Desde hace unos años se ha planteado una interpretación inédita de la Sagrada Familia. En especial, del episodio que, según relata Lucas, muestra a María y José en Belén en el momento en que sobreviene el parto de Jesús. El Evangelio dice que tuvieron que guarecerse en un establo, puesto que en la hospedería no había sitio. El relato no aporta más información, de modo que la conclusión más razonable, siguiendo el criterio de Ockham, es que la posada estuviera al completo. En aquella época, no existía industria turística, tal como la conocemos, y, en consecuencia, las camas disponibles en albergues o lo que hoy serían hostales —no había nada similar a hoteles o paradores— eran escasas. Porque ese sector económico disponía de una capacidad reducida, y más en una localidad de rango inferior, como Belén. Las hosterías o posadas eran lugares de paso, y no ofrecían lujos, ni habitaciones con cuarto de baño completo.
Desde el punto de vista del propio Evangelio, se da un llamativo contraste con la Última Cena: en aquella ocasión sí que Jesús y los apóstoles consiguieron alquilar un local de estas características —la palabra que Lucas emplea en ambos casos es la misma: katályma «albergue, posada, hostería». Jesús no tuvo sitio para nacer en un katályma, pero sí celebró en un katályma la Pascua antes de morir. Lo interesante del pasaje del nacimiento en Belén, sin embargo, no es la ausencia de plaza en el albergue. Porque, justo antes de anotar que no lograron dormir en la posada, Lucas dice que el motivo del viaje de José a Belén, con su familia recién formada, era un empadronamiento. Un censo ordenado por Octaviano con la finalidad, entre otras, de asentar un sistema fiscal eficiente. O esa es una de las interpretaciones que se ha dado a aquel acontecimiento narrado por Lucas, parece que refrendado por la obra literaria del propio Octaviano, pero cuyos detalles resultan brumosos.
Aquí nos topamos con una situación doblemente paradójica. José vive en Nazareth, con su joven esposa embarazada, y allí se ocupa de su trabajo. Pero tiene que viajar para darse de alta en el censo. Suena, de entrada, algo extraño. No obstante, Lucas lo explica: José era de familia procedente de Belén. O sea, que debía censarse en su lugar de origen. Además, Nazareth estaba en Galilea, y Belén en Judea. Por el contrario, la exégesis inédita a la que aludíamos al principio asegura que la Sagrada Familia era inmigrante, y que, como sucede hoy, no fueron acogidos en la tierra adonde emigraron. José, María y Jesús, antecedentes de los africanos que los chicos de Open Arms llevan a los puertos españoles y que las instituciones públicas acomodan en centros específicos, o, según el caso, en hoteles.
Denominar «inmigrante» o «forastero» a José en Belén es, en el mejor de los casos, un anacronismo. A bote pronto, es una forma muy errada de definir al esposo de María; porque resulta chocante llamar forastero a quien regresa su tierra de origen. Cierto que, en bastantes ocasiones, un natural de un lugar se muda a otro sitio, se radica ahí, y acaba siendo extraño para su solar de nacimiento. Por ejemplo, los emigrados del País Vasco o de Cataluña por culpa del nacionalismo. Incluso antes de abandonar País Vasco o Cataluña, el no nacionalista ya es considerado un foráneo, un alóctono, un «no es de aquí», por mucho que su familia no se haya movido nunca de la finca o del municipio. Por tanto, con José nos toparíamos con lo opuesto al inmigrante africano que viaja a bordo de un barco de Open Arms. José, más bien, representa lo que, en realidad, denuncia el Evangelio: «Vino a los suyos, y los suyos no lo acogieron». Lo que más nos debería llamar la atención del alumbramiento en el establo es por qué los parientes que José quizá tuviera aún en Belén no le prestaron ayuda en aquel momento. Por qué los propios no le abrieron la puerta de su casa.
Enredemos más la cosa. Porque la palabra griega katályma quizá la hayamos traducido mal. No es un término muy empleado en lengua helénica. Las pocas veces que la usa Polibio, significa más bien «zona de alojamiento dentro de una casa»; o sea, la parte de un hogar destinada a dormitorio o lo que hoy llamaríamos sala de estar. Puede que ese sea el sentido real en Lucas. Tanto en el parto en Belén como en la Última Cena. De hecho, el protagonista de la parábola del buen samaritano atiende al hombre asaltado, herido y maltrecho, y lo aloja no en katályma, sino en un pandokheîon (Lc 10:34), que se trataba, sin duda alguna, de un hostal o posada donde se pagaba el alojamiento. Otrosí, la versión griega del Antiguo Testamento contiene un pasaje —con Moisés viajero y su familia— sorprendentemente similar a los relatos de Mateo y Lucas sobre el nacimiento de Jesús; y se menciona un katályma (Ex 4:24). En total, este vocablo aparece una docena de veces en el Antiguo Testamento, con sentidos que oscilan entre los dos posibles: tienda o albergue para forasteros; cámara de la propia vivienda, o estancia de la jaima de tribus nómadas. De manera que sí cabe la posibilidad de que José y María fueran acogidos por sus parientes, y dentro de la casa; si bien no en la estancia propia para dormir, sino en la zona de cocina y establo de una sencilla casa rústica —que podía estar en la planta inferior, o a un lado de la katályma. O sea, en una casa similar a la que ha sido la habitual para millones de personas desde entonces y hasta hace una generación en casi todos los países del mundo. En nuestro contexto, sería algo así como alojar a los parientes en el salón, para que durmieran en el sofá cama, o en colchones puestos en el suelo.
