II concurso de relatos: Tú

Publicamos el duodécimo trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso

Título: 

Pseudónimo: Octave Lapize


Conviene, querida hija, que esta carta sea manuscrita. Para que adviertas los cambios, las tachaduras, los giros, la falta de sintonía en su elaboración… para que descubras, en suma, las debilidades de esa figura a la que, todavía, sitúas en un inmerecido pedestal. 

Yo nací dos veces. La primera hace, ahora, casi cincuenta años, cuando tu abuela, recia y fuerte mujer de las de antaño, aguantó al pie del cañón (de su cañón, que era el cuidado y el mimo de su esposo, sus hijos y el celo desmedido por la pulcritud y la limpieza del hogar familiar) hasta romper aguas y llegar in extremisal hospital. 

La segunda, quizá la de mayor responsabilidad, cuando la comadrona, después de lavarte, hacerte llorar y comprobar que respirabas, me pidió que te tuviera pegada a mi pecho para trasmitirte mi calor. 

Créeme. Noté cómo el mundo se resquebrajaba por completo, dividiendo, con una línea imaginaria pero perfectamente visible, el pasado de un presente y futuro en el que, como si de las tablas de la Ley se tratara, se bruñía un único y exclusivo mandamiento: “No fallarte jamás”.

Ahora, que ya puedes leer esta carta con esa ausencia de candor. Ahora, que ya has descubierto que tu padre es falible, que llora en los entierros de sus allegados, que tiene miedo de ser el causante de ese plañir, que desconoce prácticamente casi todo, que sus respuestas son menos sólidas y precisas, que recurre siempre a tu mejor criterio… Ahora, digo, cuando ya puedes enternecerte al ver que no soy más que quien te dio la existencia, pero tan limitado como cualquiera en este juego de azar que llaman vida, puedo confesarte mi mayor error. 

Yo, querida hija, yo, el idiota de tu padre, quería tener un hijo. Así me dignaba de pregonarlo a los cuatro vientos y bravuconeaba y sacaba pecho sobre lo bien que iba a enseñarle a jugar al fútbol, a adiestrarle en el noble arte del boxeo e inocularle la pasión por la fiesta brava. Porque tu padre, hija, ha sido, y sigue siendo, un bobo de manual, demasiado esclavo de su retórica alambicada y tremendista. 

Pues bien, aquella madrugada (gustaste de demorarte en el tercio, casi tras dieciséis horas de empujones y paradas, de suspiros y fluidos sanguinolentos y malolientes… desconfía de quien te retrate el alumbramiento como un cuento de Disney), mientras imaginaba que me mirabas recostada en mi pecho, aunque seguro que buscabas la protección umbilical de tu madre, en ese instante, todas las reglas del juego mutaron, incluso el juego en sí, y, como en una suerte de orbitar modificado, el universo (mi humilde y antes ególatra universo) pasó a rendirse ante tu tierna y recién llegada presencia. 

Nadie te entrega un carnet de padre. Es una profesión en la que se aprende con la práctica y fruto de ese malhadado sistema de ensayo y error (confío en que mi ejercicio te haya irrogado los mínimos daños posibles). Cuando te observo ahora, una adolescente con el arrojo y la seguridad que ofrecen los contadores de primaveras que aún no han alcanzado la veintena, descubro en ti algún gesto en el que me reconozco, alguna manía, alguna filia, una expresión recurrente, la influencia de algún autor o cantante. Y me culpo, por no haber sabido educarte en la mayor de las libertades y neutralidades, evitándote transitar por parajes que, egoístamente, yo consideraba adecuadas o correctos. 

Si has llegado hasta aquí, en esta compleja sucesión de vivencias aceleradas y plasmadas en el papel, habrás adivinado que el motivo de esta misiva no es más que el de pedirte perdón. 

Ser tu padre es, está siendo, la mayor responsabilidad a la que, jamás, me hube de enfrentar en esta vida. 

Y, volviendo a cometer esos errores que antes señalaba, no me resisto a insinuarte el último consejo: ama con toda tu alma, entrégate y disfruta de ese sentimiento inaudito, pero exige la mayor de las reciprocidades. Apura la vida como si hoy fuera el último día. Nunca permitas que nadie se conduzca contigo de modo inapropiado. No soportes, ni toleres lo que no desearías sufrir en tus propias carnes. Si han de odiarte, que lo hagan con la pasión más desaforada. 

Ah, se me olvidaba. Continúa mintiéndome… diciéndome que soy el mejor padre del mundo. Aprecio que tu frase es errada pero el simple sonido en tus labios vuelve a trasladarme a los ojos de aquella niña recién nacida que me enfrentó al más bello reto jamás imaginado. 

Tu padre, que te quiere.

ps: Mi última, y mayor, confesión. Me hubiera gustado ser la mujer que tú eres (en la que, a buen seguro, te convirtió tu excepcional madre).

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