La hora de la decisión

La hora de la decisión. Pedro Carlos González Cuevas

A la altura de 1924, Carl Schmitt analizaba, con su habitual perspicacia, las posibilidades históricas del parlamentarismo liberal. El constitucionalista alemán partía de su identificación con los principios de “discusión” y “publicidad”. La “discusión” daba su carácter específico al régimen parlamentario liberal, basado en el intercambio de opiniones. Se trataba de convencer al adversario mediante argumentos y razones, o dejarse convencer por él. La ley deriva, no de la lucha de intereses, sino de la lucha de opiniones. Para que esto fuera posible, era necesario que los diputados lo sean de todo el pueblo y no estén ligados a los partidos políticos y grupos de interés. Sin embargo, todo ello se había hecho ya imposible desde la constitución de los partidos políticos de masas, de los sindicatos y de las organizaciones empresariales, que ya no tratan de convencer al adversario, sino de conseguir imponer sus intereses. Se procura atraer a los que poseen intereses más próximos y a las masas, no a través de la razón, sino de la sugestión y de los símbolos. La “publicidad” es otro principio espiritual del parlamentarismo liberal; se trata de un medio para combatir los secretos de Estado, la debilidad y la corrupción políticas. Tal creencia resultaba, para Schmitt, incomprensible. Nadie podía creer ya que los artículos de prensa o los discursos parlamentarios pudieran modificar o definir las decisiones políticas. Las grandes decisiones políticas eran adoptadas a puerta cerrada en el seno de pequeñas comisiones o coaliciones de partido, o mejor aún, en comités que representaban los intereses de las grandes empresas. Y concluía: “Hoy, el Parlamento mismo parece más bien una enorme Antichambre frente a las oficinas de los invisibles poderosos”. En el mismo sentido se expresé el diplomático e historiador británico Edward Hallet Carr, maestro del realismo político, para quien la doctrina clásica del parlamentarismo liberal garantizaba la hegemonía de una minoría oligárquica ya en declive con el advenimiento de las sociedades de masas: “El enfoque racional de las cuestiones políticas, que exaltaba el razonamiento tranquilo y descartaba los pronunciamientos de la pasión, constituía obviamente la actitud propia de una clase acomodada, provista de refinamiento y cultura (…) sólo podía tener validez en épocas en que los problemas por debatir eran relativamente pocos y bastaba el conocimiento normal de los hombres llamados para resolverlos”. Significativamente, uno de los grandes enemigos intelectuales de Schmitt, el filósofo Jürgen Habermas coincidía con él en el diagnóstico de la crisis el parlamentarismo liberal. El Parlamentarismo no era ya, como sostenía la doctrina oficial, un medio de consenso racional a través de un razonamiento intersubjetivo, sino el lugar donde se proclaman los intereses privados organizados colectivamente. Más que por un consenso sobre la común, el equilibrio político se mantiene ahora mediante una serie de “compromisos” entre interese privados, que de hecho son conflictivos. Por eso, la vida pública, según Habermas, no descansa en un consenso espontáneo. Y, además, estos consensos se forjaron en su mayor parte fuera de la publicidad parlamentaria. En general, el Parlamento de las democracias modernas es para Habermas el lugar donde se encuentra los encargados de los partidos para hacer registrar las decisiones tomadas precisamente para demostrar públicamente las opiniones forjadas de antemano.

Puede haber pocas dudas, pues, de que el parlamentarismo, en su concepción liberal clásica, hace tiempo que fue superado. No obstante, conserva, pese a las incisivas críticas de Schmitt, Carr o Habermas, aún algunas funciones útiles. A la altura de 1953, en pleno régimen de Franco, nada menos que Manuel Fraga Iribarne, que se consideraba discípulo de Schmitt, afirmaba que del parlamentarismo clásico seguían vigentes ciertos principios y funciones como “la fe en el hombre, el principio de negociación, el interés general, la certidumbre jurídica, el estímulo a la publicidad, el equilibrio social de las instituciones”. Obviamente, en la actual situación social y política la que aquí nos interesa es la del “estímulo a la publicidad”. Y es que es preciso recordar que la esencia del régimen demoliberal no es, como pretenden los “centristas”, el consenso, sino, como afirma la politóloga Chantal Mouffe, el pluralismo agonístico, es decir, la legítima pugna entre distintos proyectos políticos. Y el Parlamento puede dar publicidad, al menos a un sector de la población, publicidad de su contenido. Aunque sea a un nivel mínimo.

En ese sentido, la gran virtud de VOX, como partido político, era –y es- la denuncia pública de una serie de problemas que acucian a la sociedad española, ocultados durante mucho tiempo, en función del “consenso”, por los partidos políticos hasta ahora hegemónicos, PP y PSOE. VOX ha puesto de relieve los peligros del europeísmo superficial y acrítico dominante en la sociedad española, en pro de una Europa de las patrias; las disfunciones del Estado de las autonomías; la hegemonía ideológica del conjunto de las izquierdas, que en España, adquiere niveles que rozan la obscenidad; el multiculturalismo o las funestas leyes de memoria histórica. Todo lo cual enriquece indudablemente el debate en la esfera pública.

