Me sigue sorprendiendo, tras muchos años, lo feo del arte contemporáneo. Lo cual es un síntoma de no ser de clase acomodada, lo sé. Soy de aquellos restos de la desdichada y masacrada clase media que sigue buscando la belleza y un valor positivo en el arte y la cultura. Personas que, por instinto natural, seguimos admirando lo bello y lo virtuoso. Y, también, porque seguimos imitando los antiguos patrones de una clase alta que ya no existe. Nos hemos quedado atrás, aunque no puedo decir que sea algo negativo.
Antaño la aspiración de clase era también aspiración cultural. Era el deseo y, por lo tanto, la imitación de las formas culturales de las clases superiores. Y esas clases altas siempre fueron reserva y mecenas de unas formas culturales basadas en la virtud y la belleza. Y así fue excepto en periodos de decadencia como el que vivimos.
El siglo XX lo cambió todo. Trajo la clase media, altos niveles de bienestar, más recursos, desarrollo económico, cultural y, ante todo, mayores oportunidades en el acceso a la cultura, antaño reservada a un sector minoritario y elitista.
Pero en el siglo XXI las clases superiores siguen controlando con mano de hierro el aparato cultural. No es extraño, al final, que los hijos y nietos de censores y burgueses se hayan convertido en toda clase de creativos que de una forma más «simpática» y aparentemente progresista, mantienen a las clases populares apartadas lo más posible de su cultura. Y eso se repite hasta en los advenedizos y en sectores más sutiles como el gastronómico. Muchos están familiarizados con esa muestra de supuesta hipocresía del famoso cocinero Dabiz Muñoz. Nombre punkerizado que, con fachada de antisistema, es un leal siervo y a la vez parte de tales élites. De ahí se entiende esa supuesta «incoherencia» entre sus afirmaciones sobre cómo alimentará a sus hijos y las campañas que protagonizó para una famosa cadena de comida rápida. Pero no es incoherencia, es lo que tales clases hacen con respecto al populacho. Para los apestados, el alpiste con mejor marketing para que estemos contentos. Y para los miembros del grupo, la mejor alimentación y experiencia gastronómica.
Así sucede que a la plebe se nos ofrecen sucedáneos muy vistosos y fáciles de digerir por parte de creativos que jamás permitirían que sus hijos disfrutasen de tales «manjares». Programas de cocina de supuestas jóvenes promesas y famosos, talent shows de todo tipo. Deben crear la sensación de estar ofreciendo cultura y refinamiento cuando únicamente ofrecen entretenimiento y mantener una posición cultural baja. Para tales menesteres y dinámicas España es un país muy avanzado. La distancia cultural entre las clases superiores y las clases populares es abismal. Algunos lo achacan a viejas dinámicas de desigualdad. Y no lo niego parcialmente, pero la democracia no ha contribuido a corregir tal brecha. Únicamente en apariencia y no en los últimos años. Porque tener millones de universitarios no rompe esa brecha. Es una cuestión de clase y de cuna. No es lo mismo haber dormido en una litera debajo de tu hermano, mientras tu madre leía a Juan del Val, que el hogar que hace 70 años tenía la Biblia en primer plano en una enorme biblioteca y ahora tiene lienzos abstractos y el último libro progre de un autor neoyorquino que mezcla a Chomsky con Horkheimer. Para eso sirven en España los premios Planeta, para mantener a la gente en su puesto.
Al final, con toda la democratización y accesibilidad de la antaño alta cultura, la cultura sigue en manos de los mismos. Y los descendientes de aquellos que clamaban «8 horas de trabajo, 8 horas de descanso, 8 horas de instrucción», están muy ocupados con toda clase de programas del corazón, fútbol y series pretenciosas en alguna plataforma de streaming. La actitud infantil ha prevalecido, pues una vez conseguido el juguete, nos hemos olvidado de él y volvemos a los patrones de siempre.
