La literatura como magistra vitae (2)

La literatura como magistra vitae (2). Fernando Sánchez Dragó

Reanudo y pongo fin, tal como en mi anterior columna anuncié, a estas reflexiones sobre algunos de los modos y maneras en los que la lectura fue, y sigue siendo, el papel pautado de mi experiencia vital. «Rata literata», me llamaban los compis en el cole, y yo me ponía muy contento. Mientras ellos, durante los recreos, daban patadas a un balón que parecía un obús, yo hablaba con un amigo, también lector, de los últimos libros que habíamos devorado o que nos disponíamos a devorar. Los profesores, en cambio, me llamaban Lunilla, porque, según decían, siempre estaba en las nubes. Tenían razón.

Dediqué los últimos párrafos de esa columna a dos autores clásicos: Virgilio, y su Eneida, y Dante, y su Divina Comedia. No suelen ser lecturas que acometa un niño, pero yo lo hice…

Poco a poco, al paso, para mí alegre, de la edad, me fui interesando por otro tipo de libros, que son los que siempre me acompañan en mis viajes. Me refiero a las obras sapienciales, a las escrituras sagradas, a las que te revelan los secretos del universo y responden a las eternas y nunca suficientemente respondidas preguntas de quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos. Entre todas ellas yo destacaría tres: El Tao Te Ching, escrito por ese legendario personaje de la antigua China que es Laotsé y que, seguramente, como todos los héroes de las mil caras (Campbell), nunca existió; el I Ching o Libro de las mutaciones, fruto de la misma filosofía, incorporada por un discípulo de Jung al acervo de la cutura occidental; y la Bhagavad Gita, ese fragmento del Mahabharata que se ha convertido en el evangelio mayor del hinduismo (Gita lleva en la primera vocal un acento circunflejo, pero no sé cómo se pone en el ordenador). Son los tres libros que me llevaría, si tal fuese mi destino, a una isla desierta. Y ésta, gracias a ellos, dejaría de serlo.

Otro libro importantísimo en la estructuración de mi quehacer vital ha sido Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, antropólogo gafotas de la Universidad de California que un buen día, para escribir su tesis doctoral, se convirtió en interlocutor y alumno de don Juan Matus ‒del cual, como de Laotsé, no se sabe si fue persona de carne y hueso o ficción literaria‒, brujo yaqui (una tribu del norte de México y de Arizona) que lo adentró en los misterios del chamanismo, de la naturaleza humana, de las sustancias enteogénicas y de los animales de poder. Ese libro me enseñó, entre otras cosas, que en la ruta del conocimiento y de la iluminación que lo remata el caminante va tropezando con sucesivos adversarios. El primer antagonista es el miedo, que lo paraliza y a todos nos amenaza, y que es en realidad, agazapado, miedo a la muerte. Todos los temores son máscaras de ese pavor unánime.

Krishnamurti decía: «haz lo que temes y el temor desaparecerá». Leyendo ese libro aprendí a dar un paso al frente en cualquier circunstancia interior o exterior. Cuando tengas miedo de algo, hazlo, lector, así estés al borde de un abismo, y verás cómo el temor, que sólo es una fantasmagoría elaborada por la propia mente, se desvanece de inmediato.

El segundo enemigo es la inteligencia, la racionalidad, la lucidez, la convicción de que todo puede resolverse con ideas, con conceptos, con palabras, con silogismos, con argumentos. Y no es así, por más que los sofistas lo creyeran hasta que Sócrates, Platón y Aristóteles los apearan de su pedestal.

El tercer enemigo es el poder, que está hecho para alcanzarlo, no para ejercerlo. Quien lo utiliza, lo pierde.

Y el cuarto enemigo, que me tuvo en danza y solfa durante mucho tiempo, porque no lo entendía, es la vejez. Pensaba yo que contra ese enemigo nada hay que hacer, pues quiéraslo o no mueres antes o das en la senectud. Tuve casi que llegar a ella para caer en la cuenta de que la vejez consiste en detenerse, en no sentir ganas, en carecer de proyectos, en la inedia, en la jubilación, que puede ser voluntaria, pero nunca obligatoria, por ser ésta flagrante violación de los derechos humanos. ¿Es deseable que las personas, en la recta final de su vida, dediquen ese tramo a jugar al tute en la taberna o al escondite con sus nietos? ¿Para eso han nacido, para eso han vivido, para eso van a morir? Quien se jubila, muere. Quien sigue proyectando y pensando que tiene cosas que hacer, y si no las hace, lo intenta, no envejece nunca, por más arrugas que surquen su cara.

Para terminar, voy a incluir en este texto bifronte tres poemas que ilustran a la perfección cuanto en él he querido transmitir. Dos son de Antonio Machado y uno de Borges. El de éste es muy breve y dice: «A veces en las tardes una cara / nos mira desde el fondo de un espejo; / el arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara».

Efectivamente, así es. Los libros, el arte en general, y la propia vida tienen que servir para averiguar quiénes somos y para llegar a ser lo que somos, para descubrir nuestro verdadero rostro, no el rostro de nuestro ego, que es el de las etiquetas que nos van o nos vamos adhiriendo. Nosce te ipsum, amigos. No hay tarea más importante que ésa.

El primer poema de Antonio Machado tiene mucho que ver con la tarea del artista. Juega con el viejo concepto latino del ars longa, vita brevis. La vida es demasiado breve para acometer la gran aventura del arte y siempre se nos queda corta. Y dice: «Sabe esperar, aguarda que la marea fluya / ―así en la costa un barco― sin que al partir te inquiete. / Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya; / porque la vida es larga y el arte es un juguete. / Y si la vida es corta / y no llega la mar a tu galera, / aguarda sin partir y siempre espera, / que el arte es largo y, además, no importa».

Y el tercer poema de este breviario vital, que también es de Machado y sólo en apariencia resulta anecdótico, dice: «Poned sobre los campos / un carbonero, un sabio y un poeta. / Veréis cómo el poeta admira y calla, / el sabio mira y piensa… / Seguramente, el carbonero busca/ las moras o las setas. / Llevadlos al teatro / y sólo el carbonero no bosteza. / Quien prefiere lo vivo a lo pintado / es el hombre que piensa, canta o sueña. / El carbonero tiene / llena de fantasías la cabeza».

 

 

 

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