La traición pactada: España entre el cáncer del nacionalismo y la inmunodeficiencia gubernamental

La traición pactada. Emmanuel Martínez Alcocer

La lógica del nacionalismo secesionista en España, particularmente –aunque no exclusivamente– en sus formas catalanas y vascas, no responde a una reivindicación legítima de «justicia histórica» o a una articulación real de proyectos políticos alternativos, sino que opera como una maquinaria ideológica alimentada por mitologías, victimismos estratégicos y aspiraciones oligárquicas. Lejos de constituir un movimiento de «emancipación», el nacionalismo fraccionario en España ha degenerado –por no decir que nació ya así– en un artefacto doctrinal con una doble función: por un lado, reproduce incesantemente una ficción etnicista para mantener un relato legitimador; por otro, sirve como instrumento de negociación chantajista en la política nacional. Y más en situaciones como la actual, con un gobierno tan débil del que seguir consiguiendo privilegios y pactos favorables a cambio de un puñado de votos. En esta lógica perversa, el nacionalismo fraccionario cuando gana, impone; cuando pierde, se victimiza; y mientras tanto, convierte cualquier resistencia a su narrativa en combustible para reforzar su causa. Lo peor es que no necesita convencer; le basta con dividir.

Este constructo ideológico y político ha sido cultivado durante décadas por élites locales que, disfrazadas de portavoces del «pueblo orpimido», han usado el aparato autonómico no como medio de autogobierno eficiente, sino como laboratorio de ingeniería social y etnolingüística. En Cataluña, el pujolismo primero y el procés después representan dos fases de un mismo proyecto: consolidar una estructura de poder cerrada, autorreferente, patrimonializada por clanes familiares. Una gigantesca red clientelar y corrupta hasta el hedor que se alimenta del presupuesto público, depredando las instituciones sociales y políticas de la región y del resto del país. En el País Vasco la alternancia entre el nacionalismo moderado y el radical –si es que podemos hacer esta distinción– ha operado con una coreografía política similar. Una coreografía que refuerza la idea de un «nosotros» oprimido frente al «ellos» estatal, el opresor Estado español, y que ha convertido la desafección hacia el resto de España en un valor identitario.

Pero el verdadero triunfo del nacionalismo no se mide en declaraciones de independencia fallidas ni en escaños autonómicos. A pesar de que esto no es ya poco y sería motivo de alarma en cualquier país que defendiera su soberanía. Su mayor victoria se consuma cuando consigue que buena parte de la población española, incluso la que no comparte sus postulados, empiece a mirar con recelo todo lo que provenga de «lo catalán» o «lo vasco», como si tales signos étnico-culturales –las famosas y metafísicas señas de identidad– fuesen ya de por sí expresión política de una «voluntad de ruptura». En definitiva, lo crucial a entender es que el nacionalismo vence cuando logra que la unidad nacional, en lugar de como un proyecto político común, se perciba como un forcejeo entre partes incompatibles. Y eso es lo que ocurre cuando se permite que una parte de la nación política española construya su legitimidad mediante la negación de la nación misma, con la complicidad de un Estado debilitado.

Esta situación se agrava hoy con una coyuntura especialmente crítica: el gobierno central atraviesa una crisis de legitimidad como pocas veces se ha visto. Los escándalos de corrupción que han estallado de manera diaria –y los que están por estallar– han erosionado sus márgenes de maniobra. La caída de figuras como José Luis Ábalos o Santos Cerdán, lejos de ser una operación de higiene interna, son movimientos defensivos de un presidente, Pedro Sánchez, que ha optado por encapsularse en una lógica de búnquer. La estrategia de la resistencia incondicional, bajo el disfraz retórico de una regeneración democrática que nunca llega, no es sino una maniobra para blindar su posición sacrificando piezas menores mientras él se presenta como víctima de una conspiración sistémica. Dirigida, al parecer, por un fantasma que recorre Europa y que ya no se denomina comunismo, sino ultraderecha.