Los tiempos cambian, pero insistimos en comportarnos igual. Puede que hubiera un tiempo en que se imitaba a los señoritos del cortijo, pero luego nos trasladamos a la urbe para interesarnos por la vida de esos mismos señoritos en reportajes de revistas. Y algo más adelante comenzamos a consumir toda clase de programas de televisión sobre los escarceos de esos mismos clanes. Y ahora vemos series creadas por esas mismas élites especialmente para nosotros. Debemos identificarnos con ellos, querer imitarlos, creer que estamos en el mismo lugar, pero estar en una posición completamente pauperizada, sin capital cultural, económico, ni influencia. No aprendemos.
Todo, es cierto, lo encuadro en dos esquemas teóricos. El primero y más notorio, en Bourdieu, que sin ser un autor que aprecie, se muestra más que relevante y acertado para la situación cultural y social española. El capital cultural en España sigue monopolizado por los de siempre y, es más, la distancia de dicho capital entre clases ha aumentado en lugar de disminuir. La democratización y mayor accesibilidad nos han hecho un flaco favor, pues la tendencia del mundo español humilde ha sido la de ignorar cualquier refinamiento cultural al saber que tal oportunidad está abierta.
Y por otro lado nos han ofrecido una enorme y creciente maraña de material pseudocultural muy atractivo y fácilmente digerible. ¿Para qué visitar parte del Patrimonio Nacional en Madrid si tenemos el musical del Rey León? ¿Para qué intentar leer el Quijote si tenemos a Sonsoles Ónega?
Todo ello lógico, como ya he dicho, pues el capital cultural sigue monopolizado por los de siempre, como el económico, simbólico o social. Pero lo monopolizan y, también, lo definen. Pueden construir una especie de cultura de baja estopa para mantenernos lejos bajo pretextos de mercado y mientras intentar redefinir la propia noción de alta cultura para distanciarla aún más. Así obtenemos tales esperpentos de amantes y compradores de arte abstracto. Arte difícil de comprender para gente como nosotros, a menos que entendamos que no es más que una evolución vanguardista para seguir identificándose entre ellos -sin entrar en el tema del blanqueo de capital- y distanciarse de esas hordas horribles e iletradas que en un borrón vemos, simple y llanamente, un borrón. Y eso me lleva a dejar a Bourdieu para entrar en la segunda parte del marco que utilizo.
Al tener tal sector de la población, la posibilidad de definir y redefinir la propia noción de alta cultura e, incluso, la cultura de masas, la evolución que sigue para separar aún más ambas puede desarrollar tendencias de decadencia o de auge cultural. Y pareciera ser que vivimos el primer caso.
No quisiera entrar en los parámetros de aquello llamado «Entartete Kunst» en el alemán original o, en español, arte degenerado. No es mi intención. Ni es la categoría que me parece más acertada ni la teoría que sostengo, aunque tienen elementos centrales en común.
La decadencia cultural más general se plasma o, peor, se revela tempranamente en las formas que toma la alta cultura que ya he mentado, no solamente en la cultura de masas. Puesto que ambas son definidas por el mismo grupo, no sería coherente una decadencia de la cultura de masas en pleno ascenso del mayor refinamiento cultural. Incluso cuando los autores de ambas intenten distanciarlas, es difícil que una caiga en barrena mientras otra logra las más altas cotas.
El arte abstracto más «innovador» es la tendencia a reducir el arte a esa maltrecha palabra que es «provocación» y, por lo general, no es más que esperpento y grotesco. Horror y generación de rechazo. No se trata de apreciar la belleza, el dominio técnico y académico. Ahora todo se resume a ocurrencias de difícil explicación y más complicada comprensión que se tapan las vergüenzas con el término «abstracto» y el amor de las clases altas por las «vanguardias».
¿Qué son las vanguardias? Los primeros, los líderes, la avanzadilla. Vaya, las élites. Así que todo aquello llamado arte y cultura de vanguardia les corresponde y les supone una forma de sublimación de su capital cultural actual. No se trata de una forma cultural novedosa. Las vanguardias no tratan de avanzar o innovar, tratan de romper y crear una categoría de cultura distintiva para la clase dominante. La cultura clásica y académica comienza a perder peso, pues siempre se corre el peligro de que la gran accesibilidad a la misma, produzca «incursiones» de individuos indeseables. Para eso se necesitan las vanguardias culturales. Porque, al final, hasta un desarrapado puede disfrutar de la belleza del arte clásico. Hasta un albañil puede decidir visitar El Prado. Pero solamente un grupo muy concreto y selecto puede encontrarle sentido alguno a un garabato sobre un lienzo o a la cocina molecular. Las personas corrientes y molientes nos sentimos estafadas y decepcionadas por pagar cifras absurdas por una espuma con gases. Y eso es lo importante, porque no asistimos a tales lugares por sernos impropios y, de esta forma, quedan reservados a quienes esas formas culturales les resultan propias. Vaya, que son espacios «working class-free», que es lo importante.
