Histerocracia (II)

Nuevo paradigma del sujeto transformador de la sociedad…

Quién piensa hoy en “la clase obrera” como agente revolucionario? ¿Quién cree realmente que en estos tiempos, tal como Marx, Lenin y todos los teóricos del socialismo científico sostenían, el proletariado es la vanguardia dirigente de los trabajadores en la lucha de clases, ante cuyos intereses estratégicos deben quedar supeditados los del resto de sus aliados en la batalla contra el capital?.

Hace un par de años, un antiguo compañero (en otro tiempo camarada, hoy reconvertido al socialfeminismo pedrosanchista o algo así), me decía: “Cómo nos engañaron… Nos hicieron creer que el sujeto protagonista de la revolución era esa excrecencia de la burguesía, sin sustancia común, que es la mano de obra industrial, un conglomerado de gente desenraizada sin apenas capacitación profesional que están deseando dejar la fábrica para volverse al campo”.

La inquina de mi amigo contra la noción idealizada del “buen proletario” era más sentimental que racional, desde luego, como si le doliese en el alma que los modélicos, robustos, valerosos proletarios que exhibía la iconografía marxista de nuestra juventud, hubiesen resultado al final incapaces de ponerse al frente de la revolución, apoltronándose, más entusiasmados por el fútbol que por la asamblea de fábrica y la huelga general. Frustrados los antiguos ideales, la respuesta emocional y psicológica que parece más sencilla es desacreditar a quienes los encarnaban.

Sin embargo, pensaba yo que si la teoría marxista erraba en la caracterización del proletariado como clase hegemónica en torno a la cual debía articularse la lucha anticapitalista y construirse la nueva sociedad redentora de la humanidad… ¡Entonces fallaba todo el entramado, todo el sistema, desde la primera a la última premisa!

Claro está que la experiencia histórica (eso que algunos obcecados, los que todavía “llevan el muro de Berlín en sus cabezas”, llaman experimento), demostró de manera dramática hasta qué punto la ilusión de un proletariado dominante en sociedades de economía planificada, con propiedad estatal de los medios de producción y ejercicio efectivo de la “democracia obrera”, conducía de manera inexorable a la dictadura de la burocracia imperante en el partido, con sus naturales consecuencias liberticidas y, por supuesto, el reparto equitativo de la mayor miseria que han conocido las naciones europeas desde la revolución industrial burguesa, a finales del XVIII. Ejemplos quedan en el mundo, no muchos por fortuna, de aquella aberración denominada “dictadura del proletariado”. El grado de indignidad y pobreza al que han llegado estos infelices países no empece que algún que otro iluminado continúe defendiendo sus supuestos “avances” y su “resistencia al imperialismo” y, en fin, todo ese discurso antiguo y roñoso, de una moralidad de sala de interrogatorios, que empezamos a detestar hace cuarenta o cincuenta años y que hoy día sólo convence a dos clases de personas: las que tiene pocas luces y las que viven de ese cuento, que las hay. Allá cada cual.

El problema se presenta, históricamente, cuando en los partidos de la izquierda, de inspiración obrerista, así como en los sindicatos, se produce la sustitución (acaso suplantación), del viejo modelo del buen proletario consciente y coherente con la enorme responsabilidad histórica que en teoría compete a su clase social, por una serie de sectores de extracción pequeño burguesa, mucho más ágiles intelectualmente, más capacitados para la lucha interna por el poder en aquellas organizaciones y con mejores perspectivas de conseguir votos en unas elecciones.

No olvidemos que la sustitución del sujeto revolucionario supone el cambio de métodos para la toma del poder y transformación de la sociedad. Del insurreccionalismo al parlamentarismo hay un paso importante: ya no se trata de tomar el Palacio de Invierno sino de conseguir mayorías que hagan posible el cambio por la vía pacífica, democrática y, a ser posible, legal.

