Una cosa está clara, no veremos a políticos golpistas en prisión muchos años, sea cual sea la sentencia judicial que se pronuncie. Igualmente, tampoco veremos un levantamiento general permanente en Cataluña para solidarizarse con los posiblemente condenados, sólo manifestaciones abruptas y brotes de violencia. Evidentemente las sentencias retroalimentarán el nacionalismo y lo tensionarán, como hemos visto con las detenciones de una facción radical dispuesta incluso a emprender la aventura de una nueva Terra Lliure. Sin embargo, estas alteraciones son impactantes, pero de corto alcance. La reflexión debe situarse en un plano más profundo para abarcar la verdadera dimensión del problema separatista.
Hay cosas que caen por su propio peso. Si de media, varios asesinatos a cada etarra apenas le han costado una veintena de años, ¿Cómo condenar a 15 años a los que conspiraban contra el Estado con unas “estructuras de Estado” que no existían o abollaban unos coches de la Guardia Civil? ¿Dónde estaría la proporción de las penas? La debilidad penal del Estado español durante la etapa de ETA, sólo podía derivar en que futuros intentos de secesión “pacífica y democrática”, no tuvieran por qué tener consecuencias ni legales ni políticas. Pero el Estado español, tras el 1 de octubre de 2017, demostró tener una aparato policial y judicial no suficientemente oxidado como esperaban algunos ingenuos que ya se veían viviendo en una República independiente. Tras la intentona, se han producido imputaciones, investigaciones y juicio. Habrá sentencias, incluso aparentemente duras, pero no se cumplirán en su integridad. El escollo a la justicia está donde siempre ha estado: las presiones políticas, los cálculos partidistas y las amplias áreas de interpretación de la ley y su aplicación.
A nadie se le puede escapar que todo se está cociendo entre bastidores, a pesar de que los desvaríos de Pedro Sánchez, su incapacidad infantil de formar gobierno y que las nuevas elecciones pueda alterar algunas piezas de este tablero. Veamos algunos indicadores que permiten adivinar por donde irán los tiros. En primer lugar, la sentencia se recurrirá hasta las más altas instituciones judiciales de los tribunales europeos. Para ello, la estrategia del juez Marchena -gran calculador que pretende sacar la sentencia justo antes de que sea reemplazado en su cargo- es la siguiente: una sentencia probablemente de rebelión, pero con atenuantes. Así lograría el consenso de todo el tribunal sin votos particulares. Ello implica que por un lado se rebajarán las condenas y, por otro, que si los encausados recurren a Europa, la sentencia será más consistente si es por unanimidad. Pero en todo caso, la sentencia no corresponderá a lo que en justicia exigiría el derecho penal por los hechos acontecidos.
Un dato significativo es que la sentencia, según todos los mentideros, debe salir entre el 11 y el 14 de octubre. La razón es que prácticamente será imposible terminarla antes del 10 y, en segundo lugar, el 15 de octubre coincidiría con el aniversario del fusilamiento de Lluís Companys, lo cuál implicaría retroalimentar la mitología nacionalista. Más tarde, Marchena debe dejar la Sala y ser reemplazado. Para colmo, la sentencia no puede salir el 12 de octubre, pues podría ser interpretado como un gesto supremacista del “día de la raza” contra el oprimido pueblo catalán. Para rematar la tormenta perfecta, en esas fechas estaremos en plena campaña electoral. Que desde el Tribunal Supremo se estén realizando estos cálculos, es lo preocupante. La justicia debería funcionar según sus propios tiempos independientemente de los políticos.
De forma inmediata, con las sentencias, se acercan tiempos agitados: manifestaciones; luchas internas en el seno del nacionalismo por convocar o no elecciones autonómicas; nuevas tentaciones insurreccionistas; conflictos internos en el seno de los propios partidos separatistas por imponer estrategias más moderadas o más radicales; también descubriremos movidas por intentar recuperar un difunto centro catalanista, aunque sea simbólicamente. Escucharemos las más atroces acusaciones entre los propios catalanistas de traición y “vendepatrias”. Visto desde fuera, alguno pensará que este es el principio del fin del separatismo. Craso error. Es precisamente esta tumultuosa agitación la que necesita el separatismo para retroalimentarse. La frustración genera odio, el odio resentimiento y este, por último, nostalgia por lo que no pudo ser pero ha de ser, sí o sí. Y la nostalgia es el combustible que siempre ha movido el barco que se dirige a Ítaca.
