Desde la perspectiva materialista las sociedades políticas estatales no son entidades espontáneas o naturales, sino resultantes de complejos derroteros históricos, dialécticos, que configuran su cuerpo doctrinal, institucional y territorial. Es importante entender esto para comprender que el ingreso de España en la Unión Europea, producido en 1986, puede analizarse como un proceso de desactivación paulatina de las estructuras nacionales que la definieron, históricamente, como imperio. Y es que la noción de imperio, lejos de ser un residuo romántico o un anacronismo reaccionario, debe entenderse como una forma racional de articulación de sociedades políticas expansivas, cuyas acciones históricas, y las consecuencias de las mismas, no desaparecen con la misma caída del imperio, sino que se transfieren, se transforman o se neutralizan a lo largo del tiempo. En este sentido, la UE ha actuado como un dispositivo de neutralización y disolución de la identidad histórica española, absorbiendo su proyección externa y reduciendo a España a una función subordinada dentro de una estructura tecnocrática continental.
Lo crucial aquí es que esta subordinación no es una consecuencia accidental del proceso de integración europea, sino una condición del diseño mismo de las instituciones comunitarias. Cuya génesis responde a intereses geopolíticos y económicos que en ningún momento han sido compatibles con la persistencia de la realidad histórica española, ligada, como insistimos e insistiremos, a la idea de imperio. Por lo que tampoco es compatible con su proyección hispanoamericana. Desde la perspectiva de la Comisión Europea, España no es más que una unidad funcional, intercambiable, que debe alinearse con las políticas comunes. Las cuales están diseñadas por una cúpula burocrática que no responde ni al interés nacional español ni a su continuidad histórica sino, más bien, a una redefinición postestatal del poder político, lo que borra las distinciones históricas y políticas entre Estados con trayectorias muy distintas.
El ejemplo más reciente de esta dinámica lo tenemos en la negociación que la Comisión Europea ha emprendido con Donald Trump en nombre de todos los Estados miembros para evitar una nueva oleada de sanciones arancelarias. Estas negociaciones, que se están llevando a cabo directamente entre Bruselas y Washington, prescinden de la participación de los gobiernos nacionales, incluidos aquellos que, como España, podrían verse directamente afectados por las decisiones tomadas. Y ante eso, en lugar de defender una posición soberana, articulada desde la propia historia e intereses de España, la diplomacia española se ve reducida a una función pasiva, observadora, impotente ante la externalización de su soberanía económica y comercial. Pero este, como gusta de decirse desde hace unos años, no es un caso aislado. Forma parte de un patrón más amplio por el cual la soberanía española va siendo «vaciada» progresivamente de contenido en política exterior, de defensa, fiscal o agropecuaria. Así, por ejemplo, y como también pudimos comprobar hace no mucho, las decisiones en materia de cuotas pesqueras adoptadas por la Política Pesquera Común han afectado durante años a los intereses de las flotas españolas, subordinando las necesidades del sector pesquero español a equilibrios artificiales con países sin esa tradición pesquera. En definitiva, en este como en tantos otros ejemplos, la lógica distributiva burocrática de Bruselas ha primado sobre la lógica histórica, económica y estructural de los intereses nacionales de España.
Otro ejemplo sangrante lo encontramos en la política exterior común de la Unión Europea respecto a Hispanoamérica. España, que históricamente ha mantenido relaciones políticas, comerciales y culturales de gran importancia con las repúblicas americanas, surgidas del proceso de disgregación del Imperio español, ha visto cómo esas relaciones han sido reabsorbidas por las políticas exteriores de Bruselas. La propia Hispanoamérica ya no es tratada por España como una región de relaciones geopolíticas preferentes, sino como una región más del «mundo global», bajo criterios comerciales, de cooperación o desarrollo impuestos desde perspectivas norte y centroeuropeas. Que, como se puede comprender fácilmente, se mueven en función de lógicas distintas a la historia compartida por todos estos países que somos producto del naufragio del Imperio español. De ahí que España haya llegado al punto de apoyar sanciones dictadas por Bruselas contra países como Venezuela o Nicaragua. Haciéndolo sin adoptar una postura diferenciada que tenga en cuenta los vínculos históricos, culturales y sociales entre las naciones hispanas. Esta alineación, ciega con la estrategia de Berlín, París o Bruselas, constituye una amputación de la capacidad de España para actuar como eje de articulación entre Europa e Hispanoamérica.