Poco a poco, inevitablemente, la política anticapitalista de los partidos y sindicatos fue mutando hacia una lucha sectorial, vinculada a los intereses de cada segmento específico, todos con el mismo rango estratégico y la misma importancia táctica. De tal modo, la lucha de los obreros de las fábricas por conseguir mejoras laborales, evitar despidos, etc, se nivela con las reivindicaciones vecinales, las movilizaciones campesinas, las protestas de los trabajadores autónomos, el clamor de feministas, homosexuales, transexuales, etc, por la igualdad de derechos; así como de las mujeres divorciadas, las parejas de hecho, los ecologistas de todo color, los empleados públicos de cualquier sector, los transportistas, las minorías religiosas, los parados, las mayorías religiosas, los jubilados, los consejos escolares, el alumnado tanto colegial como universitario, los inmigrantes, los dependientes de comercio, los empleados de banca, los accionistas del Popular y los perjudicados por las preferentes, los ejecutados hipotecariamente, los que compraban sellos al Forum Filatélico… Todos. El núcleo proletario y el objetivo histórico común se disgregan al tiempo que las raíces de la protesta se multiplican y atomizan hasta impregnar cada partícula de la sociedad. Todo el mundo tiene algo que reivindicar.

El resultado: una sociedad instalada en permanente estado de queja, sin propuesta de organización global alternativa (tampoco olvidemos el fracaso de los experimentos en los “estados obreros”), que exige a los gobernantes dos cosas simultáneas y, como parece demostrado, imposibles de verificarse al mismo tiempo: que el sistema funcione y que todos estemos a salvo de los inconvenientes de ese mismo sistema.

Así, con este método de “quitar aquí para tapar allá”, han ido capeando la situación las clases dirigentes y los partidos tradicionalmente aferrados al poder, en Europa y el mundo occidental. El cambio del sujeto transformador, el giro en la perspectiva estratégica, la reversión de objetivos (del Estado Obrero y El Socialismo Democrático al Estado del Bienestar), así como el anhelo un tanto pueril de un presente y un futuro “cómodo para todos”, convirtió la acción política, tanto por parte de la derecha como de la izquierda, en algo maleable, ajustable, negociable conforme a los intereses difusos, cambiantes, cíclicos, de la nueva mayoría social a cuyo beneficio se gobierna: la pequeña burguesía.

Los pomposos declamados de algunos sociólogos e historiadores sobre “el fin de la historia”, en el fondo se referían a este fenómeno tan doméstico, de una simplicidad de peluquería de caballeros, esas donde se lee la prensa deportiva y se habla de mujeres: las clases medias son mayoritarias; y como resulta que tal conglomerado no tiene un proyecto común de sociedad ideal, la historia queda desprovista del atributo que el marxismo le había concedido tradicionalmente: tener un sentido, una meta, un devenir inevitable que se denominaba, por su nombre “científico”, “fase superior del comunismo”. Por desgracia para quienes sufrieron la puesta en práctica de esta teoría (la “fase superior del comunismo”, definida por el principio distributivo de “a cada cual según sus necesidades”), les tocó soportar la fase inferior de la infamia, el expolio de la riqueza de sus naciones a mayor lucro de la “vanguardia del proletariado”, es decir, el partido y sus burócratas; la pobreza y miseria espiritual para los sumisos y la cárcel, a menudo la muerte, para los disidentes. Al final, los estados obreros, las democracias populares, las repúblicas democráticas que se mantuvieron en Europa hasta hace apenas dos décadas, sólo consiguieron ser lo que no podían dejar de ser: estados policiales organizados sobre el adoctrinamiento y la represión, concebidos para producir bienes que servirían a la doble causa del intercambio en la zona de regímenes afectos y el enriquecimiento escandaloso de las tiranías dirigentes en aquellas desgraciadas sociedades.

Ese es el destino natural de toda civilización desarrollada pero inerme ante sus contradicciones, que entrega su tutela moral y planificación económica al Estado todopoderoso. El linchamiento y sacrificio de muchos millones de personas en aras del experimento no fue, en esencia, una cuestión de comunismo vs capitalismo/imperialismo, sino la expresión y consecuencia de un quiebra dramática: la de la confianza y voluntad de una civilización en seguir siendo (2).

Nunca hay vacíos de poder, ni tierras de nadie. Cuando una sociedad renuncia a sí misma, alguien tomará el Estado, el poder y lo que apetezca de esa sociedad vencida. Cuando los visionarios de la revolución logran convencer a las masas, es porque la derrota ante la historia ya se ha producido. La revolución no crea, nunca, un mundo nuevo. Se conforma con improvisar una chapuza, utilizando los escombros del pasado y la mano de obra desmoralizada de quienes fueron devorados por la renuncia al futuro.

