La historia es algo fundamental en la construcción de las identidades de los grupos humanos. Dos características existenciales del ser humano son, según Heidegger, ser-en-el-tiempo y ser-con-los-otros. Pero el ser-con-los-otros, es decir, la comunidad, esta en relación directa con la gestación de esta comunidad en el tiempo, y, por tanto, con la historia.
Como muy bien explico Manuel Garcia Morente en su libro, Idea de la Hispanidad, la historia no es la forma histórica de conocer la realidad, sino la forma de conocer la realidad histórica, distinta de otras realidades, como la física o la biológica. En la construcción de la ciencia histórica se dan unos hechos, pero también la interpretación del significado de estos hechos en un relato teórico. Así, en la historia de España, o mejor, de la formación de España, encontramos hechos como el Concilio de Toledo, la Batalla de Covadonga o la toma de Granada por los Reyes Católicos.
Para algunos, el origen de España está en el Concilio de Toledo, pues argumentan que a partir de este momento se da la unidad religiosa, política y territorial. Para otros, sin negar la importancia de este Concilio, España se empieza a gestar en Covadonga y culmina esta gestación con la toma de Granada. Ambas interpretaciones son legítimas, pues parten de hechos reales.
Cuando se construye un relato a partir de hechos falsos, estamos ante una falsificación histórica. Según Gustavo Bueno, estas falsificaciones son características de los discursos legitimadores de naciones fraccionarias, es decir, de aquellas que pretenden constituirse a partir de la rotura de naciones históricas preexistentes. Este es el caso del nacionalismo catalán y su relato en torno a la Guerra de Sucesión y del 11 de septiembre.
Según este relato esta guerra fue de Castilla y Francia contra Cataluña (falso, fue una guerra entre dos pretendientes al trono de España, Felipe de Anjou y el Archiduque Carlos de Austria), Cataluña era prácticamente independiente antes de esta guerra y poseía un gobierno propio (falso, Cataluña, como parte del reino de Aragón, formaba parte de España desde los Reyes Católicos, y instituciones como la Generalitat medieval no tenían nada que ver con un gobierno moderno), Cataluña tenía ya una Constitución (falso, la palabra constitución significaba únicamente “ley escrita), los catalanes representaban el “progreso” y la “modernidad” frente al “oscurantismo” castellano y francés (falso, los austracistas defendían el modelo de la monarquía tradicional, frente al modelo borbónico, racionalista y centralista, que era, en aquellos momentos, más “moderno).
Vamos a analizar que fue realmente la Guerra de Sucesión, para ver hasta que punto el relato nacionalista se basa en una falsificación histórica. Señalaremos, en primer lugar, que esta guerra fue una guerra europea, en la cual intervinieron todas las grandes potencias: Francia, Inglaterra, el Imperio Austriaco, Prusia, Holanda y Portugal. De hecho, las primeras batallas tuvieron lugar fuera de la península. Cuando la guerra llega a la España peninsular se convierte en una guerra civil entre españoles.
Para entender las causas ultimas de esta guerra debemos tener en cuenta tres factores: el factor dinástico, el factor ideológico y el factor geopolítico. Este último será el determinante, tal como veremos.
El factor dinástico
Con la muerte de Carlos II, el último de los Austrias y sin descendencia, cada vez más cerca se propusieron tres candidatos para la sucesión. El primero era el Archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador austríaco y bisnieto por parte materna de Felipe II. Como su reinado supondría la continuación del reinado de los Austrias en España los franceses se oponían a ella para no continuar rodeados por potencias hostiles.
Hijo del emperador alemán, Carlos era la apuesta de los enemigos de Francia.
Otro candidato más peligroso para la estabilidad europea era Felipe duque de Anjou, un nieto de Luís XIV cuya madre era hija de Felipe IV. A él se oponían Inglaterra, Prusia y Holanda, quienes preferían que el imperio español siguiera en manos de la decrépita dinastía austríaca, que no representaba una amenaza comparable al expansionismo francés.