Esta lógica tiene una base doctrinal –nematológica– cuyo carácter metafísico a la par que ideológico merece ser denunciado. En el discurso oficial la Unión Europea, mientras jalea la continuación de la guerra en Ucrania y un plan para el «rearme europeo», se presenta como garante de la paz, la estabilidad y los derechos. Pero lo hace intentando, al mismo tiempo, la desarticulación de las soberanías nacionales. En el caso español esto se traduce en una progresiva fragmentación de su soberanía que no sólo afecta su política exterior, sino también su estructura interna. Las tensiones centrifugadoras en Cataluña o el País Vasco no han sido combatidas por Bruselas; al contrario, han sido utilizadas como pretexto para debilitar aún más el poder estatal. Lo cual también tiene una vertiente económica. Ya que instrumentos como la compra de deuda por el BCE, los fondos de cohesión, los fondos next generation y las políticas de estabilidad fiscal, han funcionado como mecanismos de reestructuración de la economía española según patrones ajenos, una vez más, a sus intereses. Porque estos instrumentos, lejos de impulsar la industrialización o el desarrollo estratégico español, han fomentado modelos de economía terciaria, especulativa y dependiente del turismo, destruyendo el otrora potente sector primario español y desarticulando la industria nacional. La llamada «Europa de las regiones» se ha traducido, en el caso español, en una pérdida de cohesión nacional y, por tanto, en un reforzamiento de las tendencias disgregadoras.
Desde una perspectiva materialista no podemos interpretar estos procesos como simples fenómenos de «evolución histórica», sino como operaciones de redistribución del poder geopolítico. España no ha sido integrada en la UE como potencia estructurante de la misma, sino como entidad funcional subordinada. Y esto implica una contradicción entre la racionalidad de su identidad histórica como estructura imperial, ya fenecida pero no ausente, y la función instrumental que se le asigna en el presente. Esta contradicción no es meramente circunstancial, sino ontológica, ya que afecta a eutaxia entre las capas y ramas que componen el Estado español, a las capas estructurales de la soberanía, la unidad y la identidad política española. De ahí la seriedad del asunto que tratamos, a menudo tan ignorado a pesar de su importancia. Y es que en términos ontológicos y políticos, la categoría de imperio no puede ser sustituida por la noción de «Estado miembro» sin producir una transformación significativa de las funciones de la nación política española. La idea de imperio no es un residuo sobrante ni un mito glorioso que actúe sólo en el pasado, sino que articula también –aunque no exclusivamente– la realidad española presente. Por el contrario, la noción de «Estado miembro», propia del marco europeo, se limita a aceptar pasivamente unas normas dadas por un sistema supraestatal que no reconoce ni articula la realidad nacional e histórica de sus miembros.
Un caso paradigmático de esta pérdida de iniciativa estatal fue la firma del Tratado de Maastricht en 1992, que no sólo significó la cesión de competencias monetarias para la adopción posterior del euro, sino también una redefinición del papel de los Estados en el seno de la UE. Es decir, la pérdida del control sobre la política monetaria no ha sido, una vez más, un hecho aislado, sino el punto de partida de una cascada de cesiones que han debilitado las capacidades soberanas españolas. Que formalmente no han desaparecido, pero que de facto han resultado cada vez más sometidas a políticas fiscales diseñadas en función de los intereses de Alemania o Francia, y no en función de las necesidades estructurales de la economía española.
