La España vaciada (o de hutus y de tutsis)

La España vaciada (o de hutus y de tutsis). Fernando Sánchez Dragó

Asisto, atónito, a la metamorfosis sufrida (o disfrutada) por el mapamundi a lo largo de las últimas décadas, de los últimos años y de los últimos días. Fui, tanto en el cole como en la universidad, un buen alumno en la asignatura de Geografía. Mis notas eran excelentes. Niño aún no tardé en darme cuenta de que el tango tenía razón ‒Yira, yira‒ y de que todo, alrededor de mí, incluyendo en ese tiovivo a mi persona, cambiaba constantemente. Bueno… Todo no, porque el mapamundi parecía anclado en el tiempo, inmutable y, por ello, alentador: un asidero, un punto de apoyo, un salvavidas, algo similar a eso que ahora llaman los cursis una zona de confort.

Yo lo miraba, lo remiraba, lo repasaba, encontraba en él la toponimia de la historia y de mis primeras lecturas, y soñaba con que algún día visitaría ‒como Phileas Foggs, como Marco Polo, como Tintin‒ esos lugares. Y durante algún tiempo lo hice, como demuestra mi novela El camino del corazón, que es autobiográfica, pero hoy ya no sería posible. Saigón se llama ahora Ho Chi Min, como si fuera un ratoncillo de Walt Disney, y hace ya mucho que Tanganika se dividió en dos países y dejó de existir. Uno de los capítulos de la novela citada lleva en su cabecera una cita de Kipling: «Todo esto, no digáis que no lo aviso, tan perdido está ya como la Atlántida». Pues eso… Voilá.

Se me ha ido la pluma por los cerros de la niñez y de la magdalena de Proust. La literatura es siempre una búsqueda de las dos. Interrumpo esta jeremiada manriqueña ¡Oh, Jerusalén!‒ por el espacio que el tiempo se llevó y vuelvo a lo que iba. Y a lo que iba, por raro que suene, es a la reaparición en la España Vaciada del cantonalismo, del campanilismo, del aldeanismo, del caciquismo y, en definitiva, del tribalismo.  

Ya saben: Villanueva de Arriba y Villanueva de Abajo… Bienvenido, Mr. Marshall. Estaban nuestros demonios familiares, como los viejos cuchillos del poema de Lorca, tiritando bajo el polvo. Y fue ese mismo escritor quien dijo aquello de que «aquí pasó lo de siempre… / Murieron cuatro romanos / y cinco cartagineses». En este rabo de toro siempre por desollar (Antonio Machado) se libró el grueso de las guerras púnicas. En el patio de mi cole aún jugábamos los niños a las riñas entre carlistas e isabelinos. El cantón de Cartagena declaró la guerra a Alemania. ¿O fue el de Murcia, el de Alcantarilla, el de Cieza, el de San Pedro del Piñatar, el de…? Da lo mismo. De Taifa en Taifa, y tiro porque me toca. Ortega y José Antonio se equivocaron. El primero lo hizo al definir la patria como un proyecto sugestivo de vida en común; el segundo al formular el sueño de que España es una unidad de destino en lo universal.

A todos, o a muchos, y a mí entre ellos, nos parece simpático y justificado el fenómeno de reivindicación regionalista que acaba de producirse en las elecciones autonómicas de Castilla y León, y que pronto se extenderá a Extremadura, a Aragón, a Galicia, a Andalucía… ¡Ah, y a Murcia! Pero no nos engañemos. Esa atomización y multiplicación del partidismo en un país que está ya devorado por la metástasis del cáncer de la partidocracia y de las Autonomías, históricas o no que sean, puede ser uno de esos tiros que salen por la culata. No en balde si hoy tenemos el gobierno que tenemos es porque el único diputado de Teruel Existe lo apoyó a cambio de cuatro perras. Tribalismos, decía. O sea: caciquismos, hutus y tutsis… ¿Qué hay de lo nuestro, Ministro? África sigue empezando en los Pirineos. 

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