– Me encuentro fatal. Seguro que anoche algo me sentó mal, pero ¿qué fue?. Bueno –se dijo-, me daré prisa o llegaré tarde al trabajo.
Laura se encaminó hacia su trabajo, pero al llegar, se sintió inusualmente fatigada.
– ¿Por qué estoy tan cansada si ayer no hice nada especial para encontrarme así? Cuando llegue a casa pediré cita para que me vea un médico.
Llegó a casa y no notaba mejoría, así que cogió el teléfono y pidió cita en una clínica. A la hora concertada Laura se personó allí. Al entrar, vio el puesto de la recepción y sentada detrás a una chica con uniforme de enfermera. Se acercó y, tras un breve intercambio de saludos, fue contestándole uno por uno a todos los datos que le requirió. Cumplimentado el cuestionario, se sentó en la sala de espera. Al momento, la enfermera le avisó que ya podía pasar y Laura llamó a la puerta de la consulta mientras la entreabría.
– “Adelante”, se oyó una voz masculina.
– «Buenas tardes, doctor»
– «Buenas tardes señorita. Tome asiento y dígame qué le ocurre”.
– “Mire, llevo dos días encontrándome mal, tengo mareos y nauseas”. Entonces, el médico le preguntó:
– “¿Puede ser que haya comido algo en mal estado o que sea un poco de estrés?”
– “No, no creo, doctor”.
– “Y ¿a qué horas del día se encuentra peor?”
– “Por las mañanas y al levantarme”.
– “Bueno, voy a mandarle unas pastillas y si dentro de dos o tres días no se encuentra mejor, pida cita para que la vuelva a ver”.
– “Buenas tardes y gracias”.
Entró en una farmacia cercana a su domicilio, compró el medicamento y salió.
Al llegar a casa, tomó la medicina. Pasado un rato no experimentaba ninguna mejoría. Comió algo, pero vómito. Se acostó. Tampoco lograba dormir hasta que, horas más tarde, el cansancio la venció y un ligero sueño acabó envolviéndola. A la mañana siguiente llamó a la clínica para pedir de nuevo cita con el médico y aquella misma tarde la recibió.
– “¿Como se encuentra?”
– “Muy mal, doctor. Yo diría que peor”.
– “Bueno. Le mandaré unas pruebas y veremos el motivo de que se encuentre así”.
Transcurridos unos días, Laura recogió los resultados de las pruebas y volvió al médico. Al verlos, él le dijo:
– «Señorita, la voy a reconocer y así salgo de dudas».
Completado el examen, acompañando sus palabras con una leve sonrisa, el médico le comunicó la noticia:
– «Señorita, está usted embarazada. ¡¡Enhorabuena!!”
En aquel momento, Laura se quedó perpleja. Con lágrimas en los ojos y un gesto de incredulidad, apenas atinó a decir:
– “Pero… ¿cómo me ha pasado esto? Ahora no, no”.
– “Seguro que a su marido le hará mucha ilusión», repuso el facultativo intentando consolarla.
– «No tengo marido, estoy sola», musitó lánguidamente Laura. Y salió de la consulta.
En el camino de vuelta a su hogar no dejaba de pensar qué podría hacer para solventar el “problema”. Tenía que encontrar una solución, pero ¿qué solución? Y así, meditabunda, con paso corto y cansino llegó a casa y se tendió sobre la cama con la mirada fija en el techo. Daba vueltas y vueltas cavilando sobre qué podía hacer. Horas más tarde el cansancio volvió a derrotarla y se quedó adormilada. Fue un sueño inquieto. Al cabo de un rato despertó de repente, acordándose de una charla a la que asistió en el último año de carrera. El tema del coloquio trataba sobre los embarazos no deseados y prácticamente sugería una única solución: el aborto.
Ahora, ella se encontraba en esa situación. Entonces, se levantó y busco en internet centros que practicaran abortos en su ciudad. Escogió uno al azar, comprobó la dirección y se desplazó hasta el lugar elegido. Empujó la puerta y entró. Al acceder al interior la asaltó una sensación extraña, que no conseguía explicarse; era una sensación que jamás había experimentado. Le pareció un ambiente enrarecido, frío.
Se dirigió hacia un mostrador donde se encontraba una mujer de mediana edad vestida de blanco impoluto.
– “Buenas tardes”, saludó Laura.
– “Buenas tardes, dígame”, le respondió ella.
– “Querría cita con un doctor; me he quedado embarazada y no quiero tenerlo”.
– “Bueno, mire, tenemos un hueco mañana a las seis con la doctora Martínez”.
– “Vale, me viene bien”, contesto Laura.
– “Pues entonces, hasta mañana”, la despidió la mujer.
Aquella noche Laura no podía dormir y veía el tiempo pasar muy lenta y pesadamente. Fue una noche llena de dudas. Se decía,
– ¿Voy?. Todavía puedo echarme atrás.
