Los paraísos líquidos de la distopía digital

Los paraísos líquidos de la distopía digital. Santiago Mondejar

Pero un mal distinto, una esclavitud distinta,

ahora la mente del mundo inventa

y a través de la técnica y la costumbre,

día a día se roba nuestra alma.

Hölderlin (Despedida)


Dijo Jorge Santayana[1] que el principio trascendental del progreso era el panteísmo, en el sentido de que éste no espera que nadie puede hallarse cómodo en su propio sitio, sino que impele a encontrar la auténtica libertad y felicidad en la incertidumbre y el desarraigo, emprendiendo un viaje forzoso hacia un destino inhóspito, similar al vagar de los emigrantes. Bajo esta cosmovisión, el mundo surgió de una nebulosa, y acabará en otra. En el ínterin, la felicidad no consiste en permanecer como una estrella fija, radiante y pura, ni siquiera fugazmente; más bien, consiste en fluir y disolverse en armonía con el destino supremo de cada individuo.

Como sostiene igualmente Zygmunt Bauman[2], la idea de progreso se entrelaza, de esta manera, con la noción de evolución universal, y surge de la noción del cambio continuo como liberación; una compulsión hacia la perenne mutación, el fluir perpetuo, la diversidad ontológica: estancarse equivale a una suerte de aniquilación existencial.

La paradoja es que este flujo, cuanto que corriente continua de acción, deviene en influjo paralizante, si se le da rienda suelta. Como sabemos por Ortega[3], al nacer, el ser humano se halla inmerso en el entramado de creencias dominantes de su época, impregnándose de su esencia. Sin embargo, la querencia por conocimiento lleva a examinar las creencias para convertirlas en ideas, en un proceso dialéctico que se revela como la manifestación de la realidad fundamental del ser humano.

Según Ortega[4], en cada momento histórico, convergen tres generaciones distintas, cada una representando un ciclo vital distintivo: la generación emergente, la generación en su plenitud y la generación en decadencia. Aunque las ideas y creencias de estas generaciones coexisten en el mismo presente, son divergentes, lo que implica que los individuos de una misma época son contemporáneos pero no coetáneos, al pertenecer a generaciones distintas. Esta coexistencia generacional constituye el motor que impulsa el avance o retroceso de la historia.

Así, en ciertas épocas históricas, las sociedades experimentan una atenuación o descarte de valores, instituciones y formas de vida anteriores. Estos momentos se caracterizan por una crisis en la que las estructuras sociales, políticas y culturales tradicionales se disuelven en un flujo de cambio, que somete al individuo a un estado de confusión y desorientación en el que la única certidumbre radica en la ausencia de convicciones.

La profundidad de esta crisis se aprecia en todo su alcance si recurrimos al concepto de habitus[5] de Bourdieu, que nos permite comprender cómo las estructuras sociales influyen en la conducta individual, aun sin determinarla por completo: el habitus es el conjunto de disposiciones internas que reflejan las estructuras sociales externas y dan forma a la forma en que percibimos el mundo y actuamos en él, predisponiendo a los individuos a actuar de ciertas maneras según las estructuras sociales que los envuelven.

Habitus es al tiempo producto, productor y reproductor de las estructuras sociales, generando prácticas que coinciden con las condiciones sociales que lo produjeron, reproduciendo así esas mismas estructuras con mayor o menor cardinalidad, en función del grado de disolución de las creencias en el flujo de cambio, tal y como hemos visto que sostenía Ortega: enfrentado a la incertidumbre sistémica, respondemos bien retornando a un pasado mítico, en busca de fundamentos, o, como señalan Santayana y Bauman, retornando a la barbarie, entregándonos a la acción frenética para evadir la inseguridad del presente.

Pero una y otra reacción llevan a la atrofia social, porque al ofuscarnos en el fracaso del presente, en vez de esforzarnos por crear un futuro mejor, acabamos convirtiendo el presente en la idea negativa del pasado de un futuro positivo que somos incapaces de definir.

Una clara muestra de la disolución social en flujos de cambio es la fragmentación cultural derivada de objetivaciones como la interseccionalidad, que surge de abstracciones como las perspectivas individuales y los discursos intersubjetivos. En sus términos más simples, aboga por compartimentar la lucha contra la explotación, de modo que sea protagonizada (del griego πρῶτος (protos = primero) y ἀγωνιστής (agonistís = luchador) por aquellos que sufren directamente una forma específica de opresión: las mujeres deben encabezar la lucha contra el heteropatriarcado, las minorías étnicas deben liderar el combate contra el racismo; etc. En clave de discurso político, este es el equivalente de dividir un texto en fragmentos de significado, codificando cada uno de ellos como letras sueltas, como en un juego de palabras.

Lejos de robustecer la religación social, el intersubjetivismo construye una escala de privilegios que es inherentemente conformista. Al establecer una rivalidad de todos contra todos; un agonismo de trabajador contra trabajador de oprimido contra oprimido, que otorga un valor esencial e inmutable a lo identitario, del que emergen las falsas conciencias, y la cancelación del principio de acción unitaria en los asuntos generales.

Esto es así porque en la interseccionalidad y los discursos intersubjetivos habita una contradicción fundamental, que consiste en la complejidad inherente de lograr la «construcción de la cadena equivalencial», es decir, la desarticulación de las instituciones preexistentes mediante la promulgación de leyes generales y uniformes capaces de conciliar lo particular y lo heterogéneo, para evitar que la subjetividad radical osifique la inequidad social. Los dos términos[6] que epitoman esta incongruencia son isotimia, que refiere a la exigencia de ser tratado en igualdad de condiciones, y megalotimia, que denota la reivindicación de ser reconocido como desigual.