Finalmente había una tercera opción, José Fernando de Baviera, hijo del elector de un insignificante principado alemán. Aunque esta era la opción más segura para el equilibrio de poderes en Europa al no poner a España en manos de ninguna gran potencia, la muerte del joven príncipe en 1699 puso a la corte española en un dilema: continuar con la dinastía Habsburgo o pasarse a los Borbones.
Al final los consejeros de Carlos II cedieron a las presiones francesas y lo convencieron para que nombrara a Felipe como su sucesor, quien fue proclamado el 8 de mayo de 1701 tras la muerte del último de los Austrias.
El factor ideológico
Los dos pretendientes a la corona española representaban, a su vez, dos modelos distintos de Estado. El archiduque Carlos representaba la continuidad de la monarquía tradicional española, la que habían inaugurado los Reyes Católicos y con la que se había forjado la nación historia española y el Imperio. En este modelo los reyes se consideraban depositarios de la soberanía y tenían un gran poder, pero no eran reyes absolutos: debían respetar los fueros y constituciones (leyes escritas) de los distintos reinos de su corona, y debían pactar con las cortes la implantación de nuevos impuestos. Los partidarios del archiduque, los llamados austracistas, eran los genuinos continuadores de la Tradición hispana.
Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV representaba el nuevo modelo de monarquía absoluta que había surgido tras el tratado de Westfalia. El príncipe aparecía emancipado de cualquier poder superior (Emperador, Papa), podía decidir la religión de su reinado (católica o reformada), se presentaba como monarca absoluto sin ningún tipo de mecanismo de contención, y dentro de su reino realizaba un proceso de centralización, homogenización y destrucción de los cuerpos intermedios de la sociedad tradicional. En su momento, este modelo representaba la modernidad.
Factor geopolítico y desarrollo de la guerra
La creación de una gran superpotencia borbónica hizo cundir el pánico en las cortes europeas, y los agraviados austríacos pronto contaron con el apoyo de Inglaterra, Holanda y Prusia para luchar contra Francia y España para poner a Carlos en el trono mediante el Tratado de la Haya, a los que posteriormente se unirían en 1703 Portugal y el reino de Saboya.
A través de su nieto Felipe, Luís XIV tendría acceso a los ilimitados recursos del Imperio Español y se convertiría en el rey más poderoso de la tierra.
La guerra empezó con una ofensiva austríaca contra el Milanesado español, mientras los ejércitos franceses chocaban con los aliados a lo largo del Rin y la frontera holandesa. Al mismo tiempo los ingleses se sumaron al esfuerzo de sus aliados desplegando una fuerza expedicionaria al mando del duque de Marlborough en Alemania, y realizando incursiones navales contra Cádiz y la base naval de Rota. Con su victoria de Blenheim, Marlborough expulsó a los franceses al otro lado del Rin.
En 1704 el desembarco del Archiduque Carlos en Portugal supuso una escalada de los acontecimientos al llevar el conflicto a la península ibérica, ocasión que los ingleses aprovecharon para adueñarse del estratégico peñón de Gibraltar.
Hasta ese momento los reinos de Valencia, Mallorca y Aragón se habían mostrado favorables a Felipe V, a quien habían proporcionado importantes subsidios militares a cambio de la concesión de ciertos derechos en las cortes.
Sin embargo, la irrupción de los austracistas en el teatro peninsular abrió la puerta a una alianza con el Archiduque, que permitiría recuperar el Rosellón catalán y conseguir derechos comerciales con América. A ello se sumaba el temor a las medidas centralizadoras que ya había implementado Luís XIV en Francia, y que de ser imitadas por Felipe supondrían el fin de la autonomía legal y política de estos reinos dentro de la corona española.
Mitford Crowe fue el diplomático británico encargado de negociar la entrada de Cataluña en el bando del Archiduque.
