¿Liberalismo o esclavismo?

¿Liberalismo o esclavismo?. Daniel López Rodríguez

Es muy usual -se ha convertido prácticamente en una vulgaridad (e incluso en una vulgaridad académica, o más exactamente academicista)- rasgarse las vestiduras con moralismo filisteo sobre los crímenes del comunismo, del nazismo o del franquismo. Pero muchos menos son los que se rasgan las vestiduras con los crímenes del liberalismo. E incluso los hay que afirman que son comunistas y nacionalsocialistas los que tiene millones de crímenes a sus espaldas pero que el liberalismo está exento de tales abominaciones. 

Nosotros no nos rasgaremos las vestiduras con los crímenes de tales regímenes porque no pretendemos llorar y ni mucho menos reír sino, en todo caso y en la medida que podamos, entender, que no es poco. Tampoco pretendemos juzgar sobre hechos históricos, pues eso es más propio de jueces, politicuchos y periodistas con ínfulas redentoras, con complejo de Jesucristo, pues creen que tienen potestad para juzgar a los vivos y a los muertos. 

Lo único que queremos advertir brevérrimamente es que los «buenos» también matan, esclavizan y empobrecen; e incluso puede que más que los otros. Desde luego es así en términos absolutos (pues hablamos de más tiempo y más espacio, es decir, más historia y más países conquistados), y estaría por ver si también lo es en términos relativos. Una exposición más detallada ya la expuse pensando contra el locutor de esRadio Federico Jiménez Losantos en la crítica que publiqué en El Catoblepas titulada «El libro negro de Federico» (parafraseando a los autores franceses de El libro negro del comunismo), en un capítulo titulado «Los crímenes de los buenos»: https://www.nodulo.org/ec/2018/n184p02.html. Y a su vez en el canal de Youtube de Fortunata y Jacinta que dirige y presenta Paloma Hernández, que titulamos también «Los crímenes de los “buenos”»: https://www.youtube.com/watch?v=6j-zjmq5O4E&t=3s&ab_channel=FortunatayJacinta.

El liberalismo no es un ente abstracto, sino que es posible a través de los Estados e incluso de Imperios. Luego ¿a quiénes nos referimos con los liberales? Fundamentalmente al Imperio Británico, a Francia, Holanda y también Estados Unidos (ya sean católicos, protestantes, judíos, ateos o lo que sea). Era importante aclarar esto.       

Es paradójico que un régimen que se autodenomina «liberal» y en una época que se autodenominó «ilustrada» suponga a su vez el mayor refinamiento de la institución de la esclavitud. De modo que «la esclavitud en su forma más radical triunfa en los siglos de oro del liberalismo y en el corazón del mundo liberal» (Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, Traducción de Marcia Gasca, El Viejo Topo, Roma-Bari 2005, pág.46). Esclavitud a la que hay que añadir un efecto económico de una violencia insólita: «reinos que acuñaban moneda son devueltos al estado tribal, federaciones de tribus se dislocan en comunidades errantes, imperios constituidos se desmoronan, las aldeas son abandonadas, los campos dejados en erial faltos de agricultores. La inseguridad general bloquea el comercio, los intercambios intercontinentales se retraen al plano regional. Un largo estancamiento económico acompaña la caída demográfica… La relativa prosperidad, debida al despegue económico de África occidental (sensible desde el siglo XII), no pudo sobrevivir a tales golpes. En 1800, el continente entero había retrocedido un milenio» (P. Paraire, «Economía servil y capitalismo: un balance cuantificable», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001, 2001, págs. 49-50).

Visto esto, como se pregunta Domenico Losurdo, ¿podemos referirnos como «liberales» a gobiernos como los de Holanda, Gran Bretaña y Estados Unidos?  «Dada la representación dominante del liberalismo en la actualidad, ¿qué sentido tiene definir como liberal una sociedad en el ámbito de la cual una parte considerable de la población está sometida a dictaduras militares; donde las clases populares de la metrópoli están al menos parcialmente excluidas de la libertad negativa; donde este tipo de libertad no es, en modo alguno, el ideal de las clases propietarias y donde -en el seno de las mismas-, el principio de igualdad civil y política conoce serias limitaciones?» (Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, pág. 125).

Luego no podemos estar de acuerdo con la siguiente afirmación: «A medida que el liberalismo se fue infiltrando en la sociedad, cada vez era más difícil permanecer en silencio ante la esclavitud. A finales del siglo XVIII, las mentes más destacadas de la civilización occidental (Bentham, Hume, Locke, Montesquieu, Rousseau y Voltaire, por ejemplo) ya habían reconocido la injusticia de la esclavitud» (Matthew White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellví y Rosa María Salleras Puig, Crítica, Barcelona 2012, pág.245). 

¡Menuda lista! ¿Locke reconoció la injusticia de la esclavitud? ¿Acaso no fue el último gran filósofo que justificó dicha institución? La situación, a nuestro juicio, parece ser más bien la contraria a la que supone White. Más bien a medida que el liberalismo se fue infiltrando el esclavismo fue aumentando, y también lo hizo de forma encubierta bajo la explotación del proletariado, cuya tortura en los primeros años de la Revolución Industrial fue mucho más acusada que la de los siervos de la gleba. 

