Macho, varón, caballero. Hembra, mujer, dama.

¿Quién no ha oído mil veces decir que la educación que damos y recibimos es sexista? Por culpa de ella, al parecer, el niño prefiere jugar a la pelota y la niña a las muñecas. Si un niño dice que le aburre la muñeca porque no rueda ni rebota, el ideólogo de género quizá se muerda la lengua, pero ¡ay si el niño dice que la muñeca es un juego de niñas! Entonces arremeterá contra la familia, la tradición, la publicidad, el cine, la literatura, la escuela, el judeocristianismo… y abogará por que la educación no esté en manos de padres, profesores o empresas que perpetúan esos prejuicios, sino en manos de gente como él, que no tiene prejuicio alguno (salvo contra la familia, la tradición, la publicidad, el cine, la literatura, el judeocristianismo y, en general, contra todo lo que existía antes de la magnífica irrupción en la historia de la ideología de género). 

Pero esta idea según la cual solo la educación es la responsable de que haya diferencias de comportamiento, gusto y actitud entre hombres y mujeres se basa en varios principios falsos: 

-que tales diferencias son solo culturales, no naturales

-que una correcta educación las erradica

-y que, si persisten, es porque seguimos siendo víctimas de una educación sexista

El gran error de fondo es esa desvinculación entre naturaleza (nuestro dimorfismo sexual de mamíferos) y cultura (lo que cada sociedad ha hecho con eso y a partir de eso). Naturaleza y cultura son realidades distintas, pero no logran desentenderse la una de la otra. Lo cultural no anula lo natural, sino que lo ordena, lo ritualiza, lo dota de significado. La cultura no dice que no comamos, sino que comamos con mesa y mantel, brindando con amigos, sin masticar con la boca abierta, etc. Es cierto que en algunas sociedades hallamos rasgos culturales que son una negación misma de la naturaleza (como, por ejemplo, la ablación del clítoris), pero suelen ser excepciones, porque ninguna cultura puede sobrevivir con rasgos culturales que nieguen la naturaleza (a lo mejor, en alguna tribu, el deseo natural de vivir, reír y copular lo han regulado culturalmente sus individuos tirándose por un puente, pero no están aquí para contarlo). 

Así pues, el hecho de que en la teoría sea fácil distinguir entre lo natural y lo cultural no implica que en la práctica sea fácil e inocuo desvincularlos. No porque las cuerdas de la guitarra pertenezcan al ámbito de la física y, en cambio, la música a un ámbito superior e intangible, puede el músico desentenderse de la física: de cuerdas graves no puede extraer las notas más agudas. Lo mismo pasa con el varón y la mujer. 

Por ejemplo, la musculatura y la testosterona permiten al varón pisar la calle con más seguridad, ser más explosivo o atrevido en sus respuestas. Si una pareja se encuentra ante un maleante, esperamos que él la defienda a ella, no al revés (a no ser que ella sea levantadora de pesos y él un alfeñique). 

Pero es que lo natural no solo condiciona nuestra actitud, sino también nuestras valoraciones morales. Si el hombre tiene en general más potencia muscular, es lógico educarlo, sin que nos lo propongamos, en la idea de que esa ventaja no debe usarla nunca contra la mujer, sino a favor de ella (en eso consiste la caballerosidad en que aquí hasta ahora se nos ha educado).

Las diferencias de gusto y actitud entre hombres y mujeres no tienen por qué ser, pues, una imposición sexista, sino el reflejo inevitable que cada cultura hace, a su modo, de las numerosas e inevitables diferencias naturales entre los sexos. El único sexismo impuesto es la desigualdad ante la ley (por ejemplo, las leyes que en algunos países impiden a una mujer disponer de su patrimonio y la actual ley de violencia de género en España que por idéntico delito castiga al hombre más que a la mujer). 

No digo, en fin, que deba ser nuestro dimorfismo sexual quien conforme nuestra manera de sentir, hacer y educar, sino que es inevitable estar condicionados por su enorme influencia (y a veces incluso determinados); cualquier intento de evitarlo ha de ser violento y adoctrinador y está condenado al fracaso, porque se las ve con una fuerza muy grande y presente en cada poro de nuestro cuerpo.

Aún recuerdo la mirada de admiración de mis alumnas cuando una de sus compañeras se desmayó y ninguna sabía qué hacer y entonces la tomó en brazos el único chico de la clase. La ideología de género tiene contra sus teorías los músculos de ese muchacho.

Es verdad que, en ciertos ambientes, por la presión social, los diferentes papeles relacionados con cada sexo pueden resultar aplastantes para quien no sabe, no puede o no quiere amoldarse a ellos (por ejemplo, una chica que quiera ser piloto de aviones o un chico que quiera ser maestro de educación infantil, que tienen que abrirse paso en un mundo a veces hostil dominado por el sexo contrario), pero la solución no es, como pretende la ideología de género, erradicarlos para que él no se sienta discriminado, sino permitirle con todo respeto seguir sus gustos, del mismo modo que no hace falta prohibir la carne para que el vegetariano no se sienta discriminado.

Por poner un ejemplo personal, yo sufrí mucho de niño porque no me gustaba el fútbol ni los juegos violentos, y me llamaban por ello mariquita; pero más habría sufrido si hubieran prohibido a los niños jugar al fútbol para que yo no me sintiera repudiado, porque lo que yo detestaba no era que ellos jugaran al fútbol, sino que por no jugar al fútbol me despreciasen. Educar a los niños para que no discriminen al diferente ha sido siempre un reto muy difícil, pero, desde luego, la solución no es destruir los referentes culturales a los que no se amolda el diferente, sino avanzar en el respeto a cada persona.

Este verano en la playa he comprobado la muy distinta manera que tienen padres y madres de relacionarse con sus hijos en el agua. El padre juega más con el niño, lo tira a lo lejos, lo levanta para que vea desde arriba unos peces, le salpica en la cara para reírse, y la madre está más pendiente de que el niño haga pie o no se lo lleve la resaca y es el niño más bien el que le dice a ella: “Mamá, mira cómo nado”, “mira cómo hago el pino”. De qué diferente manera también se relacionan chicos y chicas con las olas: las chicas juegan a columpiarse en ellas antes de que rompan o a huir de ellas si ya han roto, mientras que ellos juegan a agarrarlas por los cuernos o a saltar por encima o a esquivarlas por abajo o a aprovechar su empuje para llegar disparados a la orilla (esto, claro está, no es una ley física, sino solo lo que he visto).

Qué absurda y violenta tendría que ser una educación para erradicar tanta espontaneidad.

Toda esta sabiduría tradicional consistente en que si el niño sale macho será un hombre y todo el mundo esperará que se comporte como un caballero y si sale hembra será una mujer y todo el mundo esperará que se porte como una dama ha sido y es una solución elegante, fácil y eficaz a la inevitable interrelación de biología, cultura y moral: al hecho biológico innegable del tremendo dimorfismo sexual del homo sapiens, al inevitable reparto de tareas que a partir de ahí todas las sociedades humanas han hecho de un modo u otro y al hondo anhelo humano de tratar y ser tratado como corresponde. 

Gracias, papá, por llevarme a hombros. Gracias, mamá, por llevarme en brazos.

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