal anglosajona, defensora de las libertades, derechos y garantías de los individuos, partidaria de un Estado con funciones limitadas, recelosa del excesivo intervencionismo gubernamental en la vida y las actividades de las personas, se refleja con claridad en el concepto de gobernanza, tal como ha sido promovido en los últimos años por pensadores neoliberales, partidos y gobiernos afines a la tradición liberal, y también por algunos organismos multilaterales del mundo occidental. Dicho metafóricamente, el fenómeno de la gobernanza registra el debilitamiento del poder estatal nacional, que toma el nombre tan llamativo de “vaciamiento del Estado” y registra a su vez el fortalecimiento de los poderes económicos supranacionales e internacionales.

El principio de la gobernanza de cuño liberal es sencillo: a mayor desarrollo o autonomía de la sociedad económica, menor posibilidad del gobierno para gobernar la sociedad por sus propios medios, y, como corolario, mayor necesidad de incorporar a los poderes macroeconómicos en el proceso directivo de las sociedades: los gobiernos nacionales abandonan su antiguo papel de mando universal para asumir el nuevo papel de agencia de coordinación de los poderes socioeconómicos.

Para los neoliberales, en esta suerte de “trade-off” o juego de “suma cero” entre el poder estatal y los poderes económicos, el debilitamiento del primero es un estado deseable de los asuntos públicos, toda vez que la sociedad económica posee suficientes reservas de energía y capacidades para salir adelante y prosperar por ella misma, reservando al gobierno el papel más bien modesto de agencia de coordinación de los nuevos poderes.

La gobernanza global es una propuesta compleja y con muchas variantes, pero sus principales características no son tantas: descentralización de los poderes gubernamentales, transferencia de facultades a agencias internas o externas, contratos en red, promoción de la calidad, la planificación estratégica y otros paradigmas de la cultura corporativa empresarial, empleo de mecanismos de mercado o cuasi mercado, flexibilización de la fuerza de trabajo, evaluación del desempleo y, quizá la característica más importante, conceptualización del ciudadano como cliente/consumidor.

Sobre estas premisas, la gobernanza de cuño liberal, o nueva gobernanza, es un paradigma promovido activamente hoy en todo el mundo. En su versión más moderada, se limita a la transferencia estructural de facultades a diversos tipos de agentes, tanto dentro del propio gobierno como de la sociedad civil, incluidos los organismos no-gubernamentales y las empresas privadas. En su versión más radical no se limita a la sustitución del Estado-centro por el Estado-coordinador, sino que plantea la completa privatización de la gobernación, según la fórmula de “gobernar sin gobierno” a la que se refería Rhodes, quien veía en las redes interorganizacionales autoorganizadas la primera expresión de esta tendencia. Gobernar sin gobierno, por supuesto, es una fórmula que desborda incluso los marcos del liberalismo, tanto del clásico como del neoliberalismo; su primigenio referente filosófico ya no sería John Locke, sino más bien Friedrich Hayek.

Ciertamente, la utopía de una “democracia universal” nos reenvía nuevamente al mundo de las elecciones, las consultas, los refrendos, la participación ciudadana, el federalismo comunitario, los partidos, los políticos y los gobiernos que gobiernan y no sólo coordinan, es decir, a todo aquello que es más o menos cuestionado, o rechazado, por el modelo de la nueva gobernanza. Tal vez debamos volver la vista, precisamente, a la política a través de un sentido clásico de lo político.

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