Desde que los puritanos partieron en el siglo XVII a las colonias americanas que hoy conocemos como los Estados Unidos de América, tenían una cosa clara: querían ser un ejemplo. Con esta idea en mente, John Winthrop elabora un discurso que se funde para siempre en la identidad americana, creando así un axioma ideológico propio. Ya en Southampton, antes de partir allende del mar, este predicador inspira a sus compañeros de travesía que embarcarían en la nave Arabella con el discurso “Un modelo de caridad cristiana”. Aquí cita a San Mateo (5:14) donde Jesús advierte que una ciudad en una colina no se puede esconder. Resalta Winthrop que ellos, al llegar a la bahía de Massachusetts, crearán una comunidad que será como la ciudad en la colina y los ojos de todo el mundo estarán fijos en ellos. Si esta nueva comunidad fracasara en su vínculo con Dios, debían ser una historia y un ejemplo de lo que no hacer y los demás pueblos testigos de lo sucedido.
Winthrop queda olvidado durante doscientos años, hasta que se recuperan sus tratados y discursos a mediados del siglo XIX y comienza a crearse la idea de el excepcionalismo americano, pervirtiendo ligeramente el discurso mediante la omisión de la última parte, en la que aclara que los ojos de todos los pueblos estarán en ellos para que, en caso de fracasar, sean un ejemplo de cómo no hacer las cosas.
En 1961, Kennedy utiliza “la ciudad sobre la colina” para hacer referencia a la relevancia en el mundo de los Estados Unidos, haciendo hincapié en la resiliencia y el empuje de la nación americana diciendo “Aquellos a los que se les da mucho, se les requiere mucho”. El presidente ensalza, en el lugar donde arribó Winthrop, con el mensaje de Winthrop, algo que el predicador no quería expresar. Se comienza así la gran perversión del mensaje que no acaba ya hasta nuestros días.
En 1980, en la tarde de las elecciones, Reagan también hace alusión a la “brillante ciudad en la colina” en su discurso “Una visión para América”. En este caso, lo hace con la intención de unificar a la nación, de distintas razas y credos, haciéndoles ver que nada les diferencia de los primeros colonos del Potomac y que siguen siendo esa ciudad brillante en la colina. Lejos queda ya la humilde idea de Winthrop de ser observados para que se preste testimonio en caso de fracasar.
Llegamos al siglo XXI y la idea sigue resonando en los estadounidenses. Obama, en 2006, da un discurso en Boston continuando la intención integradora que pudiera tener Reagan en su momento y sirviéndose del discurso de Winthrop les pone de resalto a los estudiantes de la Universidad de Massachusetts Boston que viven en el suelo donde comenzó el sueño de Estados Unidos; una ciudad brillante en la colina, donde cualquier persona, de cualquier raza, credo u origen, puede encontrar un futuro en el sitio más inesperado.
Por último, en 2016, Romney, probablemente resentido por los resultados en las anteriores elecciones y la imposibilidad de entrar en la carrera electoral de nuevo, alega que el candidato (que más tarde sería el presidente) Donald Trump carece del temperamento y el juicio para mantener a los Estados Unidos como esa ciudad brillante en la colina. Esto es ya el summum de la perversión del mensaje que Winthrop pretendía mandar a sus compañeros de viaje. Completamente opuesto a la humildad que pretendía el predicador, Romney eleva a América a joya de la corona mundial y denosta a Trump y su capacidad para mantener a Estados Unidos como tal
Durante el siglo XX y XXI, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, lejos de intentar ser esa ciudad brillante en la colina de Winthrop, ha impuesto a sangre y fuego su modelo en todo el mundo, abanderando la excepcionalidad americana, pervirtiendo la ciudad en la colina. Esta ciudad que debía radiar virtud o fracasar, se dedica a corromper, conspirar y sellar el destino de naciones enteras para su propio interés, condicionando aquellas que sean antiguas mediante préstamos o una filosofía americana pegajosa y facilona que invade la mente de las sociedades sin ningún esfuerzo y se queda en la cabeza como el estribillo de las canciones del verano.
Durante sus 4 años como presidente, Trump intentó reabsorber a los Estados Unidos en sí mismos. Sin hacerlo de manera consciente, parece ser, apaciguando determinados conflictos externos, acabando con algunas guerras y aflojando en cierta medida la pretensión de “llevar la luz” al resto del mundo, Trump resituó a su nación en una posición más acorde a un modelo pasivo y, por tanto, algo más cercana a la primitiva idea de la “ciudad en la colina”. Posteriormente, los años demócratas respaldados por globalistas, han creado problemas que nunca se han tenido en otras naciones y han proporcionado a estas soluciones que nunca habían pedido.
En los próximos 4 años, tal vez pudiera existir una ventana de oportunidad, “la ventana de Trump», que puede interpretarse como una ocasión para que ciertas naciones, debilitadas por los ecos wokistas que han llegado desde EEUU, reafirmen su soberanía frente a las presiones de la globalización. Gustavo Bueno argumentaría que estas presiones globalistas representan una forma de poder hegemónico que busca homogeneizar y controlar a las naciones, eliminando su individualidad y capacidad de gobierno. Se puede poner como ejemplo de herramienta de manipulación la llamada «culpa blanca», una perversión de la culpa cristiana. Esta “culpa blanca” es utilizada para debilitar la identidad nacional y fomentar la sumisión a un poder global y así amordazar a las sociedades contra el fenómeno de la invasión silenciosa.
La dialéctica de las naciones de Bueno sugiere que la lucha por la soberanía no es sólo una cuestión política o económica, sino también cultural e ideológica. Las naciones deben resistir las influencias externas que buscan imponer valores y estructuras ajenas, y en cambio, deben buscar reafirmar su propia identidad y valores históricos. Este conflicto entre la nación y las fuerzas globalistas es una manifestación de la dialéctica histórica que define la interacción entre las diversas naciones y poderes a lo largo del tiempo.
EEUU, como hegemón requemado, debe replantearse su posición y su relación con otras naciones. La reelección de Trump pudiera suponer este punto de inflexión que necesita el país americano para no colapsar por sobre él mismo. Por el contrario, las naciones del viejo continente deben reflexionar y ver si quieren volver a ser relevantes en algo en el mundo o continuar perdiendo la batalla contra el globalismo, siendo meros peones de otras potencias. La “ventana de Trump”, con todas las reservas, limitaciones y dudas que lógicamente suscita, pudiera constituir una vía de escape al wokismo, la invasión y la culpa, y ofrecer una oportunidad para redefinir el papel de cada nación en el escenario global. Este momento crucial podría marcar el inicio de una nueva era de soberanía y liderazgo, donde las naciones europeas deben decidir si desean recuperar su protagonismo o seguir siendo subordinadas a las fuerzas globalistas. La elección es clara: aprovechar en lo posible esta hipotética ventana para fortalecer la identidad y autonomía nacionales.
La responsabilidad recae en la acción de las que fueron potencias hasta antes de la Primera Guerra Mundial para levantarse e intentar escapar por esa ventana del edificio en ruinas que habitan en la actualidad.