El ejemplo más reciente al respecto lo tenemos en el actual proyecto de implantación del euro digital, que viene precedido por el recientísimo anuncio de las cuentas bancarias europeas y las cuentas de ahorro europeas. Cosa que ha anunciado la comisaria europea de servicios financieros y unión de ahorros e inversiones, la portuguesa María Luisa Albuquerque. Esta intervino en la comparecencia realizada por nuestro ministro de economía, Carlos Cuerpo, en relación con la polémica OPA para la fusión del banco BBVA con el banco Sabadell. Tras él hablo la comisaria europea, que afirmó la necesidad de que haya cada vez menos bancos, que los que queden sean cada vez más grandes y que tengan incluso fusiones transfronterizas. Pues, en el plan de concentración bancaria que se está llevando a cabo desde hace muchos años, antes de imponer el euro digital, se ofrecerá a los buenos ciudadanos europeos que decidan depositar sus escasos ahorros en cuentas corrientes europeas conjuntas y cuentas de ahorros europeas. Que se venderán ofreciendo a cambio una mayor rentabilidad por el depósito y con menores comisiones. Este proceso, además de encarecer los servicios bancarios –dado que la disminución de la competición conlleva el oligopolio–, implicará una mayor pérdida de soberanía bancaria y la posibilidad de disponer de manera más fácil de los ahorros de los ciudadanos europeos, que se gastarán e invertirán en lo que la Comisión Europea considere oportuno. Interese o no a los ahorradores europeos. Que serán considerados malos europeos, aliados de Rusia o China, si no aceptan ceder su dinero al fabuloso desarrollo europeo común.
De modo que la Unión Europea, al desviar los ejes de articulación política hacia Bruselas, ha hecho que España funcione como periferia del centro y norte europeo. Y esta es una inversión de su lógica histórica que no puede considerarse neutra. Incluso en el ámbito militar, de manera vergonzante, España ha subordinado su capacidad operativa a las estrategias de la OTAN, cuya compatibilidad con los intereses hispánicos no es evidente (más compatible parece con los intereses marroquíes). Las intervenciones en Afganistán, Libia o el Sahel, en las que España ha participado, a las que hay que sumar las actuales actuaciones y despliegues en relación con la guerra ucraniana, no han sido fruto de una estrategia nacional, sino del cumplimiento de cuotas impuestas desde estructuras militares otanistas. Mientras tanto, los escenarios donde España podría ejercer un papel geoestratégico más próximo a sus intereses, como el Caribe, América del Sur y el norte de África, han quedado fuera de su radar.
Desde el punto de vista del materialismo filosófico, pues, el proceso de europeización de España no puede interpretarse como una estrategia beneficiosa per se. Se trata más bien de una «reprogramación ontológica» del cuerpo político español, en la que su identidad histórica como imperio ha sido desactivada mediante operaciones de integración que lo convierten en una pieza subalterna. Esta «reprogramación» afecta a todos los aspectos imaginables. Uno bastante obvio lo encontramos en los contenidos educativos, donde cada vez es más difícil encontrar una enseñanza rigurosa del proceso imperial hispánico, sustituido por una narrativa europeísta, culpabilizadora y neutralizadora. El caso del Instituto Cervantes también es significativo. Aunque oficialmente su misión es la promoción del español en el mundo, su acción responde a las directrices de un Ministerio de Asuntos Exteriores profundamente europeizado. La proyección de la lengua española no se hace desde una estrategia política que fortalezca a todos los hispanohablantes, sino más bien desde una lógica mercantil que reduce la lengua a vehículo comercial o turístico. No queremos decir con esto que la lengua española no deba funcionar como vehículo comercial y turístico; debe hacerlo, y cuanto más mejor. Pero sin perder de vista, a su vez, que la lengua española también tiene capacidad para fungir como estructura racional de articulación política y cultural. Esta desactivación del potencial político del español es coherente, pues, con la neutralización de la racionalidad imperial que está en el seno de todas las naciones hispanas (ya que esto no es exclusivo de España).