Por ello, a mi juicio, la decisión de VOX de presentar una moción de censura es absolutamente legítima, aunque pueda parecer discutible a no pocos. Y es que resulta sumamente difícil encontrar en la historia más reciente de España un sistema de poder como lo ha sido y es de hecho el gobierno presidido por Pedro Sánchez: alianza con neocomunistas y separatistas, indultos a los sediciosos, excarcelación de presos y de terroristas, despenalización del delito de sedición, medidas económicas disparatadas, leyes lesivas como las de memoria histórica, de libertad sexual, la integral para personas trans, etc, etc. A lo largo de su hegemonía, el gobierno socialista/neocomunista ha convertido a nuestro actual sistema político en lo que Ortega y Gasset denominaba “democracia morbosa”. Sin duda, la moción de censura puede servir para dar una mayor publicidad a esta realidad que nos abruma y disgusta. No debemos, por ello, tener excesivamente en cuenta la opinión de los sumos sacerdotes y de las vestales del “centrismo”, léase Pilar Cernuda, Victoria Prego, Carlos Herrera, Ignacio Camacho, Francisco Marhuenda, Joaquín Manso, los bustos parlantes del TV13: La Razón, El Mundo, ABC, no digamos El País. Y es que el gobierno no sólo controla los medios de comunicación más lo menos de izquierdas, sino que su hegemonía ideológica frena cualquier iniciativa que se encuentre al margen de lo que hoy se considera políticamente correcto. La prensa y los medios de comunicación que consideramos más o menos de derechas se muestran partidarios de la táctica “centrista” defendida, hoy por hoy, y siempre, por el Partido Popular; y no salen de ahí. Sostengo que, pese a las apariencias, no hay que hacerles excesivo caso, porque en octubre de 2021 dieron su apoyo unánime e inquebrantable a la figura patética de Pablo Casado Blanco y al contenido de su abominable respuesta a Santiago Abascal. ¿Quién se acuerda hoy del señor Casado?. Nadie, excepto su sucesor en la jefatura del PP, Alberto Núñez Feijoo, con quien ha almorzado en un céntrico restaurante madrileño hace unos días. Incluso esa moción de censura de hace un año y medio fue, pese a su derrota, muy útil a la hora de dar publicidad y visibilidad a las distintas opciones políticas presentes hoy en la sociedad española. Todo estuvo tenebrosamente claro. Nadie escuchó el discurso del señor Abascal. El Parlamento no sirvió, desde luego, para el planteamiento de un debate racional; más bien al contrario. Pero ya sabemos que en la actual situación política, espiritual y social eso resulta ya imposible. No obstante, retrató a un PSOE unido no ya a la izquierda radical, sino a los separatistas catalanes y vascos contra VOX. Un coro al que se unieron, por puro complejo de inferioridad, tanto el PP como Ciudadanos. No querían repetir la foto de Colón, el “trifachito”. Lo más humillante fue la condescendencia con que el conjunto de las izquierdas y los nacionalistas recibieron el contenido del discurso de Casado. Me recordaba al paternalismo de los blancos en su trato con la población negra en el sur de Estados Unidos. Casado se comportó como el tío Tom de la izquierda española. Por fortuna para el PP, Casado no tardó en caer víctima de sus propias contradicciones y de las de su partido político. En ese sentido, Feijoo parece haber aprendido la lección; quizá demasiado. Ha anunciado su abstención, como Poncio Pilato. Volviendo a temas literarios, Feijoo y el PP me recuerdan a algunos personajes de la obra teatral de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Como Aznar, Rajoy o Casado, Feijoo es una especie de Haustad, el director del periódico El Mensajero del Pueblo y dirigente de una asociación empresarial, oculta la corrupción del ayuntamiento local, alegando la sempiterna “moderación”. Una “moderación” que, como hubiera dicho el doctor Samuel Johnson, parece haberse convertido en el último recurso de los canallas. Ni que decir tiene que Abascal y los suyos, junto a Ramón Tamames, son los nuevos enemigos del pueblo.

