Sostiene Hans-Georg Gadamer, siguiendo a Aristóteles, que el ser humano es un animal dotado de Logos, siendo este el rasgo diferencial del hombre en la Creación, por cuanto la Sprachlichkeit (lingüisticidad[1]) humana denota la existencia de leyes lógicas que gobiernan el raciocinio. Abundando en esta idea, el lingüista estadounidense Noam Chomsky[2] preconizó la tesis de que, a diferencia de los animales irracionales, el ser humano está innatamente dotado de una suerte de generador gramatical universal, cuya principal característica es producir recursivamente un conjunto potencialmente infinito de oraciones gramaticales mediante la inserción de oraciones subordinadas en oraciones superiores, una facultad presente en todos los idiomas conocidos. Este postulado da pie a Chomsky para entender el lenguaje como gramática generativa, antes que como constructo social (la intelección natural de la sintaxis materna por los niños sugiere que la complejidad de la mente no está causada por el aprendizaje, sino que el aprendizaje es posible gracias a la complejidad en origen en la mente), y elimina, entrando ahora en el campo de la religión cristiana, la presunta dicotomía entre el Logos evangélico como razón primordial y como Verbo, ya que si, en sentido chomskiano, gramática y lógica son en puridad la misma cosa, la ambigüedad del sustantivo logos se resuelve en el acto mismo de pensar: la razón es pensamiento, y el pensamiento es lenguaje. Caer en la cuenta de esto es de una relevancia crítica para poder afirmar con Benedicto XVI que es función sustancial de la teología mantener a la religión ligada a la razón, y viceversa.
Por otra parte, al dar por buena la tesis de la gramática ingénita de Chomksy (que a fortiori apuntala la idea de que la metafísica no se fundamenta en la especulación teológica, sino en nuestra fe primigenia en el lenguaje), nos vemos obligados a preguntarnos por cuales fueron la función y el propósito principales que habrían dado origen a este instinto[3] humano tan radicalmente diferente de las facultades de las que disponen los primates, nuestros parientes más cercanos en términos evolutivos. A este respecto, priman dos hipótesis diferenciadas. La primera de ellas sostiene que el lenguaje, como función simbólica elemental, surgió al mismo tiempo que el propio género humano, cuya evolución posterior (e.g. aumento del tamaño del cerebro) fue producto del lenguaje.
La hipótesis alternativa aboga por la aparición del lenguaje como una exaptación[4], esto es, a modo de mero subproducto accidental que emerge como consecuencia de la interacción entre el desarrollo cognitivo y la comunicación prelingüística. La diferencia entre una y otra no es baladí. Si la segunda deja amplio espacio para el estructuralismo antropológico[5] al estilo de la lingüística estructural de Ferdinand de Saussure[6], sin salirse nunca del marco biologista (por más que eluda derivar el lenguaje de su aplicación práctica, ante la aporía que plantea el que algo no puede tener aplicación hasta que ya existe), la primera presenta un innegable carácter ontologista, situando la cuestión en un terreno más fértil para la explicación que la segunda hipótesis, y por lo tanto, más interesante para los fines de este escrito, cuya tesis central es que el origen del lenguaje debe justificarse, y no simplemente ser descrito.
Vayamos entonces por partes. Conviene, en primer lugar, destacar que la filosofía ontologista, según la clásica formulación de Vincenzo Gioberti[7] (siguiendo a Nicolás Malebranche[8]) prima el conocimiento intuitivo y no mediato de Dios como base de todo subsiguiente conocimiento. El corolario del ontologismo filosófico es por lo tanto que si bien Dios no es objeto de experiencia, hay un conocimiento humano que antecede a la experiencia, que nos permite intuir lo sagrado en la existencia misma del lenguaje («La Palabra era Dios»[9]), de lo que se colige que es en el origen del lenguaje humano donde Dios se revela, en el sentido de que el lenguaje con el que nos comunicamos -expresión del pensamiento y su lógica intrínseca- nos mostrarían de manera implícita la razón última de la realidad, y al tiempo de nosotros mismos. En este sentido, es notable que dispongamos de evidencias paleontológicas suficientes para que la hipótesis de que los primeros usos del lenguaje tuvieron lugar en el ámbito de lo sagrado[10] sea plausible, de lo que cabría inferir que el lenguaje humano y la religión debutaron al mismo tiempo.
