Los años bárbaros del PSOE (II)

Los años bárbaros del PSOE (II). José Vicente Pascual

Continuación de Los años bárbaros del PSOE


En la introducción y primer capítulo de su ensayo El PSOE y la II República, plantea Javier Ruiz Portella una cuestión de método que es interesante traer a colación si queremos comprender el sentido y verdadero significado de las actuales posiciones de este partido, sobre todo en lo que se refiere a su caracterización del mapa político/ideológico y, consecuentemente, la formalización de alianzas a corto-medio plazo para desarrollar sus programas de intervención en la sociedad, tanto en posiciones de gobierno como desde la oposición.

Expone Portella algo de sobra conocido por cuantas personas mantuvieran un mínimo interés respecto a la historia reciente de España, aunque parece necesario recordarlo hoy más que nunca: la llamada “Transición”, proceso mediante el cual la sociedad española evolucionaría —en todas sus formas jurídicas y convivenciales— del régimen instaurado en 1939 a otro netamente democrático, supuso la concreción de un pacto histórico sin precedentes entre fuerzas políticas y sociales, partiendo de un principio igualatorio entre quienes impulsaron el proceso, algo muy necesario en el plano de la representación sublimada de lo real/óptimo aunque, evidentemente, la relación de fuerzas y hegemonía efectiva, en aquellos tiempos, no favorecía ni de lejos las posiciones de la izquierda; si bien esto último no era lo importante, de cara a la ejecución eficaz de aquella enérgica maniobra. Lo importante era establecer unas reglas comunes, por todos aceptadas y justificadas por el consenso social. Por supuesto, se hizo necesario el reconocimiento del pasado de todas y cada una de las fuerzas implicadas, cada cual con su papel determinado en hechos históricos de memoria bastante reciente —38 años desde la finalización de la guerra civil—, asumiendo todos su responsabilidad ante la historia y reconociéndose todos, unos a otros, plena legitimidad para actuar en el presente.

Ese fue el punto clave de la Transición: la legitimidad de las fuerzas políticas que participaron en aquella definición-proyección de futuro que ha sido operativa hasta nuestros días y que continúa vigente en el redactado constitucional que a todos, de momento, obliga. Una legitimidad no otorgada por ninguno pero aceptada por todos, respecto a si mismos y, sobre todo, respecto a los demás. De tal modo, las fuerzas de derechas, izquierdas y nacionalistas fueron capaces de ponerse de acuerdo en el trazado y diseño de un marco constitucional que, con sus luces y sombras, ha definido y marcado el período más largo de convivencia, progreso y libertad de los españoles.

El reconocimiento mutuo de legitimidad no es sólo un formulismo jurídico administrativo sino un requisito decisivo, de índole prácticamente biológica, para el desarrollo de la convivencia. La guerra civil española tuvo sus causas últimas, precisamente, en la radical negación de una parte de la sociedad respecto a la legitimidad de la otra, invalidándola para cuestión tan básica como existir. Manuel Pombo, en su novela La sombra de las banderas (1969), describe con desgarro aquella terrible situación: “Cada bando quería instaurar su paraíso en la tierra, y ese anhelo exigía la aniquilación del paraíso del contrario”.

La sociedad española en su conjunto, a partir de noviembre 1975, tras la muerte de Franco, y en el plazo asombroso de 19 meses, fue capaz de interpretarse, definir su futuro a largo plazo, transformar su base jurídica y convertirse en una democracia plena, todo gracias a que los agentes involucrados —partidos, sindicatos, movimientos sociales—, se reconocieron absoluta y mutua legitimidad. No ha habido país en occidente capaz de una evolución tan espectacular, en tan corto plazo y con resultados tan razonablemente exitosos. Lo cual supuso un triunfo fenomenal para los demócratas españoles y sigue siendo un orgullo para quienes consideran que la convivencia bajo el imperio de la ley es condición inexcusable a cualquier democracia.

Pero hablábamos del PSOE y sus años bárbaros.

El panorama de convivencia entre diferentes fuerzas en antítesis, en una dinámica de tensión generadora de avances sin “violencia ideológica”, ha durado en la reciente historia de España lo mismo que han durando las opciones que tenía el PSOE de ser un partido hegemónico y con vocación bien determinada de gobernar para todos los españoles. Entendámonos, para que el mapa quede claro: El PSOE de Felipe González, socialdemócrata al uso europeo, ganaba las elecciones con sus siglas y gobernaba para todos. A partir de la crisis de 1995, con la caída y desprestigio del presidente González y sus equipos gestores, el PSOE se percibió obligado a “renovar” su argumentario y presentar líderes mucho más beligerantes. “Acabada la dependencia, acabada la correspondencia, dice Gracián en su Arte de la Prudencia, y dice bien. Agotado el proyecto de un PSOE “nacional”, nace de inmediato el PSOE de nuestros días, un partido bronco y ante todo empeñado en deslegitimar a sus adversarios en la derecha. El acuerdo de la Transición, por los aires.

La ley de memoria histórica de Zapatero fue el primer paso. La ley de memoria democrática de Sánchez, el segundo. Según los nuevos dogmas del PSOE, nacidos no de la necesidad objetiva de la sociedad en evolución sino de los afanes del partido por sobrevivir en una realidad demasiado compleja para sus antiguas posiciones socialdemócratas, no todas las fuerzas políticas españolas están ya de antemano legitimadas. Las leyes socialistas de “memoria” establecen un claro filtro entre los partidos adeptos y los incómodos al nuevo orden jurídico. Por supuesto, según este delirante método de intervención sobre lo fáctico real, los partidos de derechas tienen que solicitar visto bueno a los “administradores” de la memoria democrática para existir sin sufrir reprobación legal; y lo más importante: son los partidos de izquierda, con el gobierno en cabeza, quienes otorgan legitimidad cotidiana a las actuaciones de las fuerzas que se opongan a sus políticas concretas. En suma: el PSOE vuelve a ser el que fue, un partido sectarizado. Se puede pintar la situación de muchas maneras, pero la evidencia es una: volvemos al inicio pre-transicional, la política vuelve a convertirse en cuestión de buenos y malos; los amigos siempre son buenos, hagan lo que hagan, y los adversarios son nefastos siempre; no hay política de Estado sino de partido; no hay una sociedad española sobre la que intervenir sino un galimatías autonómico con el que pactar; no hay política en grande sino “políticas” sectoriales; no hay… Por no haber, con esta gente no hay futuro.

Hace muy bien Javier Ruiz Portella en empezar su ensayo sobre la historia del PSOE en la II república hablando de la Transición y de lo que supuso para España y las generaciones de españoles que vivieron la desaparición del régimen franquista y el logro de la democracia. Esa es la primera, quizás única memoria que nos vincula a todos y nos aboca al cuido de los principios —también únicos— bajo los que ha sido posible convivir durante el último medio siglo. Si la historia no sirve para entender el presente, no vale ni para adorno. Y la historia nos dice que de entre todos los dirigentes socialistas que medraron durante los años bárbaros de la II república, el que vuelve sin complejos es Largo Caballero. Al tiempo.

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