Ignoro si Feijoo tiene o no convicciones de tipo religioso. A ese respecto el filósofo esloveno Slavoj Zizek ha señalado que la religión más cercana al actual espíritu del tiempo es el budismo zen, convertido en el credo occidental por excelencia, cuyo perfil en no involucrarse en la realidad social y refugiarse en la paz interior, en definitiva “una espiritualidad vacía en el sentido que no nos exhorta a cambiar nada, “un simple fetiche”. Aunque ateo, Zizek prefiere, no sin razones, la tradición judeo-cristiana. De lo que no existe la menor duda es que el budismo zen es la religión más afín al espíritu y a la práctica cotidiana de Núñez Feijoo. Todo se andará, porque , como se dice en algunos mentideros políticos de la Villa y Corte, la sociedad ha cambiado; y da igual en qué sentido lo haya hecho. En cualquier caso, el PP ha dejado de ser representante de los valores tradicionales. Bajo la égida de Feijoo, ya ni se molesta en su escenificación anterior de ser una especie de complexio oppositorum; ha asumido todos los contenidos e incluso la jerga de las izquierdas. En el fondo, representa una especie de neoliberalismo progresista, que asume, con todas sus consecuencias, el aborto y la ideología de género, junto al nacionalismo particularista, el cupo vasco y lo que le echen. Como un nuevo Gargantúa, lo absorbe todo sin paladear. Con tal bagaje, resultaría extraño que se adhiriera a la moción de censura. Se lo impide su “moderación”. Lo principal, dicen Feijoo y sus voceros, es echar a Sánchez. Lo que no nos dicen, aunque lo sospechamos, es ¿para qué?, ¿para hacer qué?. Por lo visto, para no hacer nada y consolidar toda la legislación de la izquierda. Por eso, no deja de resultar risible que algunos de estos voceros –y bocazas- afirmen que VOX da al gobierno de Sánchez un balón de oxígeno con la moción de censura. En realidad, el máximo aliado del PSOE es, sin duda, el PP, porque son complementarios. Por eso, tanto Casado como ahora Feijoo abogaban, ante Sánchez, por restaurar el bipartidismo, su paraíso político en la tierra, que nos ha llevado a la actual situación. Así, cerdeará aquí y allá; y seguiremos en las mismas. Si llega alguna vez al gobierno, lo que está aún por ver, no cambiará nada, absolutamente nada; consolidará toda la legislación socialista. Me pregunto, un tanto irónicamente, cuál será el voto de Cayetana Álvarez de Toledo, diva y musa de algún que otro fogoso polemista mediático hoy muy encrespado contra VOX, en la moción de censura. ¿Romperá la disciplina de partido?. Podría hacerlo, porque es lo suficientemente inteligente para saber que en un PP dirigido por Feijoo no tiene porvenir alguno. De todas formas, no creo que lo haga. En cambio, no tiene el menor interés la posición de Ciudadanos que, como representante del “centrismo”, carece de posturas sólidas; todo en él es líquido, evanescente, risible y sin interés. Hace poco tiempo, Inés Arrimadas animaba al PP y VOX a presentar la moción de censura, a la que ofrecía su apoyo; hoy, una tal Patricia Guasp, que al parecer dirige hoy los restos del partido naranja, opta por el “no”. Se trata de la culminación de toda una trayectoria política. Merece la pena sufrir sus críticas, porque son las últimas. Ciudadanos, el partido más inútil de la reciente historia de España, es cáscara muerta.

Quizá lo más repugnante de todo el debate suscitado por la iniciativa de VOX haya sido el trato recibido por uno de sus protagonistas, Ramón Tamames, a quien no se ha dejado de ridiculizar sobre todo ¡por su edad!. En épocas pretéritas, la ancianidad era sinónimo de sabiduría y objeto de veneración; hoy, al parecer, lo es de chanza. Especialmente grotesca fue la advertencia de Feijoo en ese mismo sentido, porque nadie le escuchó la menor crítica cuando Manuel Fraga presidió la Xunta de Galicia hasta los ochenta y dos años. En todo caso, las nuevas generaciones no están en condiciones de otorgar patentes de talento a sus antecesores. Más bien todo lo contrario. Si algo caracteriza a las sociedades occidentales en la actualidad, y la española no es desde luego una excepción, es la mediocridad, la mediocracia que denuncia al politólogo Alain Deneault. A su lado, gentes de la generación de Tamames, con todos sus errores y defectos, adquieren una dimensión áurea, ejemplar, gigantesca. La evolución política e intelectual del economista madrileño ha sido fruto de la reflexión, no del oportunismo. Nunca fue un marxista convencido. En si obra, hay claros elementos conservadores y regeneracionistas. Y, lo que es más importante, siempre se ha considerado un patriota español. Su antifranquismo no le ha impedido reconocer los progresos experimentados por la sociedad española durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco. Por otra parte, nadie ha obligado a Tamames a aceptar la iniciativa de VOX; lo ha hecho conscientemente; es una decisión personal. Seguramente, aparte de futo de una indudable vanidad personal, lo juzga un deber patriótico.

En cualquier caso, lo cierto es que VOX arriesga mucho. Como ya hemos dicho, esa es su gran virtud, la audacia. La política, no debería olvidarse, es cuestión más de decisión que de acuerdos. Aquel que no decide se excluye a sí mismo. A veces, es necesario correr el riesgo de equivocarse. La vida es inseguridad, incertidumbre. Como señalaba el sociólogo Emile Durkheim, existe incluso un suicidio altruista como gesto en beneficio de la colectividad. ¿Peligro?. Sin duda. No obstante, como ya dijo Ortega y Gasset, “no hemos acertado todavía los hombres a vivir sin riesgo”. La situación exige una decisión, un gesto. Lo contrario es la razón cínica.

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