Así en 1705 ciertos sectores de la nobleza catalana se empezaron a levantar en armas contra el virrey borbónico y contactaron con los ingleses, a quienes aseguraron el apoyo militar en caso de que desembarcaran en el Principado. Inglaterra se comprometió mediante el Pacto de Génova a apoyar la insurrección con 12.000 mosquetes y un ejército de por lo menos 10.000 hombres, a condición claro está de que los catalanes aceptaran a Carlos como a su nuevo rey.
Inmediatamente Carlos embarcó en Lisboa rumbo al Levante, y en agosto los aliados desembarcaron en Barcelona una fuerza multinacional de 17.000 soldados, que tomó el castillo de Montjuïc al asalto y barrió a las escasas fuerzas borbónicas desplegadas en Cataluña.
Animados por este fulgurante éxito, tanto Valencia como Aragón también se sumaron a la causa del Archiduque en diciembre. Se les uniría al año siguiente Mallorca, que se levantó en septiembre tras la llegada de la flota inglesa a Palma.
Felipe fue rápido en responder a esta nueva amenaza, y atacó el Principado con un ejército de 18.000 hombres que puso sitio a Barcelona en mayo. La ocupación de Madrid por los austracistas desde Portugal, y la llegada de una nueva escuadra británica con refuerzos a las costas catalanas dio al traste con sus planes, con lo que se tuvo que retirar al interior de la península para recuperar el control de Castilla.
La desastrosa derrota de los franceses en Ramilies y la pérdida de Flandes a manos de Marlborough terminaron por complicar la situación de los ejércitos borbónicos, que a principios de 1707 parecían perder terreno en todos los frentes.
El momento decisivo se produjo en 1711, con la muerte inesperada del emperador José I, sucesor de Leopoldo I, que convirtió en heredero del Imperio alemán a su hermano Carlos. A pesar de que el balance militar, en el conjunto del conflicto europeo, fuera muy positivo para Austria y sus aliados, y de que en varias ocasiones Luis XIV estuviera a punto de claudicar, la guerra no se decidió en los campos de batalla. El acceso del archiduque a la dignidad imperial, con el nombre de Carlos VI, implicó un cambio en la concepción del conflicto por parte de los aliados, que ahora temían el excesivo poder del emperador.
En nombre del equilibrio europeo era necesario proceder a un reparto de los territorios de la monarquía española que fuera aceptado por ambos bandos. Esto fue en definitiva lo que se acordó en el tratado de Utrecht, suscrito en abril de 1713, con el que prácticamente se zanjó el conflicto internacional; en virtud de este acuerdo Felipe V recibía el dominio de España y América, mientras que perdía todas las posesiones españolas en Flandes e Italia, la mayoría de las cuales pasaba al emperador Carlos. El tratado era muy favorable a los aliados pues los ingleses conservarían Menorca (tomada en 1708) y Gibraltar, mientras que Carlos recibiría Nápoles, Flandes y el Milanesado. Además, el tratado abría para Inglaterra, la autentica ganadora de esta guerra, la posibilidad de comerciar con los virreinatos americanos y participar en el suculento negocio del trafico de esclavos.
Es interesante señalar que esta guerra no se decidió en el campo de batalla, sino a través de equilibrios geopolíticos y diplomáticos. También hay que señalar que España no intervino en estos equilibrios, pues las decisiones se tomaron al margen y en ellas intervinieron las grandes potencias, básicamente Francia e Inglaterra.
La entronización de la dinastía borbónica en España marcó una inflexión y una decadencia, ya iniciada por los Austrias menores. Se introducen modos y maneras de gobernar opuestas a las genuinamente hispanas. Aparte, algunos representantes de esta dinastía han tenido actuaciones vergonzosas, como la claudicación de Carlos IV y su hijo Fernando VII ante Napoleón, o la huida de Alfonso XIII únicamente porque los republicanos habían ganado las elecciones municipales en algunas ciudades españolas.