En realidad, esta dilemática es un caso práctico de la teoría de los campos de Bourdieu[7], según la cual   la sociedad está organizada en espacios estructurados donde los actores compiten por diferentes tipos de capital, sea económico, cultural, social o simbólico. Estos campos presentan posiciones dominantes y subordinadas, y la acumulación de capital define la posición de clase de los individuos, de modo que lejos de ser víctimas del sistema, quienes acumulan capital social y cultural gracias a la interseccionalidad y la intersubjetividad son en realidad arquitectos de un sistema que, con Althusser[8], entiende las dinámicas de clase como un fenómeno teórico que emerge de la estructura misma de la sociedad, contrariamente a E.P. Thompson[9], quien destacaba la función de la praxis, espoleada por la conciencia de clase, como motor de cambio.

En este sentido, es interesante recordar cómo Thompson adujo con vehemencia que el movimiento ludita del siglo XIX no estuvo formado simplemente por víctimas pasivas del progreso tecnológico y de las fuerzas económicas, sino que fueron actores conscientes que respondieron a las condiciones cambiantes de la revolución industrial, resistiendo la introducción de maquinaria no por reaccionarios, sino por entender que aquellos nuevos sistemas no eran sino la reificación de unas nuevas estructuras socioproductivas que abolían la dignidad humana al convertirles en extensiones de las máquinas antes que al revés.

La revuelta ludita marcó un punto de inflexión en la confluencia de las clases dominantes con el aparato estatal, cuya alianza se consagró mediante la puesta del monopolio de la coerción estatal al servicio de los titulares del capital, para salvaguardar sus prerrogativas y lucro desmedido. Esta coyuntura histórica delineó una relación sin precedentes entre los poderes estatales y las élites económicas, encarnando un paradigma emergente donde los intereses de los capitalistas, dueños de la tecnología, determinaban las decisiones y actuaciones del Estado.

Dos siglos después, plenamente sumidos ya en el apogeo de la digitalización totalizante, los aspectos antropológicos del determinismo técnico siguen siendo, como entonces, la cuestión central. Porque la auténtica amenaza de la Inteligencia Artificial Generativa no radica en la posibilidad de que adquiera consciencia y supere la inteligencia humana.

El verdadero peligro radica en quedar atrapados en una transparente jaula digital: una estructura social tecnificada, pretendidamente neutral, en la cual el valor se reduce únicamente a la eficiencia y la productividad. En esta jaula invisible se mercantilizan todas las dimensiones de la vida humana, reduciéndolas a una sola[10], subordinada ética y socialmente a la maximización del beneficio económico. Las personas hemos pasado a ser concebidas como capital humano, y nuestra actividad laboral como una mercancía convertida en un factor productivo más, sujeto a competir en eficiencia de costos con máquinas.

Como parte de esto, cada vez más los salarios reflejan menos el valor del trabajo en sí como una recompensa material por la fuerza laboral, que deja sin remuneración adecuada la plusvalía generada. El salario deviene así trabajo objetivado[11], que amén de compensar testimonialmente la fuerza de trabajo, idolatriza el valor del trabajo humano como dinero, convirtiendo el sueldo en un símbolo artificial, que oculta la fuente real de valor social y la carga ética del trabajo humano.

Además, el valor del trabajo objetivado es cada vez más simbólico de por sí, pues no sólo funciona como medio de intercambio, sino también como un signo sin valor intrínseco que apunta al valor de otras cosas. Este valor es construido y sostenido por las estructuras socioeconómicas, por lo que el dinero se convierte en un simulacro[12], una representación artificial de valor que puede separarse cada vez más de la realidad tangible del trabajo humano y la producción material, sin que, arrastrados por el frenesí de los paraísos líquidos, tengamos conciencia de nuestra dócil dependencia.


[1] Santayana, G. (1922). The Irony of Liberalism, en Soliloquies in England.

[2] Bauman, Z. (2007). Mundo Consumo. Fondo de Cultura Económica.

[3] Ortega y Gasset, J. (1951) En torno a Galileo, Obras completas. Revista de Occidente Vol V

[4] “La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella la es, para el que se la va viviendo mientras y en tanto que la vive. De aquí que conocer otra vida que no es la nuestra obliga a intentar verla no desde nosotros, sino desde ella misma, desde el sujeto que la vive.”(Ortega y Gasset 1951:30)”

[5] Bourdieu, P. (1991). El sentido práctico, Taurus, Madrid.

[6] Fukuyama, F. (2019). Identidad: la demanda de dignidad y las políticas de resentimiento. Deusto, Madrid.

[7] Bourdieu, P. (1999a). El nuevo capital. En P. Bourdieu, Razones prácticas sobre la teoría de la acción. Anagrama, Barcelona.

[8] Althusser, L. (1971). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. En La filosofía como arma de la revolución y otros escritos (pp. 137-184). Siglo XXI Editores, Madrid.

[9] Thompson, E.P. (2024). La miseria de la teoría. Verso, Barcelona.

[10] Marcuse, H. (1991). El hombre unidimensional. Beacon Press, Londres.

[11] Dussel, E. (2007). 16 tesis de economía política: Interpretación filosófica. Siglo XXI Editores, México.

[12] Baudrillard, J. (1991). Simulacro y simulación. Editorial Kairós, Barcelona

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