Las mil y una noches (Afganistán. Cuarta parte)

Las mil y una noches (Afganistán. Cuarta parte). Fernando Sánchez Dragó

Dejé el relato cuando íbamos los cuatro, más la nascitura, hacia Kandahar embutidos con calzador en los huecos del camión que nos había recogido tras el naufragio del Indómito Volkswagen al borde de la autopista.

Haré todo lo posible para que hoy acabe este interminable serial no vaya a ser que su prolongación acabe también con la paciencia de los lectores.

El diluvio seguía. Serían ya las ocho de la noche cuando el camión del rescate nos dejó ante el portón de acceso a un hotel de cochambrosos bungalows casi desierto en el que pedimos y obtuvimos hospedaje. Sólo moraba en él, aparte de nosotros, un danés de colosal estatura y espíritu generoso que poseía un Land Rover en el que había llegado hasta allí y que se ofreció a llevarnos en cuanto amaneciera al escenario de la catástrofe y a remolcar el Volkswagen hasta tierra firme.

Dios, o acaso Alá, nos dijimos, enviaba a aquel ángel rubio para que no sacase del atolladero.

Pasamos todos, menos el danés, el resto de la noche acurrucaditos alrededor de una estufa que no calentaba mucho, y a las cinco de la mañana nos desperezamos, acudimos a la habitación del ángel rubio, que ya estaba en pie, y allá que nos fuimos todos en su Land Rover hacia el punto de la autopista donde habíamos abandonado el Volkswagen.

Clareaba. La dudosa luz del día, tal como Góngora había descrito la suave luminosidad del alba, fue la mensajera de una escena que nos dejó anonadados. La lluvia había seguido cayendo toda la noche y el charco y parco barrizal de diez horas antes se había convertido en un lago de colosales proporciones cuya aguas cubrían por completo los seis carriles de la autopista e inundaban el horizonte. En él, a unos cien metros de distancia, hundido hasta el borde inferior de las ventanillas, asomaba el Volkswagen, visualmente reducido a ellas, a su techo y a la tienda de campaña que lo remataba.

Su dueño, desmoralizado por lo que veía, se vino abajo, tuvo una crisis de nervios y dio la batalla por perdida. El otro tripulante, que era argentino, lo imitó. Caterina, con los brazos cruzados sobre el vientre en el que se alojaba nuestra hija, mantuvo la serenidad y la quietud. Sólo yo ‒perdonen que lo diga sin ánimo de presumir‒ hice de la necesidad virtud, me engallé, imité a Robinsón, me despojé de la camiseta, el pareo y las sandalias, me quedé en calzoncillos, me adentré en el océano, pues tal parecía, y me puse a nadar vigorosamente hacia el buque abandonado con ánimo de rescatar en la medida de lo posible nuestras pertenencias.

Mis dos compañeros, al verme, recobraron el aliento, me imitaron y se tiraron al agua. En la orilla de la laguna, a todo esto, iban arracimándose grupos de mirones. La radio macuto de Kandahar ya había transmitido, de boca en boca, de oreja en oreja y de narguile en narguile, la noticia de que tres chalados de piel blanca y en calzoncillos estaban haciendo lo que nosotros hacíamos: ir y venir, estirando y encogiendo las piernas, chapoteando con los brazos y cabeceando, desde lo que hasta unas horas antes era autopista hacia el casco de un vehículo parcialmente sumergido en las turbias aguas de una laguna misteriosamente surgida de la nada.

Íbamos y veníamos, como digo, buceábamos, cargábamos con ropas, objetos y documentos, los llevábamos a la orilla, los descargábamos en ella para que se secaran y regresábamos al pecio en busca de otro cargamento. Y así, brazada tras brazada, hasta rescatarlo y transportarlo todo.

¡Con decir que incluso aparecieron como moscones los chicos de la prensa local, acompañados por los consabidos fotógrafos, y que al día siguiente aparecimos los tres, casi en pelotas, en los periódicos no sólo de Kandahar, sino del resto del país, está dicho todo!

Volvimos, empapados, al hotel en el Land Rover, más bien Land River, del danés, celebramos allí una asamblea de damnificados por la inundación, hicimos acopio de los cuatro cuartos que nos quedaban y se los entregamos a Alberto Porta, único italiano del grupo, aparte de Caterina, para que regresase a Kabul en autostop y pidiese ayuda en la Embajada de su país.

La elección era inevitable. En Afganistán no había por aquel entonces ninguna representación diplomática de España ni de Argentina. Italiana, sí, y a esa incierta opción nos acogimos.

Abrevio. Las tres personas varadas en el hotel disponíamos de una cantidad equivalente a dos pesetas por persona y día para sufragar nuestros gastos. Eso nos daba lo suficiente para pagar a tocateja un plato de arroz viudo sin aditamento alguno. A tocateja, digo, porque nos fiaban el precio de la habitación dando por hecho que más pronto o más tarde la pagaríamos, pero no el de nuestra escueta alimentación.

Así estuvimos, desfalleciendo y al borde de rendir el alma por inanición, durante tres jornadas, al cabo de las cuales regresó el buen Alberto de Kabul ‒que estaba, ya lo dije, a seiscientos kilómetros de Kandahar‒ con el magro viático de sesenta dólares por cabeza, creo recordar, que le habían entregado en la Embajada. Pocos eran, pero bastaron, sin embargo, no sólo para pagar nuestras deudas y permitirnos el lujo de devorar, ya in extremis, unos pinchos de correoso cordero y unos dátiles, sino también para…

Stop. ¡Cuánta fatiga! Aquí lo dejo, avergonzado, eso sí, porque he faltado a mi palabra de que hoy pondría fin al relato de mis andanzas por Afganistán en aquel glorioso año de 1968, cuando en París se armó una zapatiesta descomunal y nosotros ‒Caterina, Alberto Porta, Roberto Moscewicz y yo‒ éramos tan pobres y tan felices como en esa misma ciudad lo había sido mi maestro Hemingway muchos años atrás.

O sea: que continuará… Ya te digo.  

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