Barcelona decide resistir
Cataluña había sido el primer territorio de España en reconocer al archiduque Carlos, y su futuro estaba ligado a la suerte del pretendiente
Sin embargo, en Cataluña los acontecimientos siguieron un curso distinto a lo discutido en las conferencias de paz. El archiduque Carlos marchó a Viena para ser coronado emperador en septiembre de 1711, dejando a su esposa, Isabel Cristina de Brunswick, encargada del gobierno en Cataluña. Inicialmente todo parecía indicar que el emperador no iba a desamparar a sus súbditos catalanes y que Inglaterra tampoco dejaría de cumplir su promesa de defender las libertades catalanas. Sin embargo, Inglaterra fue la primera que decidió retirar sus tropas de Cataluña (1712), medida seguida por el resto de las potencias aliadas tras la firma del tratado de Utrecht.
La marcha de la emperatriz, en marzo de 1713, causó un gran descontento en las instituciones catalanas. Cataluña había sido el primer territorio de España en reconocer al archiduque Carlos, y su futuro estaba ligado a la suerte del pretendiente. Además, poco se podía esperar de la clemencia de Felipe V. Las embajadas inglesas para interceder por los fueros catalanes se toparon con una negativa rotunda del monarca Borbón, y los aliados no estaban predispuestos a obcecarse en asunto tan espinoso. Así lo comprobaron de primera mano los emisarios catalanes enviados a Utrecht, cuando vieron que el tema de la preservación de sus privilegios quedaba arrinconado ante el alud de intereses políticos y económicos que allí se trataron.
Finalmente, el emperador tuvo que ordenar a su virrey en Cataluña, el general Starhemberg, la evacuación de sus tropas, y aconsejó a los catalanes que suplicaran el perdón de Felipe V. Viéndose abandonada, en julio de 1713 la Diputación del General o Generalitat –organismo fiscal y judicial emanado de las Cortes– convocó una gran asamblea estamental para determinar si había que continuar la lucha o, por el contrario, negociar la sumisión a Felipe V. La resolución adoptada fue la de proseguir en solitario la resistencia.
El caballero Manuel Ferrer i Sitges, uno de los principales partidarios de esta decisión, señaló en su discurso que la defensa de los privilegios catalanes llevaba implícita la liberación del despotismo que los ministros castellanos habían impuesto en toda España. Esta decisión, provocada por la actitud inflexible que Felipe V mostró en la negociación, hizo que salieran de Barcelona muchos miembros de la nobleza, de la burguesía y del clero, a la vez que entraban en la ciudad los elementos anti felipistas más intransigentes, que radicalizarían aún más la resistencia.
Por entonces, casi toda Cataluña estaba ya en manos de las tropas borbónicas. El mando militar de los austracistas recayó en el general Antonio Villarroel, un militar experimentado, que tuvo que conducir las operaciones con la constante intromisión de la Diputación y del concejo barcelonés (el Consejo de Ciento). Precisamente a iniciativa de la Diputación, y no del comandante en jefe, se llevó a cabo una expedición a fin de reagrupar las fuerzas austracistas y llevar algún socorro a la ciudad de Barcelona.
La lucha en el territorio catalán fue muy dura entre las partidas armadas de uno y otro signo, causando grandes estragos entre la población civil. Como señaló un testigo, «no fue privilegiada la vejez, el indefenso sexo ni la tierna infancia». Pero todas las tentativas de movilizar a los pueblos en contra de Felipe V y aligerar de alguna manera el cerco sobre Barcelona tuvieron poca fortuna. Sólo a principios de 1714, la imposición de un subsidio para el mantenimiento de las tropas borbónicas produjo un alzamiento general en diversas comarcas catalanas, movimiento que no tuvo ninguna conexión con Barcelona y que fue rápidamente sofocado. Durante los primeros meses de 1714, las fuerzas borbónicas al mando del duque de Pópuli no eran tan numerosas como para asegurar el bloqueo de la ciudad, lo que permitió que se introdujeran en ella víveres y refuerzos enviados desde Mallorca e Ibiza, que permanecían leales al archiduque.