Tras estas inminentes agitaciones que viviremos y que pueden durar un tiempo prolongado, no quedará más remedio que entrar en una fase de falsa “pacificación”. ERC ya ha dado pruebas suficientes de que su estrategia separatista pasa por el modelo vasco: independencia sí, pero sin fecha. Todavía no se dan las condiciones y para ello serán capaces de pactar con el diablo para ocupar cuotas de poder dentro de las instituciones autonómicas y, por tanto, del Estado español. La batalla más importante se ha de dilucidar en el seno del PDeCAT para decidir si se restaura el “espacio posconvergente” con una “radicalidad moderada”, lo que implica lanzar al ostracismo al hasta ahora imprescindible residente de Waterloo. ¿Quién ganará la batalla?, lo sabremos cuando se confeccionen las listas de las próximas autonómicas. Entonces, para sorpresa de todos, veremos como el aparentemente agotado secesionismo catalán sequirá manteniendo su musculatura electoral.
Es en esta tesitura donde emerge el PSC como pieza fundamental para “blanquear” el separatismo. La estrategia de Iceta ha resultado la más letal. Ha hecho creer, al común de los votantes, que el socialismo es parte del bloque constitucionalista, pero no es así. El sueño del PSC es la reforma constitucional para reformular un Estado autonómico en uno Federal. Da igual los matices, todos sabemos lo que significa: abrir una puerta legal al secesionismo dentro de unas décadas. El separatismo necesita tocar poder institucional y eso se lo permitirá el PSC con pactos multilaterales en diputaciones y ayuntamientos, como ya se ha hecho tras las últimas municipales. En las encuestas sobre las próximas generales la previsión de resultado dan la razón a Iceta, el PSC será el partido más votado en Cataluña pues ha sabido decir a cada uno lo que quería escuchar.
El precio para que el secesionismo se blanquee e institucionalice temporalmente pasa por lo ya comentado: los “políticos presos” deben ser reciclados en “presos políticos”, ser amnistiados, indultados o alcanzar un grado penitenciario que les permita libertad política. Cosa que lograrán fácilmente si son trasladados a Cataluña donde la autonomía tiene las competencias penitenciarias. En definitiva, hay que convertir a los presos en mitos vivos. Como se leía en un artículo recientemente, los presos no temen largas condenas, que nunca cumplirán en su integridad. Lo que en realidad temen es una inhabilitación larga que les aleje del poder institucional demasiados años. Miremos el caso de Artur Mas, que en breve se le acaba la inhabilitación, y podrá volver al coso político. Por eso, ahí tendremos la clave para saber si el Estado español está dispuesto a asestar un golpe serio al independentismo o todo es puro teatro. Otra de las claves discretas que nos permitirá discernir el nivel de complicidad del llamado bloque constitucional es su posicionamiento ante la propuesta socialista de una nueva Ley de Lenguas. Si algún día se llega a aprobar, esta propuesta de PSOE se convertirá en un nuevo caballo de Troya introducido en el Estado y queblindará definitivamente las prebendas e intenciones de los independentistas.
En estos momentos, independientemente de las incontrolables circunstancias a corto plazo, sí que podemos vislumbrar el futuro a largo plazo. El secesionismo no está muerto, tiene múltiples mecanismos de retroalimentación. Uno de ellos, del que dedicaremos otro artículo, es la alianza del radicalismo independentista con fuerzas internacionalistas de ultraizquierda, es la paradójica vanguardia revolucionaria de un movimiento burgués. Pero lo que hay que destacar ahora es que el Plan 2000 de Pujol se puso en marcha y sigue avanzando. Todo lo vivido estos dos años era una etapa inevitable de ese plan de “re-nacionalización” de Cataluña. Incluso veremos -o estamos viendo- cómo un Jordi Pujol, que nunca pisará la cárcel por sus corruptelas, también está siendo blanqueado para cuando se produzca su pronta rendición de cuentas ante el Juez Supremo. A sus 89 años, ya lo ha dicho, sólo desea ser enterrado con la bandera catalana. El independentismo es su obra, pero no su familia; y ante sus últimos suspiros antes de llegar a la tierra prometida espiritual, porque la terrenal se le ha negado, sólo aspira envuelto en nostalgia, que le recuerden a aquél joven catalanista montserratino que un día trató de atentar contra Franco a base de panfletazos. La decadencia nostálgica de Pujol es una metáfora excelente del alma nacionalista. A los catalanes, por desgracia, nos tocará tragar muchos sapos, convivir con la indolencia política, sufrir un permanente estado de golpismo institucional de baja intensidad que puede perdurar décadas, hasta que se desencadene otro tsunami que a lo mejor ya no encuentre diques que lo contengan.