En este contexto, los partidos nacionalistas y secesionistas que sostienen al gobierno no dejarán pasar la oportunidad. El cálculo es simple: cuanto más acorralado esté el gobierno, más predispuesto estará a otorgar concesiones que en otro contexto no serían impensables, pero al menos sí innecesarias. El último ejemplo sangrante es el pacto establecido con los dirigentes de la región catalana para, en un tiempo no definido –pues el documento del acuerdo, como es habitual, es bastante indefinido y borroso en los tiempos y modos de realizar lo pactado–, dinamitar la Hacienda común española, una de las pocas instituciones básicas del Estado que quedan sin romper, generando una Hacienda catalana que pueda recaudar 30 mil millones de euros más al año sin contribuir a la financiación común de España. Pero esto no ocurre sólo con gobiernos del PSOE, aunque quizá sea este partido el más tendente a ello, sino que la situación recuerda a una patología ya conocida en la historia política de España: la de gobiernos débiles que, para seguir respirando, entregan partes del cuerpo nacional a quienes quieren desmembrarlo. Con cada acuerdo, con cada cesión, con cada «mesa de diálogo» que sólo sirve para blanquear a quienes atacan la unidad nacional, el Estado se debilita y el nacionalismo avanza. No necesita conquistar; le basta con obtener, por agotamiento del contrario, lo que nunca habría logrado por méritos propios.

Y es que el nacionalismo no descansa. A diferencia de partidos estatales como PSOE o PP, que fingen una cierta lealtad a la unidad nacional, los partidos secesionistas tienen claro que toda ocasión de crisis es una oportunidad. Aprovechan los momentos de descomposición gubernamental para colocar sus demandas: más competencias, más financiación, más indultos, más impunidad para quienes conspiraron contra el orden estatal… Y lo logran porque frente a ellos no tienen un gobierno con un proyecto nacional firme, sino un poder en retirada que convierte la «gobernabilidad» –esto es, la parasitación de las instituciones gubernamentales– en su único ideal, aunque sea al precio de la propia soberanía y unidad del Estado, cada vez más erosionada desde fuerzas internas y externas al mismo tiempo.

Esta debilidad es especialmente grave desde el punto de vista del materialismo político, que concibe al Estado como la estructura atributiva indispensable en la constitución soberana de la sociedad política. Cuando la soberanía se fragmenta en una larga lista de eufemismos ideológicos que encubren negocios partidistas, como «conciertos fiscales», «realidades plurinacionales» o «singularidades culturales», lo que se fractura no es sólo un sistema institucional, sino el principio mismo de unidad política sobre el que se asienta la ciudadanía común. A pesar de lo grave que es, la disolución del Estado no se da necesariamente por una declaración formal de secesión; a menudo ocurre más peligrosamente de forma paulatina, imperceptible, mediante una acumulación de concesiones que vacían al Estado de su capacidad operativa real. Cosa que se comprobó por ejemplo en la situación generada con la crisis covidiana.

El nacionalismo no busca gobernar España, porque no la reconoce. Busca gobernar su porción segregada, su cortijo regional, como si fuese un Estado distinto, con legitimidad «originaria». Y lo consigue gracias a una anomalía estructural de nuestro sistema político: la posibilidad de que quienes no creen en la nación española y la desprecian puedan condicionar, e incluso dirigir, sus órganos de gobierno. Esta es una paradoja de gran imprudencia que no se resolverá con reformas cosméticas ni con apelaciones a la «pluralidad territorial», sino con una redefinición filosófico-política del Estado que se atreva a cuestionar los dogmas del autonomismo sentimental y el multiculturalismo anestesiante.

En definitiva, la actual confluencia entre un nacionalismo ideológicamente perverso y un gobierno estructuralmente débil constituye una amenaza de primer orden para la estabilidad de España como sociedad política. Si el nacionalismo es el cáncer, la debilidad del gobierno es la inmunodeficiencia que lo deja crecer. Y mientras el presidente ensaya la representación teatral de la regeneración democrática desde la tribuna parlamentaria, lo que realmente se está gestando es una mutación del orden constitucional en la sombra, mediante pactos que nadie vota y estrategias que nadie controla. España no necesita mártires de salón, necesita estadistas que piensen en términos de interés nacional, no de supervivencia.

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