¿Cuál es el problema? Si es que tal actitud altiva y endogámica no fuera ya suficientemente nefasta. Y es lo que podemos llamar ya decadencia cultural. Y es que al buscar tal grupo redefinir la alta cultura a base de eso que he llamado vanguardias, se rompe una larga trayectoria de alta cultura basada en el refinamiento académico, técnico y el virtuosismo.
Una vez rota esa trayectoria, cualquier esperpento de nula virtud puede convertirse en alta cultura si para el populacho se muestra incomprensible. Así resignifican el arte desde la búsqueda de la belleza, la perfección y el virtuosismo hacia la provocación. Y aquello que llaman provocación siempre acaba degenerando en causar incomprensión, estupor o, incluso, repugnancia. Nada construido sobre tales cimientos puede suponer una mejora en aspecto alguno. No hay nadie que pueda vivir rodeado de lo absurdo, lo grotesco y la fealdad sin serias secuelas. Y tales secuelas refuerzan la dinámica. Pero, peor aún, al ser ya parte del habitus de las élites que definen la cultura, se acaba trasladando a la cultura de masas en forma de los subproductos que diseñan para nosotros. No es difícil entender que ello explica la relación que puede haber entre la perturbadora degeneración escatológica de los dibujos animados y la cultura que les resulta propia a sus creativos. O la propia evolución de la industria cinematográfica occidental. Poco guión pero mucha ideología, inclusividad y polémicas fuera y dentro de la pantalla. ¿Qué es eso? Efectivamente, provocación. Poco o nulo contenido pero que genera debate y sensaciones, por lo general, negativas.
Gran parte del cine actual son personajes destruidos, tristes y traumados, con carencias de todo tipo que no encuentran más que fracaso y discursos ideológicos. Se acabó la comedia familiar en que el tío solterón supera sus problemas, sienta la cabeza y contribuye a que sus sobrinos también mejoren como personas mientras estrechan lazos. Ahora no hay familia unida, a menos que sea de alguna minoría sexual o étnica. No hay héroes victoriosos, a lo sumo hay victorias pírricas y lamentables. No hay un aprecio por la lealtad o la amistad, hay engaño en cada esquina, no formando parte del drama sino de una búsqueda compulsiva de normalizar la mentira y la traición. Se ha institucionalizado el fracaso, la depresión y la soledad en la pantalla porque los creativos han contagiado a la cultura de masas ese rasgo de incomodidad y fealdad que define su cultura de vanguardia. Me resulta difícil creer que no es un síntoma claro de decadencia cultural que se expande desde un foco irradiador hacia la periferia. Y ello tiene consecuencias, pues que la mayor parte de los productos culturales tengan dichos sesgos, acaba afectando a sus consumidores.
Por mucho que se diga y repita que la gente sabe distinguir ficción de realidad, muchos siguen creyendo que la Guerra Civil fueron tres años de «Ay, Carmela». Pero aunque no fuera así, la exposición continua a tales productos culturales, acaba ayudando a moldear el marco mental. Por ello también es interesante para las élites políticas controlar no solamente el estado y los medios de comunicación sino también la producción artística, musical y cinematográfica. O sea, todo el sistema cultural. Y de un marco mental construido o, por lo menos, afectado por la dinámica decadente que he definido, es difícil obtener las tan ansiadas cualidades humanas que muchos dicen reclamar. La disciplina, el sacrificio, la solidaridad, la lealtad, el mérito, el respeto y otros muchos valores no pueden brotar fácilmente en un terreno cultural abonado con horrores.