Otro ejemplo significativo fue el rescate bancario de 2012. Aunque se trató formalmente de una ayuda al sistema financiero español, las condiciones impuestas por Bruselas y el BCE supusieron una auténtica intervención externa, sin control parlamentario ni soberanía fiscal. Esto puso en evidencia, una vez más, la posición subordinada de España dentro del engranaje europeo; así como la inexistencia de un espacio político europeo real: no hubo solidaridad entre «hermanos europeos», sino imposición de condiciones. Las decisiones fiscales, las reformas laborales y los ajustes presupuestarios fueron en realidad dictadas desde el exterior (desde Bruselas, pero también desde Washington). No fue una ayuda para superar la crisis, sino un acto de dominio financiero por parte de los centros de poder europeos, del que aún seguimos pagando las consecuencias. Las cuales se agravarían aún más tras el colapso económico que supusieron los encierros pandémicos y demás medidas desastrosas adoptadas.
No menos ilustrativo es el caso de la reciente imposición de cuotas inmigratorias por parte de la Comisión Europea. Estas políticas, diseñadas sin atender a la realidad demográfica, económica y territorial de España, han generado tensiones sociales internas que han sido ignoradas desde Bruselas. Pero esto no ha impedido que España siga asumiendo la función de frontera sur de Europa, con costes sociales y económicos desproporcionados, mientras las decisiones sobre inmigración y seguridad se toman en los despachos de otros países que no asumen los riesgos ni las consecuencias.
Todos estos ejemplos, aunque resulten algo tediosos en su exposición, nos sirven para apuntalar los efectos de esta disolución que los Estados miembros de la UE como España vienen padeciendo. Si bien hay algo que, paradójicamente, hace que toda esta disolución nacional resulte aún más absurda y perjudicial. Porque el problema fundamental de fondo es que la Unión Europea no puede constituirse como un «Estado europeo». ¿Por qué? Pues sencillamente porque carece de cuerpo político para ello, carece de la base ontológica necesaria: no tiene lengua común, ni historia común efectiva, ni frontera soberana, ni mando militar propio, etc. Es, en realidad, una red funcional de grupos de presión, estructuras burocráticas y entidades financieras que se presentan como postnacionales, pero que reproducen en su seno la hegemonía de ciertas potencias (Alemania, Francia) y la subordinación de otras (España, Portugal, Grecia). O dicho en otros términos: es antes un dispositivo oligárquico que una estructura política unitaria. La UE no reemplaza al Estado; lo disuelve sin ofrecer una alternativa viable. Lo cual, por otro lado, no tiene nada de extraño si atendemos a lo dicho: que la UE carece de las capas y ramas características de los cuerpos de las sociedades políticas estatales. Hablar de Estado europeo es hablar de un fantasma ontológico.
Así, como premio ante este desbarajuste, la identidad histórica de España aparece cada vez más desdibujada. Pero esta identidad no es una construcción subjetiva o voluntarista, tampoco es una suerte de esencia inmutable y permanente; es una estructura objetiva sedimentada históricamente en la idea del imperio. Es resultado de la propia dialéctica histórica española, gestada desde la idea de imperio, que se reconfiguraría después como nación política. Por lo que integrarse plenamente en la estructura europea, como quieren nuestros dirigentes de un bando u otro, implica necesariamente abandonar esa identidad. La diferencia con otras naciones es crucial: mientras Francia o Alemania articulan su europeísmo desde sus propios intereses nacionales (aunque de forma larvada), España lo hace desde la renuncia, desde el desfondamiento. No hay un «europeísmo español» articulado desde su identidad y sus intereses, sino una europeización pasiva, asumida como «modernización», pero que en realidad opera como desestructuración. Esto explica por qué España es una de las sociedades más entusiastas en lo discursivo con la UE, pero también una de las más desarticuladas en el plano político real.