La clave aquí está en definir qué se entiende por conocimiento y a qué clase de lenguaje hacemos referencia. Ciertamente, la validez del lenguaje científico para solucionar problemas pragmática y tangiblemente es indudable, como lo es que el uso de este argot permite acopiar un conocimiento positivo útil para su aplicación a todo tipo de cuestiones prácticas. Sin embargo, la razón científica y el conocimiento evidente que produce no tienen ninguna utilidad para paliar las angustias implícitas en la vida humana, ni mucho menos esbozar siquiera un intento de darle a nuestra existencia una significación que colme nuestras ansias de transcender lo mundano y finito.
Mircea Eliade[11], con su caracterización lo sagrado en términos de lo real (cuanto evidencia en sí misma de lo no que no es contingente) pone de manifiesto cuan difícil es imaginar siquiera cómo podría funcionar la mente humana sin la creencia en la existencia de lo irreductiblemente real en el mundo, que patentiza la imposibilidad de entrever cómo podría surgir la conciencia sin conferirle un significado a nuestras experiencias vitales, porque si carecen de sentido son puramente contingentes. De ahí que la conciencia de un mundo real y significativo está estrechamente vinculada a la manifestación de lo sagrado (y a contrario sensu en la negación de la verdad de Nietzsche está el fundamento de su renegación de Dios), porque es a través de experimentar lo sagrado, que nuestra conciencia percibe las diferencias entre lo que se revela como real, significativo y necesario, y todo lo demás. Pero lo sagrado no puede -ni debe- expresarse en lenguaje científico.
Han sido precisamente los vanos intentos incoados desde la Ilustración por teólogos y filósofos de explicar lo sagrado mediante prosa científica los que han distorsionado nuestro conocimiento de lo sagrado, que no es explícito sino tácito, y como tal, sólo es expresable mediante el lenguaje poético, el simbolismo artístico y el rito litúrgico. La semántica religiosa no es intercambiable con el lenguaje científico, y tratar de hacerlo conduce a callejones sin salida en los que se confunden creencia y certeza, tratando, al modo de Procusto[12], de situar lo sagrado en el mismo plano falsable[13] que el tercer principio de la termodinámica. El poder que el misterio de lo sagrado ejerce sobre nosotros es irrelevante a que sea acorde o no al positivismo lógico: sólo el pensamiento simbólico abre el camino para que exista la expresión religiosa, y sin ella, hablar del ser espiritual es caer en la más estéril de las incongruencias.
No sólo eso; la aplicación a la teología de criterios cientificistas aboca a una interpretación falazmente racional de unos relatos cuyo valor es religioso, no histórico ni empírico; una trampa de arenas en la que sólo se logra hundirse más al recurrir al inédito fundamentalismo surgido en el siglo XX (cuya imagen inversa es el radicalismo ateísta), consecuencia indeseada de los intentos de racionalizar lo sagrado mediante la interpretación del lenguaje religioso en sentido literal. Unos y otros fracasan en sus intenciones, porque teorizan a partir de los materiales de una situación histórica transitoria, a la que otorgan una validez infinita y eterna, sin tomar en consideración la presente situación del hombre para adecuar sus teorizaciones y hacerlas relevantes para la sociedad actual.
