A modo de disculpa preventiva, tengo que decir que, como muchos otros, puedo sentir el aparente consuelo que nos da la memoria de momentos mejores. A cualquier escala, de la más íntima a la mayor. Todos podemos sentir esa necesidad de recordar momentos en que la existencia fue mejor. Es humano. Y nuestra memoria, además de experiencia, está llena de recuerdos sin aparente utilidad práctica, pero que constituyen el núcleo duro de nuestra vida. Por ello la nostalgia no es extraña, forma parte de nosotros.
De hecho, debemos ser realmente la única especie que se resiste a olvidar y ha llegado a diseñar infinitas formas de mantener la memoria de aquello que nos es propio. No nos vale con tener el recuerdo en nuestra mente, necesitamos más. Y por ello hemos llegado a mantener la imagen de los nuestros en pinturas y fotografías o manteniendo joyas, mechones de pelo, prendas y toda clase de objetos. Creo que queda clara nuestra naturaleza. Necesitamos recordar siempre. Quizás, en parte, porque nuestras vidas en muchos momentos se nos hacen cuesta arriba y nos falta el aire. Y en ese momento, la mejor pausa para recuperar el aliento, puede que sea recordar momentos más agradables. Es lo más natural. No se puede decir que el avance del tiempo lo haga todo mejor.
De hecho, mi concepción de avance no entra en ninguna lógica progresista. En absoluto considero que el «progreso» sea una ley natural y que todo avance en el tiempo conlleve progreso alguno de forma inherente. Pueden existir dinámicas, es cierto, pero pueden ser tanto de progreso como de decadencia. Hay muchos momentos en la historia, tanto a nivel social como personal, en que avanzar en el tiempo lo único que hace es afianzar una dinámica. Se puede empeorar tanto como mejorar. Siempre se avanza, la cuestión es que no siempre en la dirección positiva.
Y suele ser cuando caemos en barrena que la nostalgia aparece con más fuerza. Es ciertamente natural, como ya he dicho. Por mis orígenes familiares puede que comprenda muy bien esa tendencia a añorar aquello que nos es ausente, es posible. Pero la cuestión es que la nostalgia tiene dos vertientes antagónicas, como tantas cosas en la vida.
Lo más corriente es que aquella nostalgia que nos invade cuando todo decae y es destruido, sea nuestra propia perdición. Añoramos, sentimos la perdida, queremos volver a aquel momento, queremos recuperar lo que nos falta. Nos oponemos al dolor del presente y contra la decadencia, pero sin posibilidades. ¿Por qué? Porque aspiramos a regresar a una sombra que ya no existe. Es humo de un antiguo fuego. Son restos, memoria. Pero no quedan llamas para calentar el presente, únicamente un ligero olor que nos recuerda que un día hubo hogar. Hablamos de una nostalgia que nos reconcome y nos enfrenta al presente, pero en una batalla perdida de antemano. Una añoranza ciertamente peligrosa. Pero hay algo peor que caer en esa trampa emocional. Y es el acabar engañándonos para creer que siempre se vive en el mejor presente posible.
Nuestro presente se parece exageradamente a una uña encarnada. Si, el dedo permanece ahí, pero inflamado y ensangrentado. En permanente estado para empeorar su situación ante cualquier actividad. Y, lo peor, con unos doctores diciéndonos que no es para tanto porque el dedo permanece en su sitio, no hay que ser dramáticos porque no ha tenido que ser extirpado. Es más, sosteniendo tales doctores que podríamos aguantar incluso más inflamación y pus. «Un poco de infección es normal». Esa es nuestra realidad. Una sociedad encarnada, seriamente inflamada e infectada. Pero nuestros médicos sostienen que es normal. Incluso podemos tolerar algo más de dolor. Principalmente porque hablamos de doctores que no querrán sajar y sanar. Hablamos de curanderos esperándonos impacientes con una dosis de morfina para poder alargar nuestra patología lo más posible.
Es normal añorar un pasado que parece, en comparación, idílico. Nadie está a salvo de la nostalgia. Especialmente cuando estamos incrustados en la decadencia y no es especialmente difícil de ver.
Pero se trata de no caer en tal añoranza tan propia de Jorge Manrique de «cualquier tiempo pasado fue mejor». En el pasado hubo de todo. Ciertamente, muchos momentos mejores. Tampoco es difícil, vivimos unos tiempos tan infames como infumables en una obra dirigida por lo más paupérrimo que se nos podía poner a la cabeza. Pero, también, hubieron tiempos peores.
Por ello, aunque entiendo y puedo llegar a compartir tal añoranza, no comparto el ideal de «el regreso a nuestro mejor momento». Es imposible regresar. Aquellos «mejores tiempos» no volverán. No solamente a nivel social, tampoco a nivel personal. Aquellos preciosos y valiosos momentos en que todo era perfecto, forman parte de nuestra memoria, nada más. No se puede regresar a ellos ni crear los mismos momentos de nuevo. No es pesimismo, es ley natural. No podemos volver a nuestra infancia ni a ningún otro momento. Tampoco podemos devolver a nuestra sociedad a aquel idílico momento que añoramos. Pero si que tenemos que saber que el recuerdo y la nostalgia de momentos mejores nos muestra otra ley natural. Lo que he llamado añoranza como fuerza vital.
No podemos recuperar aquello que hemos perdido. Pero podemos utilizar la referencia y la fuerza de aquellos momentos en que fuimos felices para que sirvan de base para otro período de bonanza y esperanza. No podemos reconstruir ni recuperar el pasado, pero el pasado nos ofrece la motivación para construir algo nuevo y, también, bello. No será lo mismo, es cierto. Pero puede que ser tan bueno o mejor. La cuestión es saber qué queremos construir y emplear todas nuestras fuerzas en ello con la referencia de otros que, antes que nosotros, hicieron lo mismo. Y son aquellos buenos tiempos construidos por otros, los que recordamos con morriña. También por eso nosotros no podríamos crear lo mismo. Porque somos otros. Los mismos, pero otros.