Pero en su interior algo la empujaba a no ver otra solución que el aborto para ese embarazo no deseado. Después –pensaba- su vida (ahora trastocada) volvería a ser como antes. Cuando se acercaba la hora en que debía levantarse, se quedó dormida. Pero pronto sonó el despertador.
– ¡¡¡Ufff!!!, suspiró Laura. Me tengo que dar prisa para no llegar tarde.
Llegó al trabajo y fue una mañana tranquila. Ahora parecía tener más seguridad de que iba a hacer lo correcto.
Finalizó su jornada laboral sin mayores sobresaltos. Más tarde, se dirigió al centro donde le provocarían el aborto. Entró, saludó a la recepcionista y se sentó a esperar que la llamaran. Pasados unos minutos, la mujer le indicó que ya podía pasar. La recibió la doctora que le iba a practicar el aborto.
– “Siéntese Laura. Veo que está usted un poco nerviosa. No se preocupe, suele pasarle a toda mujer que va a interrumpir su embarazo. No tema, no sentirá nada, pronto estará fuera y su vida volverá a la normalidad”.
Le entregaron una especie de bata y la dejaron unos instantes para que se desvistiera. A continuación la pasaron a un quirófano y le indicaron que se tumbase en la camilla. Seguidamente, una enfermera se colocó entre sus pies y el ecógrafo que había delante, Le pusieron una mascarilla y en pocos minutos entró en una especie de sopor y no notó ningún dolor. Al despertar se percató de que estaba mojada, se sentó en la camilla y vio que estaba sangrando. Pero lo peor fue cuando bajó la mirada fijándola en un balde con unos trocitos de carne ensangrentados. En ese momento, horrorizada, pensó:
– ¡Qué he hecho! ¡¡¡ He matado a mi hijo!!!
Y los nervios y la desesperación se apoderaron de ella. La doctora ya no se encontraba en el quirófano. Se le acercó una enfermera intentando calmarla y le dio una pastilla para que se la tomase antes de dormir.
Laura salió del centro aturdida y confusa, iba por la calle perdida, sin rumbo fijo, anegada de tristeza y angustia. Llegó a su casa y se acostó. El teléfono sonó varias veces, pero no lo cogió; volvió a sonar una y otra vez; al fin, contestó.
– “Dígame”.
– “Laura, soy Tomás. Estamos preocupados por ti, te hemos llamado y no contestas. ¿Estás bien?”
– “Sí. Es que pedí tres días en el trabajo para desconectar y descansar”, -mintió Laura-.
– “Bueno, esta noche hemos quedado todos los del grupo para cenar y tienes que venir, no valen excusas”.
– “Quizás otro día, hoy estoy cansada y quiero acostarme pronto”.
– “No, no, no. Paso a recogerte a las ocho” –sentenció con firmeza Tomás-.
A Laura no le quedó otro remedio que aceptar.
Tomás, con puntualidad británica, a las ocho en punto la esperaba abajo. Laura entró en el coche y lo saludó con un abrazo.
– ¿Qué tal estás, Laura?”
– “Bien ¿y tú?”
– “Yo muy bien”, respondió él.
Se dirigieron al restaurante donde el resto del grupo los esperaba y la saludaron cariñosamente. La conversación se fue animando, pero sobre las once Laura dijo que se iba a casa, pues estaba cansada. Cuando al fin llegó, se dirigió directa a la cama, se acostó y se quedó dormida. Comenzó a soñar y al poco la empezaron a asaltar terribles pesadillas en las que veía a su hijo ensangrentado que le decía:
– «Mamá ¿por qué lo hiciste? Yo esperaba con mucha ilusión verte, abrazarte y que tú me abrazaras. ¿Qué hice mal? Yo ya te quería…”
Laura se despertó bruscamente. Estaba bañada en lágrimas, su corazón latía con fuerza desacompasadamente y la embargaba ese sentimiento que persigue a toda mujer después de abortar. Se hallaba desesperada, se sintió el ser más despreciable que existía. La angustia, la pena y el remordimiento la invadían, pensaba que su vida no tenía sentido y lo único que deseaba era ser perdonada por su hijo y reunirse con él.
Pasaron varios días. Sus amigos se habían quedado bastante preocupados el día que quedaron a cenar, pues la habían encontrado mal de ánimo y desmejorada. Como no contestaba al teléfono, uno de ellos decidió acercarse a su apartamento. Tocó el timbre sin parar, una vez tras otra. La llamó con el teléfono móvil y a lo lejos escuchó el inconfundible tono que Laura había instalado en su nuevo smartphone del que no se separaba nunca. Repitió la operación varias veces. Al no obtener respuesta, forzó la puerta. Cuando logró entrar, vio a Laura tendida en el suelo. Junto a ella había un frasco de pastillas vacío y en su mano, una carta que decía:
– «Hijo, deseo que algún día me puedas perdonar por acabar con tu vida. Sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero es lo único que puede darme un poco de paz y lo que necesito para ir a reunirme contigo. ¡¡¡Te lo ruego!!! ¡¡Espérame!!. Mamá”