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… y nuevo paradigma del cambio social.

El proletariado no tiene patria, afirmaron siempre los teóricos y activistas de la izquierda clásica.

La pequeña burguesía, tampoco.

La diferencia entre un enunciado y otro se encuentra en que “el proletariado no tiene patria” es expresión de un anhelo internacionalista, una concepción de los avances histórico-estratégicos de esta clase social como tarea que involucraría a toda la humanidad en su gran marcha hacia la liberación. Que la pequeña burguesía, mayoritaria, hegemónica entre las clases trabajadoras, no tenga patria, es fenómeno que entraña menos grandilocuencia y del que se deducen consecuencias menos tremebundas. Significa, por lo sencillo, que el ideal social del buen pequeño burgués, en el que todos estarían más o menos de acuerdo, es una vida apañadita, sin sobresaltos, articulada en torno al bienestar familiar, con empleos estables y bien retribuidos, hipotecas baratas, escuelas donde las madres y padres de los alumnos tengan voz y voto en todos los asuntos docentes y, además, se apruebe a los críos por portarse bien; poder cambiar de coche cada cuatro años, veranear en algún sitio agradable, que se les atienda sin dilación cuando se ponen enfermos y que el premio gordo de la lotería caiga siempre muy repartido.

Sospecho que Marx se equivocaba. El proletariado sí tiene patria. Quienes no tienen patria son la burguesía y el capital. Y si a estas alturas necesitásemos argumentar la última afirmación, todo sería muy triste.

Quien tampoco tiene patria, seguro, es la pequeña burguesía, esa clase social que no es sensu estricto una clase social sino una amalgama de segmentos y grupos engarzados de distintas maneras al sistema productivo, con intereses que a menudo confluyen con los de la clase obrera, en otras ocasiones con la mandamasía burguesa, y en determinadas circunstancias entran en conflicto con ellos mismos, su núcleo soluble de posiciones débiles, sujeto con pinzas a la realidad por el voluntarismo paleocristiano de individuos diluidos en el pasmo de la historia.

Como son mayoría y, por lo general, ejercen el poder político, la apariencia del mundo occidental civilizado es la de una gran resaca tras una fiesta que nadie vivió. Un lío. Una empanada de bondad y mala leche, egoísmo recalcitrante y solidaridad ruidosa. Lo mismo se indignan que les toca la primitiva; un vaivén de feria y fiestas patronales que van desde la noria nacionalista a la euforia revolucionaria, pasando por la primera comunión de la niña y las vacaciones románticas en Cancún. El mundo es fofo y feo porque en su manifestación cotidiana lo manejamos nosotros, los benditos pequeñoburgueses; si hay algo que nos define es que, en efecto, somos feos, fofos de principios, dispersos de intereses y mudables como una bolsa de Mercadona en un vendaval.

La pequeña burguesía, hasta hoy, no ha aspirado a dirigir la sociedad sino a que alguien la administre en su nombre, conforme a esos débiles intereses comunes que no cohesionan con mínima solidez a los diferentes sectores que la integran, pero en los que, generalmente, van a ponerse de acuerdo. Por otra parte, el que la inmensa mayoría de los políticos, en todas las instancias del poder, provengan de esa extracción social, ha facilitado esta entente histórica entre las clases medias y sus dirigentes institucionales y/o partidistas y sindicales. De tal forma, en el transcurso de las últimas décadas se ha ido generando una ideología oficial “de buenas personas”, lábil por naturaleza pero seductora por su simplicidad, que integra el cuerpo teórico de lo que Alain de Benoist denomina el “Pensamiento Único”. Lo políticamente correcto e ingenios afines se nutren de la “ideología de género”, la neolengua “no sexista” y “antiracista”, el “antibelicismo” y otras chapuzas cristianoides de honda raíz moralizante, las cuales, precisamente por serlo, por la presunción de autoridad y superioridad ética de la que parten, no han tenido reparo en postularse como ideario obligatorio. De hecho, los grupos de presión más activos en los sectores más montaraces de esta nueva clase dirigente, consiguen con frecuencia convertir en ley sus severas convicciones morales; esto último supone una concesión del Estado que nunca merma los privilegios reales del poder real, de los auténticos dueños de la sociedad, pero que mucho incomoda a quienes descreemos de esta ñoña e infantilizada avalancha de pensamiento buenista, la nueva religión y el credo incontestable de “los pequeños burgueses horrorizados ante los abusos del capitalismo”.

