La literatura como barómetro social

La literatura como barómetro social. Pedro López Ávila

Nada nos ejemplificará más para tener conocimiento de cómo eran realmente las generaciones anteriores y de cómo se abrían camino en la vida, que emprender la lectura de los grandes maestros literarios de la época en cada espacio concreto. La literatura seguirá siendo, pues, el registro más fiel de cuantos acontecimientos históricos, políticos o sociales se hayan producido en cada momento y en cada lugar. Así pues, si quisiéramos conocer cómo se desenvolvían las personas en las ciudades en nuestra época medieval, cuáles eran sus oficios religiosos, las reuniones más íntimas, sus saludos, sus vestimentas, sus diversiones o su manera de pensar y de interpretar la vida nos bastaría con leer El “Poema de Mio Cid” u otras obras posteriores que constituyen en sí mismas una fuente mayor de conocimiento que la propia historiografía. 

El mismo criterio es aplicable a épocas más remotas de muestra historia occidental: si quisiéramos encontrar algún elemento descriptivo de la edad oscura de Grecia y el surgimiento de las Ciudades-Estado (polis), así como su organización político-social, tendríamos que acercarnos a los poemas homéricos. No existe otra solución mejor para saber, conocer y descifrar las formas de pensamiento de generaciones muy anteriores y de su organización social o ideológica que los propios textos literarios. Como diría Sartre: «La literatura de una época es la época digerida por su literatura.»

Pero es que, además, vemos como el escritor, en múltiples ocasiones, se anticipará al futuro: unas veces desde la reflexión que le proporciona el presente, otras desde su conocimiento del pasado y otras desde ambas perspectivas a la vez. La prueba más inequívoca de cuanto acabamos de decir, trasladado a la actualidad, es que hoy en día todo el mundo habla y trae a la actualidad las novelas distópicas, Un mundo feliz de Aldous Huxley, publicada en 1932, o la obra de George Orwell, 1984, publicada en 1949. Los citados escritores nos prevenían de un mundo con sociedades que eran pasto de la inmoralidad, uniformadas en el pensamiento y dirigidas hacia la ignorancia más absoluta. El pueblo —idiotizado o dopado— quedaba a merced de un gobernante arbitrario que reprimía cualquier atisbo de libertad individual dentro de un espacio profundamente controlado. 

La fabulación social y política o ciencia ficción de aquellos novelistas ya actuaban como gérmenes literarios de un mundo inimaginable entonces, pero que en la actualidad inquietan a la persona —entendida ésta en el sentido filosófico o sociológico del término— ante la evidente realidad de gobiernos cada vez más obsesionados en vigilar a la población. Y mientras los ciudadanos nadan en el piélago de la vulgaridad, las sociedades van uniformando las vidas, las ideas y las aspiraciones individuales. El sentido colectivista se ha instaurado en nosotros hasta tal punto que la maldad y la mentira —cuidadosamente elaborada— se han convertido en el medio más eficaz de supervivencia de gobiernos corruptos. Ayn Rand en La rebelión de Atlas publicado (1957) dirá: « (…) cuando veáis la corrupción siendo recompensada y la honradez convirtiéndose en autosacrificio, podéis estar seguros de que vuestra sociedad está condenada.»

Cuando Maquiavelo recababa para el estado la misma plenitud jurídica que para el individuo, estaba poniendo los cimientos de todos los nacionalismos desbordados, de todas las guerras de conquistas y de todas las ambiciones de poder más extremas; a tal punto, que en la actualidad esas bases emergen en nuestros días —con el avance tecnológico y la globalización— en una serie engranajes y mecanismos de refinada sutileza, que derivan, por una parte, en la vigilancia y sometimiento de la ciudadanía por Estados insaciables en su vocación de saqueo recaudatorio y, por otra, en mantener a raya a los que generan productividad, degradándolos, difamándolos y desposeyéndolos de toda consideración social.

Las teorías del escritor florentino en su obra,  El Príncipe (1532), preconizaban que el jefe de un país debería desentenderse de la moralpara poner el interés de un Estado por encima de todas las consideraciones individuales o idealistas. Desde entonces y hasta nuestros días, la teoría del maquiavelismo ha sido la más grave enfermedad que ha padecido Europa, pues ha desembocado —además de confrontaciones y destrucción— en formas de gobiernos que sancionan con celoso esmero el individualismo de los generadores de riqueza, mediante leyes cuyo objetivo último consiste en que el Estado se apropie de su riqueza por la fuerza.

La capacidad de pensar, cuestionar y criticar —elementos esenciales de la condición humana— se encuentra tan mediatizada ideológicamente en nuestros días que hasta la visión individual del sentir, se unifica y se asimila con tal naturalidad que nos impide comprender el presente que tenemos delante de nuestros ojos. Presente que nos augura la inminencia de los huracanes que nos acechan, tal y como preveían las novelas de Alfred Huxley o George Orwell.

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