El caso de José adquiere muchos más matices. Según Mateo, cuando los Magos llegaron a Belén, visitaron a María y al Niño en su casa. Es decir, la familia no había retornado a Nazareth, sino que había decidido instalarse en la pequeña localidad donde se censaron. Luego huyen a Alejandría. El Evangelio dice «Egipto», por las connotaciones que este país tenía dentro de los relatos veterotestamentarios, pero lo más cabal es pensar que residieran en la populosa ciudad costera, famosa, entre otras circunstancias, por su biblioteca y por su judería. En aquella época, casi ocho de cada diez judíos residían fuera de Israel, y solían vivir en grandes urbes, como Alejandría o Roma, y dentro de comunidades propias en que mantener su fe y sus costumbres. Tras la primera infancia del Niño Jesús, la familia retorna a Belén, pero José ve más prudente desplazarse a Nazareth, y volver a empezar. Sin embargo, en todas estas idas y venidas de Belén, Nazareth y Alejandría, la Sagrada Familia se mueve dentro de territorios y provincias que forman parte del Estado Romano. Por tanto, no son, en sentido actual, inmigrantes o emigrantes. Lo serían en el sentido que hace una o dos generaciones se daba a los andaluces asentados, por motivos laborales, en Cataluña.
Aquí podríamos zanjar la cuestión, señalando que José y María no eran inmigrantes, y que, además, el Evangelio quizá apunta a una idea contraria: no fueron recibidos por sus parientes, igual que Jesús sería más tarde rechazado por sus paisanos de Nazareth. O quizá sí fueron recibidos, aunque de manera muy rutinaria y pedestre, y sin lujo alguno. O sea: que Jesús nació como cualquier otro niño de su época. Pero el tema da más de sí. Porque la Antigüedad desarrollaba de una manera diferente a la nuestra conceptos como «extranjero» o «foráneo». En la Roma imperial existían varios grados de estatus jurídico personal: desde ciudadano de pleno derecho hasta esclavo. En un escalón intermedio estaba la amplia mayoría de la población en época de Cristo: los peregrini, súbditos libres sin derecho de ciudadanía romana, pero con una suerte de ciudadanía local o étnica. Se trataba de un esquema similar al que aplicaban otras culturas antiguas. Podríamos establecer parangones con nuestras Comunidades Autónomas, Estados y Unión Europea, y con el sistema de libre circulación de mercancías, personas y capitales, pero las particularidades de cada realidad institucional y época aconsejan ser prudentes.
Lo que sí procede es incidir en el valor que las culturas tradicionales han concedido a la acogida a quien está de paso. Este matiz es crucial. No se trataba tanto de facilitar la llegada de extranjeros, y de cubrirlos de garantías legales, ayudas de todo tipo e incluso facilitarles la nacionalización y el derecho a un trabajo o una casa. Nada de eso. Simplemente, proporcionar de manera temporal cobijo y pan a quien pasa cerca de nosotros y no tiene dónde reclinar la cabeza. La literatura antigua está repleta de casos de este tipo; por ejemplo, en la Odisea. Al protagonista del relato homérico lo acogen de forma espléndida, le dan ropa nueva, lo banquetean y le acopian lo necesario para que regrese a su hogar. Ese es el sentido antiguo de acoger al extranjero. Y, a su vez, la obligación del extranjero consiste en agradecer la generosidad de que es objeto. En caso de que un extranjero se instale en un territorio, su primer deber es respetar con escrúpulo la vida e idiosincrasia del lugar al que llega. No en vano, el Catecismo de la Iglesia católica hace referencia expresa y preferente a estos aspectos, cuando aborda la cuestión.
Por otro lado, y frente a una lectura «progresista» y «pro–inmigración» del Evangelio, cabe una alternativa opuesta. Pues, ¿no fue una decisión estatal la que obligó a la Sagrada Familia a carecer de techo agradable cuando nació Jesús? ¿No fue el Estado intervencionista el verdadero culpable? De no ser por el edicto, con finalidad fiscal, María y José habrían seguido en Nazareth tan a gusto, como buenos «burgueses de clase media», por usar una etiqueta —aunque quizá menos inadecuada que la de «inmigrante». Para reforzar esta lectura liberal, cabe aducir las opiniones de Jesús adulto sobre el gobierno y los impuestos, como aquel pez que contiene el tributo, o como el desdén con que se refiere a los reyes y magnates de la tierra en la Última Cena, según relato de Lucas. Es decir: un «liberal» podría usar el Evangelio para su propia propaganda, igual que un «progresista». Y ambos no alcanzarían a entender el verdadero sentido del Evangelio. Pues nada resulta más improcedente que plantear un análisis político al Evangelio, cuyo contenido es lo más apolítico posible.