El ideal pequeño burgués, decíamos, era vivir a sosiego sin necesidad de alterar el sistema, anhelo fundado en la confianza de que los administradores del mismo sistema, los políticos y gente “influyente”, eran “de los suyos” y gobernaban pensando en ellos, su sagrado bienestar.

Pero sucedió que la fuerza tranquila hasta entonces del sistema, el capitalismo explotador al que todos suponíamos adormecido, satisfecho con sus ganancias y sin irritarse demasiado por el ripio de los impuestos, sufrió una evolución interna que nadie había sabido prever. El fenomenal escándalo de Lheman Brothers (en conjunción con otros factores íntimamente relacionados con la especulación financiero-inmobiliaria en los USA), alcanzó a todos los países de economía de libre mercado, llevó a la ruina a innumerables entidades financieras y crediticias, empobreció de golpe a centenares de miles de familias y, lo más grave de todo, puso en evidencia el rasgo más temible de esa transformación del capitalismo: su base de beneficios ya no se nucleaba en torno a la producción de bienes, la actividad fabril basada en la inversión de capital y medios de producción y atendida por mano de obra más o menos cualificada y más o menos bien pagada. El capitalismo había ascendido un peldaño en su maquinaria extractora de beneficio para, curiosamente, retomar un antiquísimo y eficaz método que los estudiosos conocen como “modo de producción asiático”. No me refiero con esta definición a la tendencia a trasladar los centros de producción de las grandes corporaciones a países del oriente, para ahorrar en costes de materiales y salarios. El modo de producción asiático es otra cosa. Se trata, en esencia, de organizar el mercado sobre el monopolio político (el poder despiadado, de ahí lo de “asiático”), de los medios de producción necesarios para la elaboración de bienes. Históricamente, estos medios eran el agua, las semillas, la tierra, la licencia para la forja de herramientas y construcción de maquinaria…

Alertados por la necesidad de frenar el crecimiento de China como imparable potencia capitalista, cuyo único punto débil es la dependencia energética, e inspirados por la descomunal acumulación de capital proveniente del comercio de petróleo, sobre todo el crudo obtenido en los países del Golfo Pérsico (tradicionales aliados de los USA en el negocio), el capitalismo ha decidido recambiar su original naturaleza productora por la nueva índole especulativo-financiera. Lo importante ya no es fabricar mucho y vender mucho (modelo chino), sino controlar la producción y comercio del petróleo (modo asiático) y disponer de mucho dinero, aunque sea dinero contable, no físico, inflacionista, sin más consistencia que su capacidad especulativa, para mantener sujetos a los mercados y, de paso, amargar la vida de los infelices sometidos al sistema.

Se acabó el bienestar porque el bienestar se paga con dinero, y los Estados, al igual que los particulares, recurren al mercado de la deuda cuando necesitan dinero. Ese mercado, en 2008, se vino estrepitosamente abajo; y al día de hoy se encuentra, digamos, demasiado fiscalizado. Ya no pueden acudir nuestros gobiernos alegremente a colocar deuda, toda la que haga falta, para pagarla al interés que sea, y de esta manera conseguir liquidez que permita mantener el gasto sin fin del bienestar social. Ahora la deuda es asunto muy delicado, medido, milimetrado y supervisado, examinado con lupa para que no sobrepase los límites de “riesgo” y las restricciones de endeudamiento dispuestas por la Unión Europea.

Se acabó el sueño de una sociedad feliz donde el trabajo y el capital convivían pacíficamente porque, entre ambos, existía la benévola mediación de una clase política muy apta para la tarea de convencer a los ricos de que se desprendan de una parte de su opulencia, repartirla entre los menos ricos a través de sanas políticas de atención a la ciudadanía, y, de esta forma, garantizar la paz social. Todos contentos. Pero ese sueño, decíamos, se acabó.