La UE, además, no opera como una federación, siquiera como una confederación, sino como una maquinaria de gestión supranacional que neutraliza las diferencias históricas reales. Se busca reducir los Estados a unidades funcionales en una base estadística y normativa común. Esto implica, en la práctica, la negación de las estructuras ontológicas que dieron forma a sus trayectorias; y en el caso de España, a la negación de su historia imperial. De modo que esta negación tiene consecuencias no sólo políticas, sino filosóficas, ontológicas. Porque impide pensar España desde categorías propias, obliga a adoptar los marcos del pensamiento centroeuropeos, disuelve las mediaciones históricas que articulaban su cuerpo político. En definitiva: en el marco europeo España ya no puede pensarse a sí misma como una nación política estructurada desde un imperio generador del alcance universal, sino como pieza funcional de un sistema que no comprende ni su pasado ni su posición singular en el presente.
Esta situación exige una reacción no sentimental ni nostálgica, sino racional. No se trata de reivindicar el pasado imperial como mito legitimador, sino de recuperar la racionalidad de la idea imperial como categoría histórica, política y ontológica. Estados Unidos, China, Rusia, o incluso la propia Alemania, actúan hoy como imperios funcionales, proyectando estructuras jurídicas, militares, económicas y tecnológicas. España no puede competir en ese plano si permanece atada a una estructura como la UE, que la desactiva. Pero podría recuperar una capacidad de acción propia si articula su posición desde su historia, desde su lengua, desde la plataforma hispanoamericana. La comunidad hispánica, en tanto comunidad estructurada históricamente, ofrece una plataforma desde la que pensar la posición de España en el mundo. Con la ventaja de que esta comunidad no necesita ser inventada, como en el caso europeo, porque ya existe. Lo que falta es un proyecto fuerte que la articule. Y para ello España, junto con el resto de países hispanoamericanos, necesita recuperar su identidad histórica. No puede hacerlo desde la UE, pero puede hacerlo desde su propia tradición política; empleada no como nostalgia romántica ni como esencialismo, sino como racionalidad política e histórica.
Por ello, como decía Gustavo Bueno, en España lo que cuenta, lo importante, es la idea de imperio. Recuperar la idea de imperio no significa aspirar a reeditar formas pasadas ni alimentar ficciones providencialistas, sino reactivar el potencial racional de esa idea. Frente al internacionalismo abstracto, que nos iguala a todos en la nada, y frente al nacionalismo fraccionario, que se repliega en su propio terruño, el imperio como idea ofrece una mediación sólida para pensar realidades políticas históricamente estructuradas. En el caso español esa realidad imperial, como hemos dicho, ya concluyó. Pero eso no significa que sus efectos históricos sean vanos o inexistentes: sigue siendo reconocible en sus vínculos lingüísticos, jurídicos y culturales con Hispanoamérica, pero su desactivación europea impide que esta racionalidad se convierta en fuerza política. Y viceversa.
En conclusión, pensar a España desde la perspectiva del racionalismo materialista implica asumir que no es ni puede ser ya un imperio, pero que tampoco puede reducirse sin contradicción a un Estado miembro indiferenciado dentro de la red burocrática europea (cada vez más claramente corrupta hasta el hedor). Su identidad histórica ha sido construida desde una forma imperial generadora, y esa estructura aún opera –aunque cada vez más debilitada– como base de su identidad cultural, lingüística, jurídica e histórica. La integración en la Unión Europea ha significado la negación de esa identidad, no por «evolución natural», sino por una ingeniería institucional e ideológica que busca desactivar todo lo que remita a estructuras autónomas de poder no subordinadas al proyecto europeísta. La tarea filosófica y política consiste, por tanto, en denunciar esta neutralización, en desmontar los mitos legitimadores del europeísmo y en recuperar, desde una crítica racional, el papel que España puede y debe desempeñar como eje de articulación histórica entre Europa, América y el mundo hispánico. No como una pieza más del engranaje europeo, sino como una nación política con una tradición, identidad e intereses propios.