John A. Hobson pone entrelíneas la expansión extrema del «área del despotismo inglés», cuyo gobierno recurre a «métodos esencialmente autocráticos», de modo que «De los trescientos sesenta y siete millones de súbditos que viven fuera de la islas británicas, no más de once millones, o sea, uno por cada treinta y cuatro, tienen alguna forma de autogobierno, en lo que respecta a la legislación y a la administración. La libertad política, y la libertad civil que de ella depende, simplemente no existen para la inmensa mayoría de los súbditos británicos» (citado por Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, pág.227).

Un eminente autor liberal (que ya, en pleno siglo XIX, preludia el neoliberalismo), John Stuart Mill, justificó la esclavitud argumentando que la libertad «no puede aplicarse más que a los seres humanos en la madurez de sus facultades». Mill pide la «obediencia absoluta» de los bárbaros a fin de educarlos en el «trabajo ininterrumpido», trabajo que viene a ser el pilar de la civilización; de modo que postula una fase transitoria de esclavitud para las «razas no civilizadas», ya que existen «tribus salvajes tan adversas a la actividad regular y sostenida, que la vida industrial apenas puede introducirse en ellas, a menos que sean conquistado y se conviertan en esclavos» (citado por Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, pág.226).

También Tocqueville puso a los europeos como los tutores de los indígenas por la Gracia de Dios, sosteniendo que «La raza europea ha recibido del cielo o ha adquirido con su esfuerzo una superioridad tan indiscutible sobre todas las demás razas que componen la gran familia humana, que el hombre situado por nosotros -a causa de sus vicios y de su ignorancia- en el último peldaño de la escala social, es aún el primero entre los salvajes» (citado por Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, pág.229).

Karl Marx, que tanto denunció la explotación del proletariado, no dudó también en denunciar los métodos del colonialismo: «El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la reducción de los indígenas a la esclavitud, su reclusión a las minas o su exterminio, el comienzo de la conquista, el comienzo de la conquista y saqueo en la Indias Orientales, la conversión de África en una especie de coto comercial para la caza de negros, éstos son los procedimientos idílicos de acumulación primitiva que señalan la aurora de la era capitalista» (citado por J. Suret-Canale, «Los orígenes del capitalismo: siglos XV y XIX», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001, pág.40).

Durante el siglo XIX el colonialismo esclavista y mercantil evolucionó y se transformó en el último cuarto de siglo en el colonialismo moderno, también llamado «imperialismo» (Hobson, Lenin). Este imperialismo se prolongó hasta los años 50 del siglo XX, cuando la paz de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial reestructuró el escenario geopolítico con el auge de Estados Unidos y la Unión Soviéticas como Imperios universales frente al derrumbe inevitable del Imperio Británico (aunque no se hundió en el mundo de las finanzas y continuó existiendo la Commonwealth).

La conquista colonial se hacía en nombre de Dios (evangelización), de la Humanidad (humanismo), del progreso (progresismo) y de la civilización contra el salvajismo y la barbarie (y esto sí que no lo podemos negar, si se dice en sentido antropológico). Estas conquistas terminaron con los «reyezuelos sangrientos» que reinaban en África. También el colonialismo abría a África el comercio. Pues así es como funciona el capitalismo, abriendo nuevos mercados. 

En la Conferencia de África de Berlín en 1884-1885 se reunieron las potencias imperialistas europeas y también Estados Unidos para planificar y organizar el reparto de África. La dialéctica de Estados imperialistas desembocó en 1914 en la Primera Guerra Mundial, guerra que acabó, según leemos en El libro negro de la humanidad, con 15 millones de vidas (8,5 millones de soldados más 6,6 millones de civiles). Hasta entonces esta guerra fue la más mortífera en cuanto a soldados se refiere, sólo superada tres décadas después por la Segunda Guerra Mundial (aunque sobre las cifras de esta guerra también se ha exagerado y mucho, pues dicho conflicto se ha convertido en una máquina de ganar dinero a través de películas, documentales y vídeos, y da mucho morbo hablar de millones y millones de muertos).

Como decía Lenin en ¿Qué hacer?, «La libertad es una gran palabra, pero bajo la bandera de la libertad de industria se han hecho las guerras más expoliadoras y bajo la bandera de la libertad de trabajo se ha despojado a los trabajadores» (Vladimir Ilich Lenin, Obras completas, Tomo IV, Versión de Editorial Progreso, Akal Editor, Madrid 1974, pág.362).

Según El libro negro del capitalismo, «el dominio del capitalismo mundial es en el África de 1998 más fuerte que en la era colonial. La mayoría de los poblados del África occidental francesa vivían en 1930 en una quasi autarquía comunitaria, y no sentían el peso de la autoridad colonial más que por el trabajo forzado y el impuesto. A finales del siglo XX, ¡el campesinado de Costa de Marfil o senegalés sabe que el precio de su cosecha de cacao o de cacahuetes depende de las Bolsas occidentales… el capitalismo es todavía más directamente responsable en África de las consecuencias dramáticas que competen al crimen cotidiano: pobreza masiva, decadencia de los servicios públicos más elementales, analfabetismo en aumento desde hace diez años, paro mayoritario en los centros urbanos, que se llenan de vagabundos, son patrimonio común de la mayoría de los estados sometidos a la ley de hierro de endeudamiento y de los planes de ajuste estructural que les impiden cualquier desarrollo industrial endógeno» (Francis Arzalier, en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001, págs. 211-216-217).

En el siglo XXI están por ver los resultados de la incursión de la China comunista en África. 

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