Como consecuencia del desastre, hay un cambio extremo en la forma en que la mayoría social percibe sus condiciones existenciales por relación al sistema:

-El capitalismo ya no es un mal menor, casi neutro, soportable y en la práctica neutralizable gracias a “las políticas sociales” y otras ventajas obtenidas por los intermediadores políticos en quienes todos confiaban. El capitalismo pasa a ser un monstruo despiadado, insaciable, que se alimenta con inusitada codicia de la miseria y el sufrimiento de la población.

-El sistema bancario, rescatado con el dinero de todos para que pudiese seguir funcionando y que el crédito no quedara asfixiado durante décadas, ya no es el amable componedor que prestaba dinero en condiciones favorables, financiaba a la pequeña empresa, la compra de inmuebles, el consumo familiar, etc. Ahora los bancos son sanguijuelas, bandas de ladrones organizados gracias a una legalidad que consiente sus fechorías, desalmados que ejecutan los créditos hipotecarios, dejan a las familias en la calle y son responsables morales de que algunos ciudadanos se hayan quitado la vida, por no poder atender sus deudas, haber perdido su casa y dramas parecidos.

-En el caso de algunas comunidades autónomas, Cataluña como ejemplo meridiano, todas estas desdichas derivadas del batacazo de 2008 tienen un culpable añadido, del que es preciso desprenderse si se quieren tener mínimas posibilidades de remontar la situación: España. “España roba a los catalanes”, como si no sufrieran ya bastante expolio por parte del sistema. Cómo unos políticos que siempre ha formado parte de ese perverso sistema, muy activos al frente de un gobierno autónomo especialmente estricto en recortes del gasto social, han sido capaces de ponerse al frente del movimiento independentista, consiguiendo que muchos de sus conciudadanos crean lo que dicen, constituye de por sí una maniobra tan pintoresca que es muy difícil encontrar en la historia moderna de España un caso parecido de desfachatez recompensada. Más adelante dedicaremos un par de páginas a este asunto.

-Por último, los políticos. No importa a qué partido pertenezcan, si son de derechas, de izquierdas, centristas… Da lo mismo. Son todos sufren la presunción de ser unos corruptos. “La casta política”, incapaz de gestionar un flujo razonable de medios dinerarios y servicios hacia la población (por la sencilla razón de que el dinero se ha esfumado y los servicios se pagan, justamente, con dinero), dejaron hace mucho de ser nuestros “representantes” para convertirse en nuestros enemigos, una “casta extractiva” que vive opíparamente instalada en sus privilegios, endogámica, incompetente, ociosa, despilfarradora, ignorante e insensible hacia los males de la ciudadanía. Cuantos más casos de corrupción política, agios, chanchullos, nepotismos, prevaricaciones y corruptelas son descubiertos y llevados ante la autoridad judicial (a menudo con espectaculares despliegues policiales), más se consolida la presunción popular de que nuestra clase política está básicamente integrada por una panda de sinvergüenzas y saqueadores.

A la vista de semejante panorama, la previsión de cambios sociales decisivos que resuelvan el atolladero en que se encuentran las clases medias, ha cambiado necesariamente su perspectiva. Por mera lógica, el discurso se radicaliza.

Ya nadie confía en llegar poco a poco, en sosegado avance del progreso, la racionalidad, el igualitarismo y el desarrollo integral de los derechos humanos, a una sociedad justa y equitativa, tanto en sus leyes como en su realidad efectiva.

El mensaje socialdemócrata sobre la posibilidad de construir un mundo casi perfecto mediante reformas paulatinas y prudentemente graduadas, interesa cada vez a menos personas. No digamos el discurso liberal sobre la garantía de igualdad de oportunidades, la recompensa a los mejores, primar el esfuerzo y el trabajo sobre cualquier otra consideración, etc.

A la socialdemocracia se la contesta con la evidencia: dos siglos de “poco a poco” nos han conducido a este erial. Al liberalismo, se le rebate con una sencilla argumentación: ¿Quién, en su cabal criterio, puede creer en la igualdad de oportunidades, cuando vivimos en una sociedad que, estructuralmente, determina que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres? Hablar de igualdad de oportunidades, del valor del esfuerzo y el trabajo (quien lo tenga), es un mal chiste, hoy, en España.

