II concurso de relatos: No me llaméis Pocholito

II concurso de relatos: No me llaméis Pocholito

Publicamos el vigésimo cuarto trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso

Título: No me llaméis Pocholito

Pseudónimo: Maxbestrella


Querida hija, y creo que, como sabes, es la primera vez que te llamo así, porque desde que naciste, te fui poniendo nombres de ocasión: te llamé “tomatito”, porque llegaste al mundo de un rojo intenso, como todos los semáforos que me salté esa noche del 19 de Febrero de 1996, y duró el mote mientras fuiste una piel roja y yo un “carapálida” del largo invierno madrileño; luego te llamé: Cuco (por “cuquiaio”) que era tu forma de decir: “cumpleaños”. ¡Cuquiaio feeliiis!, cantabas mientras se me caía la baba sin que me importara; tenía más.

De algunos apelativos ya me he olvidado; pero el que cuajó, y uso hasta hoy, es el que ya conoces: Pocholo, por una publicación que encontramos en la Feria del Libro de Madrid. Tenías 5 años y el cuento se llamaba: “No me llaméis Pocholito”; nos reímos mucho esa mañana, mientras te inyectaba el veneno de los libros, disfrazándolo de paseo solariego de padre de fines de semana salteados.

Es curioso; una de las pocas bazas que pude meter en tu existencia, fue la de elegir tu nombre (nunca comprendí bien esa prebenda) y resulta que he desaprovechado el único e inesperado privilegio), ya que tu madre se adueñó de ti desde el minuto uno y sólo tomé decisiones, imponiéndome, que no es mi natural, cuando creí ver amenazada tu salud y desconfié de la “seguridad” osada de una madre tan primeriza como yo padre.

Tu madre siempre fue una mujer de sólida personalidad, laboriosa y excesivamente inclinada a controlarlo todo; de hecho es ocioso que te lo diga porque te independizaste de ella a los 18 años, y tengo una ligera idea del porqué; somos tú y yo, digamos, de un registro menos pragmático y soviético; pelín más latino, ácrata y pasional .

Estuve enamorado de ella, fue mi amigo de escalada, mi amor, el cómplice para salvar y alimentar animales abandonados y la mejor compañía para los rigores de esa naturaleza silvestre que nos unía y alentaba. Parafraseando a Fernando Aramburu en la deliciosa obra: Autorretrato sin mí diría: “…no es sólo que la quisiera, además, me caía bien”.

Andando el tiempo, y supongo que desandando el amor, comenzó la transformación de Jekyll en Hyde; fue mutando hacia ese estado natural de muchas mujeres, que las hace tener vocación de metástasis y termina, como en todos los casos en que el hombre no es un tirano ni una bestia parda y violenta, en la situación habitual expuesta por un ignoto y sagaz opinante: “La mayoría de los hombres casados, vive en casa de su esposa”

Como muchos otros maridos dejé hacer, por tener la fiesta en paz y me di cuenta de mi error cuando percibí que si iba a haber alguna fiesta, yo no estaba invitado, y que si habría de tener paz, estaba vinculada a la cesíon de las últimas reservas de mis aborígenes vitales.

Quentin Crisp, un atípico personaje inglés de los setenta (hoy sería un pacato), escribió una frase lapidaria: “Love is for a while, alimony, is for ever”*, y a ello me vi abocado durante una década, hasta que la crisis me llevó tan lejos y empobrecido, que ni merecía una querella.

Nunca me habías oído criticar a tu madre ni contarte mis desavenencias con ella; no podría porque fue una madre excelente, y el aspecto conyugal era cosa mía. No es que vaya por la vida de magnánimo; yo también tengo lo mío, como seguramente, también habrás notado.

Me perdí varios años de tu vida, por eso me sorprendió que en el reencuentro, te viera hacer cosas que nunca te había enseñado; actitudes austeras, manías reconocibles y un espíritu tirando a indómito, que finalmente ejerciste con arrojo, abandonando el hogar materno diez años antes de que lo hiciera yo del mío en un país y un tiempo lejanos. 

Tienes tanta mezcla de sangres: andaluces, árabes, asturianos, vascos, italianos, eslavos e indígenas americanos, que cuando hablo de ti, siempre digo que eres de pura raza, de pura raza humana.

Heredaste mi baja estatura y un lirismo irritante para los cánones de una eslava; mis ojos castaños y un aire cimarrón del que no recuerdo haber hecho proselitismo en los fines de semana alternos de tu tierna infancia. Sin embargo, allí está, y no te oculto que siento un orgullo absurdo por ello.

Sé que será muy difícil sortear los efectos de ese paréntesis de años en que no pude darte mi visión del mundo adulto, no ya como padre, sino como individuo, ni evitar la mella que hubiera podido hacer en tu educación casi exclusiva (desprendida de algún natural  comentario tendencioso) el encono en que acabaron los que más te han querido sin pretender más de ti, que crecieras sana y buena.

Hay dos generaciones entre tú y yo, por eso hemos terminado siendo cautos al elegir los temas; nos hemos tirado de los pelos a la distancia por la lógica divergencia de pareceres entre una mujer de veinticuatro años y un señor de sesentasiete que está más cerca del arpa que de la guitarra. Ambos suponemos tener razón, pero somos condescendientes porque sabemos, yo por experiencia y diagnósticos y tú por intuición, que no hay tiempo para batallitas intergeneracionales.

Estamos construyendo con ladrillos faltantes, y cada hueco debiera ser un respiradero; y si somos, yo sabio y tú generosa, se oxigenará la sangre amorosa que llegue, quizás, a recuperar los miembros tullidos de nuestro cuerpo común. Te quiere: 

Papitísimus                                                                                                                         

* El amor, es para una temporada, lo que es para siempre, es la pensión por alimentos.

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