Para los griegos el hombre es un híbrido de animal y de dios. Los modales consisten precisamente en eso: en portarse como dioses en todos nuestros gestos, en que no se note en ningún momento lo que tenemos en común con los animales. El cristianismo es más radical: no es ya que los dioses se parezcan a nosotros, sino que nosotros nos parecemos a Dios, y somos en el cosmos su imagen, pero no de un dios entre otros muchos surgidos del cosmos, como los dioses griegos, sino del único Dios, el que ha hecho el cosmos. Por ello, la semejanza de los dioses con los hombres en Grecia tuvo consecuencias, si acaso, estéticas, pero no éticas: las estatuas de dioses desnudos se hicieron a partir de modelos humanos, pero a ningún amo se le ocurrió tratar mejor a su esclavo sólo porque este se pareciera a los dioses tanto como él.
Sin embargo, la semejanza radical que el cristianismo establece entre cada individuo y el Dios de todas las cosas que lo hizo con sus propias manos y dejó en nuestra piel sus huellas dactilares sí que tuvo no solo consecuencias estéticas, sino también éticas, sobre todo desde el momento en que Dios se hizo hombre y actuó en la tierra y nos dejó por tanto un modelo; entre otras cosas, Jesús levantó del suelo a la adúltera y la trató con todo respeto y nos advirtió que el peor pecado era dañar a los niños tanto en sus cuerpos como en sus almas, y que cada persona, incluso alguien tan aparentemente repugnante como un leproso o un samaritano, era imagen de Dios y que valía la pena incluso morir por ella. A partir de ese momento, la religión sí tenía algo que decir al amo que trataba mal al esclavo; el amo tenía mucho más difícil esa tarea que tantos seres humanos emprenden con entusiasmo desde que pueden: justificar sus vilezas y aprovecharse de los demás.
Es lógico, pues, que fuese en la Cristiandad donde surgió el ideal de caballero: el de un hombre que antepone a su interés la moral y a sus impulsos el respeto por la mujer. Además, ya había un modelo para el caballero: san José, que puso toda su hombría al servicio de una mujer sin pedir la legítima correspondencia sexual por ello.
La caballerosidad es un respeto especial que el varón dispensa a la mujer por ser mujer, y consiste, precisamente, en salvar a la mujer de lo peor del hombre con lo mejor del hombre. En vez de un macho prepotente, sucio, mentiroso, bruto, el caballero ofrece un hombre fuerte, resuelto, leal, noble. Ese ideal de varón se corresponde con otro de dama. La dama salva al varón de lo peor de la mujer con lo mejor de ella. En vez de una hembra chismosa, metomentodo, manipuladora, vulgar, frívola, la dama ofrece una mujer elegante, refinada, generosa, compasiva. Además, estas figuras complementarias han ido evolucionando con los siglos, sin perder su esencia, así que, como exigen los tiempos actuales, la dama puede ser perfectamente una mujer tan independiente económicamente como un caballero y este puede ser un amo de casa entregado a la educación de sus hijos.
Por desgracia, ahora que tantas feministas, de modo suicida, se han arrojado a la yugular de la caballerosidad, porque no quieren sentirse tratadas como damas, sino como individuos empoderados tan capaces de cualquier cosa como cualquier hombre, están invitando a muchos hombres a dejar de dispensar ese plus de buen trato que antes estaban obligados, por educación o convención social, a dispensar a las mujeres; así estamos asistiendo a un proceso en el que cada vez entre los jóvenes quedan menos caballeros y abundan más, por un lado, los hombres blandos que se desvirilizan para ver si así son socialmente aceptados por el estrecho margen de acción que el feminismo les otorga (lo compruebo cada año entre mis mejores alumnos) y, por otro, los hombres brutos a los que les importa un rábano la caballerosidad y el feminismo y, por tanto, se portan como simples machos (lo compruebo cada año entre mis peores alumnos). Y lo peor es que como a las mujeres les sigue gustando lo masculino, estos hombres brutos tienen éxito, con el agravante de que, a diferencia del caballero, no se sienten obligados a poner al servicio de la mujer la ventaja que por su fuerza física tienen sobre ella; tengo la impresión de que muchos de los casos actuales de violencia del hombre contra la mujer podrían explicarse en parte por el creciente descrédito de la figura del caballero. El caballero tenía para la mujer la enorme ventaja de que no suprimía esa potencia de acción y vitalidad que es un macho, sino que le enseñaba a desplegarla como lo haría un príncipe de nobles sentimientos. Ahí sí que había una complementariedad entre hombre y mujer, beneficiosa para ambos.
Este feminismo, hoy preponderante, empeñado en privar a la mujer de todo el encanto que ella pueda tener a los ojos y al gusto del hombre está despojando a la mujer de una de las principales razones por las que un hombre se esfuerza en tratarla con más elegancia y delicadeza que a un hombre, y está favoreciendo un nuevo machismo: el del macho que ya no se siente obligado a tratar a la hembra con especial deferencia, como a una dama, sino como a uno más. Se trata de un neomachismo generado por muchos lustros de un feminismo empeñado en minar el ideal de damas y caballeros. El neomachista ya no ve a la mujer como a una dama (como a una mujer que podría ser su hija, hermana, esposa, madre o novia), sino, como un objeto de placer en las relaciones sexuales y como uno más en las relaciones laborales o profesionales o, peor aún, como alguien más débil del cual hay que saber aprovecharse. Si el feminismo ofrece al hombre la cara más antipática de la mujer, el neomachismo ofrece a la mujer la parte más fea y salvaje del hombre: la brutalidad, la prepotencia, la prisa, la falta de consideración… El caballero y la dama constituyen un freno contra la sexualización, la genitalidad, la cosificación, la instrumentalización, la desvirilización, la desfeminización…
Por fortuna, el poder de la naturaleza humana y su inteligencia es tan grande, que, desafiando toda esa tramoya ideológica del feminismo actual, hombres y mujeres se siguen gustando y necesitando de modo complementario y, aunque el mundo actual los educa tantas veces en lo contrario, en muchos casos acaban sabiendo con el trato ofrecerse mutuamente lo mejor de sí mismos con el afán de construir entre los dos una vida juntos y ayudarse en este apasionante pero duro camino que es la vida y en el que es tan duro estar solo. En la intimidad del amor sigue habiendo damas y caballeros. El feminismo nunca podrá evitar que a las mujeres les gusten los hombres más fuertes que ellas y, por tanto, capaces de llevarlas en brazos a la cama, ni que a los hombres les gusten las mujeres delicadas y elegantes. Viva la naturaleza humana, el peor enemigo de las ideologías.
Es algo que compruebo cada vez que me invitan a una boda: en la apostura del novio y en el encanto de la novia, ambos bellos, fecundos y complementarios.
Así que ¡caballeros al rescate, y al rescate de los caballeros!