¿Qué alternativas quedan, entonces? Parece claro que una parte significativa de la población está decidida a “romper la baraja”. Empezar de cero. Cuestionar la jefatura del Estado hereditaria, la vigencia de la Constitución de 1978, la ley electoral, la organización territorial del Estado (y, por tanto, el alcance y modo de ejercer la soberanía nacional), las relaciones con la Unión Europea, las condiciones de integración en la “zona euro”… Todo conduce a lo dicho: repensarlo todo y comenzar de cero.

Por supuesto, nadie negará a nuestros conciudadanos su derecho soberano a, efectivamente, restablecer las bases mismas del Estado sobre un modelo distinto al actual. El problema surge, según el humilde criterio de quien redacta estas páginas, cuando nos detenemos a reflexionar y nos damos cuenta de que, se mire por donde se mire la cuestión, siempre se llega al mismo tope en la posibilidad real de efectuar transformaciones reales: no es el Estado, sino el sistema lo que no funciona, quien hace infelices a las personas, genera desigualdad e injusticia y nos condena al perpetuo lamento de nuestra condición de esclavos de la libertad.

Se puede formular el Estado de cien maneras diferentes sin que el sistema, el modo de producción capitalista en su versión del siglo XXI, altere lo más mínimo su esencia y sus mecanismos de dominación sobre las masas. Pensar entonces en soluciones drásticas, una ruptura esencial con el pasado en búsqueda desaforada del control sobre el futuro (y aquí sólo caben dos propuestas nítidas: para unos, la revolución; para otros, la independencia), sin tener perfectamente definido y asumido cómo se va a transformar el sistema sobre el que medra y se asienta el denigrado Estado, parece una enorme temeridad.

El dicho popular nos remite a “librarse del fuego para caer en las brasas”. La sabiduría del mundo clásico aconsejó a Odiseo amarrarse al mástil y taponar con cera los oídos de sus nautas antes de acercar la embarcación que comandaba a los roquedales donde se escuchaba el canto de las sirenas. La actitud y determinación de librar este envite al “todo o nada”, ya digo que extendida entre mucha gente segura de no tener nada o casi nada que perder, contraviene desde mi punto de vista todo lo aprendido tras dos siglos y medio de contestación al sistema burgués; pues parece necesario decirlo, se trata de eso y nada más, ni menos: asaltar el imperio planetario de la burguesía, una clase social que en el siglo XVIII se decía revolucionaria y hoy organiza la miseria en todo orbe conocido.

Tanto los teóricos expertos en dinámicas sociales como la experiencia histórica nos advierten de que, cuando se anhela y planifica un cambio esencial, estructural, en los modos de articulación y ejercicio del poder, es preciso tener bien presentes y con mucha claridad definidas tres cuestiones elementales: qué queremos, cómo lo vamos a hacer y cuál es la relación de fuerzas; es decir: con quién contamos para hacerlo y qué posibilidades hay de que la concienciación de nuestros partidarios no se quiebre ante las primeras dificultades.

Sobre esto último, y para concluir el capítulo, me remito de nuevo a una anécdota que creo ilustrativa al respecto. Cuando en 2010 el gobierno de José Luis R. Zapatero anunció la reducción del 5% del sueldo de los funcionarios públicos, así como la supresión de una paga extraordinaria, un buen amigo, profesor de instituto, escritor, novelista, poeta y crítico literario, hombre de edad no provecta pero sí lo suficientemente madura para no asombrarse ya de nada y no desesperarse por nada, me telefoneó, “horrorizado” por el ambiente que esa mañana había presenciado en la sala de profesores del centro donde él impartía clases de literatura. Me dijo: “Lo malo no era la indignación general, el desánimo, la furia mezclada con la depresión colectiva… Lo malo era que todos ellos, mis compañeros, daban impresión de haber sido expoliados en lo más importante de sus vidas. Si les quitan un trozo de salario, un porcentaje de su dinero, se lo quitan todo. Los desposeen de lo único que tienen y que merece la pena. Eso es lo que les acaban de robar: su razón de ser y estar en el mundo. Todo”.

No voy a ponerme en plan suficiente, ni se me ocurriría comentar y mucho menos analizar aquellas palabras de mi amigo, de por sí tan desazonantes como clarificadoras. Me limito, de nuevo, a citar un dicho popular, recomendando a los partidarios del “todo o nada” que se detengan cuanto sea necesario en su significado verdadero: “Con estos mimbres, mal cesto haremos”.

 

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