La futilidad de este afán racionalizador de las escrituras sagradas radica en que, a diferencia del mero intercambio de datos como medio para producir un fin práctico, la expresión de lo sagrado exige la inclusión de la noción de lo paradójico en el lenguaje. Sin paradojas, el lenguaje pierde su funcionalidad humana, y se convierte en una convención de signos que pueden muy bien matematizar representaciones fidedignas del mundo, pero no salir de su clausura indicativa, porque el signo, a diferencia del símbolo, carece de las cualidades de aquello que indica, y por lo tanto no tiene capacidad de apertura: está enclaustrado en su literalidad, y es incapaz de usar paradójicamente categorías no lineales como bondad, maldad, sarcasmo, tragicomedia, lo sublime, o la desesperanza.
Como dijo el antes citado Elialde (1968, p. xiii), «un fenómeno religioso sólo será reconocido como tal si es captado en su propio nivel, es decir, si es estudiado como algo religioso. Intentar captar la esencia de tal fenómeno por medio de la fisiología, la psicología, la sociología, la economía, la lingüística, el arte o cualquier otro estudio es falso; pierde el elemento único e irreductible en él : el elemento de lo sagrado». Según el previamente mencionado Aristóteles, lo que tenemos que aprender, lo aprendemos haciéndolo.
Esto mismo ocurre con la religión, la cual, en tanto que conocimiento de lo sagrado, no es tanto lo que se piensa, sino lo que se hace. Así, la verdad religiosa tiene el aspecto práctico del conocimiento implícito, que no se puede aprender -ni aún menos aprehender- sin experimentarla; sin sumergirse en la profundidad del simbolismo del lenguaje de la liturgia y la plegaria, exactamente igual que hacemos para saber nadar.
De ahí que, en la sociedad actual (cuya cultura está caracterizada por una prevalencia de la imagen sobre la palabra, que apunta a lo profano antes que a lo sacro en su empeño por distraernos de las cuestiones vitales de nuestra existencia), haya una tendencia a la relativización del valor de la gramática, amparado por la tesis descriptivista[14] de que lenguaje no es más que cualquier cosa que los hablantes hagan servir según el dictado del pragmatismo conductivo. Con todo ello, se pierde paulatinamente no sólo el trascendental vínculo con la herencia cultural que permite a un pupilo actual leer las mismas cosas que leía un antepasado suyo hace 500 años, sino que se envaguece, por añadidura, la huella de lo sagrado presente en la estructura del lenguaje que nos hace en verdad humanos.
[1] Pasilla, MA (2008) Revista Lingüística y Literatura, Nº. 53 Universidad de Antioquia
[2] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Chomsky,_Noam | Editorial Herder
[3] Pinker, S (2012) El instinto del lenguaje. Alianza Editorial, Madrid.
[4] Proceso evolutivo en el que un rasgo, normalmente físico, alcanza una función diferente a la que por selección natural había sido adquirida por un organismo para adaptarse a unas determinadas condiciones ambientales o de competencia, ver S.J. Gould y E. Vrba.
[5] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:L%C3%A9vi-Strauss,_Claude | Editorial Herder
[6] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Saussure,_Ferdinand_de | Editorial Herder
[7] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Ontologismo | Editorial Herder
[8] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Ocasionalismo | Editorial Herder
[9] Santo Evangelio según San Juan (1, 1-18): “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra, y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.”
[10] Rappaport,R ( 1999) Ritual and Religion in the Making of Humanity, Cambridge University Press.
[11] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Recurso:Mircea_Eliade:_tiempo_sagrado_y_profano | Editorial Herder
[12] En la mitología griega, un posadero que vivía en Ática. Se decía que su padre era Poseidón. Procrustp tenía una cama de hierro en la que obligaba a sus víctimas a acostarse. Si un huésped era menor que el lecho, estiraba sus extremidades para que encajara, y si el huésped era mayor que la cama, le cortaba las piernas para que el cuerpo se ajustara a la longitud del lecho.
[13] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Falsabilidad | Editorial Herder
[14] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Autor:Bloomfield,_Leonard | Editorial Herder