Izquierda valiente y derecha tolerante

Izquierda valiente y derecha tolerante. Jorge Álvarez Palomino

La no investidura de Feijóo trajo pocas sorpresas, porque el guión del fracaso del PP estaba escrito desde hacía tiempo y solo se vio aderezado por la teatral renuncia de Sánchez a salir al escaño, encargado a Óscar Puente que despachase al líder popular como quien manda al bedel a echar a un pedigüeño insistente. Pero como todas las grandes maniobras parlamentarias son un escaparate para que los partidos arañen su parcela de foco público, el debate permitió escuchar algunos discursos interesantes. Especial atención merecen unas palabras de Gabriel Rufián, pronunciadas en flamante catalán con traducción simultánea. Como espetó el portavoz de ERC: “El grado de calidad de una democracia se mide por el grado de tolerancia de sus derechas y por el grado de valentía de sus izquierdas”.

La sentencia es verdaderamente sintomática del pensamiento político de la izquierda actual. Generosamente, Rufián admite que en una democracia de calidad puede haber cierto pluralismo político y hasta concede que pueda existir una derecha que coexista con la izquierda. Sin embargo, este pluralismo no es simétrico, porque a cada una le corresponde una virtud diferente. La izquierda debe ser valiente y la derecha tolerante. El reparto de funciones, por lo tanto, está muy claro. En una “democracia de calidad”, la izquierda debe ser propositiva y la derecha, meramente receptiva; la izquierda debe liderar y la derecha, limitarse a seguir; la izquierda debe atreverse a ir siempre un paso más adelante, y la derecha debe ceder siempre un paso más atrás. El marchamo de calidad de una derecha democrática, por tanto, es que sea dócil y sumisa a los postulados de la izquierda. Lo que se quiere, en resumen, es una derecha invisible, que no moleste. Ya que tiene que estar allí, parece decirnos Rufián, por lo menos que no estorbe.

Esta lógica, aunque enunciada por el portavoz de ERC, es compartida por todo el espectro de la izquierda española, que siempre ha estado convencida de que es la única fuerza legítima. El esquema histórico-político progresista es lineal y teleológico: entiende la Historia como un camino predeterminado que avanza hacia una sociedad cada vez mejor gracias al Progreso (aunque nunca sepa fijar la meta final de ese camino). Esta mentalidad obviamente lleva implícita la concepción maniquea de la sociedad. La izquierda es la que permite avanzar a la sociedad hacia esa meta, y la derecha es un lastre o un obstáculo que solo sirve para impedir o retrasar el progreso. Por eso, para la mentalidad progresista, la derecha no aporta nada útil a la sociedad, no se puede negociar nada con ella ni alcanzar acuerdos mutuamente benéficos, porque no es una fuerza política legítima con objetivos divergentes pero respetables, es solo una rémora, una piedra en el camino. Lo mejor que puede hacer la derecha es quitarse de en medio, para dejar que la sociedad continué su marcha salvífica hacia el Progreso.

¿Pero qué pasa si la derecha no se aparta sumisamente y deja paso a la marcha triunfal de la izquierda? ¿Y si, por algún casual, la derecha tuviese la osadía de plantarse y de intentar perseguir un programa propio diferente del de la izquierda? Si, con Rufián, aceptamos que una derecha verdaderamente democrática es aquella tolerante, la respuesta es evidente: una derecha que no cede, una derecha intolerante, es automáticamente una derecha antidemocrática. Diríamos más, es incluso fascista. Esto explica que cada vez que la derecha intenta, aunque sea tímida y respetuosamente, llevar la contraria al último postulado de la izquierda, se la acuse de estar atacando a la democracia. En esto el separatismo tiene mucha experiencia, pero también Pedro Sánchez se ha acostumbrado a identificar toda discrepancia contra su gobierno como un ataque a la esencia misma de la democracia.

Rufián plantea las virtudes como dicotómicas, lo que quiere decir que para que el sistema funcione no solo basta que la izquierda sea valiente y la derecha tolerante, sino que cada una no puede ser lo contrario. La derecha no puede ser valiente, porque entonces no cedería ante el Progreso, pelearía por sus propias ideas e intentaría defender un modelo alternativo de sociedad. En este sentido, que la derecha tolerante implica automáticamente que debe ser además cobarde. Tolerar implica no resistir.

Más interesante aún, la izquierda no puede ser tolerante, porque ello implicaría que transige con el enemigo, que acepta frenar la marcha del Progreso, que se acobarda. En una “democracia de calidad” la izquierda valiente necesariamente debe ser intolerante con todo aquello que se oponga a sus objetivos. Esto ayuda a entender el extraño concepto de tolerancia que manejan habitualmente los progresistas. La tolerancia, para ellos, no es una virtud recíproca, sino unidireccional, que se ejerce siempre desde la derecha hacia la izquierda, pero nunca al revés. La sociedad tiene que ser tolerante con la inmigración, con el Islam, con el aborto, con la homosexualidad, con la transexualidad, con las lenguas regionales, con el separatismo o hasta con el terrorismo etarra… Es decir, con todo aquello que la izquierda apoye en cada momento. Pero en cambio, nunca debe ser tolerante con quien cuestione estos dogmas. Cualquier opinión que frene la marcha del Progreso puede y debe ser cancelada. Esta asimetría de la tolerancia explica que el gobierno pueda excarcelar a los golpistas catalanes a la vez que detiene a quienes rezan el rosario delante de un abortorio.

Puede que no todos lo reconozcan con la misma claridad que Rufián, pero esta es la mentalidad común de toda la izquierda. Su visión política parte de la exclusión automática de cualquiera que se les oponga como “antidemocrático”. Mientras no se entienda esto, la derecha española está condenada a seguir buscando en vano “socialistas buenos” con los que pactar. Pero más grave incluso es que buena parte de la derecha española ha asumido esta mentalidad y se afana en demostrar lo tolerante que es, ya sea enarbolando la bandera arcoíris, defendiendo la inmigración o aplaudiendo el aborto, con la esperanza dócil y sumisa de que ser reconocidos como una “derecha democrática”.

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