Las tropas sitiadoras se elevaban entonces a 40.000 hombres, mientras que dentro de la ciudad había poco más de 10.000 combatientes
La poca contundencia de los ataques sobre la ciudad y los socorros recibidos dieron nuevo ánimo a los barceloneses y afianzaron la actitud de los intransigentes. Mientras tanto, la Diputación se vio forzada a delegar las tareas de gobierno y la organización de la defensa en el Consejo de Ciento, ya que la Cataluña austracista quedaba reducida a la Ciudad Condal. Tras la paz de Rastadt de marzo de 1714 –complemento del tratado de Utrecht–, los borbónicos trataron de llegar a un acuerdo para la rendición de la ciudad. Pero Felipe V ofreció concesiones mínimas, que no incluían el respeto por los fueros de Cataluña, y que fueron rechazadas por los barceloneses. Además, el lenguaje ambiguo de los ingleses y del emperador creó en los catalanes unas expectativas de socorro que tampoco se concretaron en nada.
En julio de 1714, con la llegada a Barcelona del duque de Berwick, el asedio entró en su última fase. Las tropas sitiadoras se elevaban entonces a 40.000 hombres, mientras que dentro de la ciudad había poco más de 10.000 combatientes, la mayor parte miembros de la milicia de los gremios o Coronela. Todos los hombres mayores de 14 años fueron llamados a la defensa, en la que participaron incluso sacerdotes y mujeres.
Las operaciones tomaron entonces un ritmo vertiginoso. Tras intentar varios asaltos que le produjeron graves pérdidas, Berwick decidió bombardear a conciencia la ciudad. A principios de septiembre, cuando las brechas en la muralla permitían ya el asalto de los sitiadores, el general borbónico ofreció una nueva capitulación a los defensores. La Junta de Gobierno, formada por representantes del Consejo de Ciento, la Diputación y miembros del estamento nobiliario, decidió resistir, pese a la opinión de Rafael Casanova, conseller en cap de la ciudad, y del general Villarroel, que dimitió al considerar inútil la defensa. Esta renuncia hizo que se nombrara a la Virgen de la Merced como generalísimo de las fuerzas resistentes, en una clara muestra de la desesperación a la que habían llegado los catalanes.
Villarroel reasumió el mando de las tropas y pidió a Casanova que condujera la Coronela hasta el baluarte de Sant Pere, al objeto de rechazar al enemigo. Fue allí, enarbolando el estandarte de santa Eulalia, la patrona de la ciudad, donde Casanova recibió un disparo en el muslo y tuvo que ser evacuado. Villarroel, por su parte, dirigió la defensa en torno a la plaza del Born, donde resultó herido. El combate continuó todavía en el interior de la ciudad, antes de que Villarroel pidiera el alto el fuego hacia las 2 de la tarde.
El Consejo de Ciento publicó todavía un bando para pedir un último esfuerzo a los defensores, «a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España». Pero cualquier resistencia era ya inútil porque las tropas borbónicas estaban dentro de la ciudad y no cabía más opción que capitular. Berwick prometió a los defensores que se respetarían sus vidas y no habría pillaje. Al día siguiente, las tropas de FelipeV entraban en una ciudad medio destruida, terminando con una pesadilla que había durado más de un año.
Hay que señalar que esta lucha jamás se planteó como una dialéctica Cataluña/España. El bando del Consejo de Ciento habla del Rey legítimo (de España) y la libertad de toda España. Los combatiente ivan a la lucha bajo el pendón de Santa Eulalia, que representaba la ciudad de Barcelona, sin que hay indicios de que en ningún momento se izara el pendón cuatribarrado del reino de Aragón.
Después de la caída de Barcelona quedaron, en diversas zonas de Cataluña, partidas austracistas. En la ciudad de Reus, un acaudalado patricio, el borbónico señor De Veciana, financió una milicia privada para luchas contra estas partidas: els Mossos de l’Esquadra, en los cuales está el origen de la policía catalana, Mossos d’Esquadra. Resulta paradójico que una de las “estructuras de estado” de la supuesta “Republica catalana” tenga un origen borbónico y “butifler”.