Ayer, por el miércoles 2 de febrero, cité una frase de Spinoza en mi cuenta de Twitter. Era ésta: Por realidad y perfección entiendo la misma cosa». Con ella clavaba un certero dardo en el centro de la diana del corazón del mundo de hoy uno de los tres filósofos más importantes de la historia. Los otros dos, por cierto, son ‒faltaría más‒ Platón y Aristóteles, dicho sea sin desdoro de Descartes, Kant, Schopenhauer y Hegel. ¡Ah! Y de Heidegger.
De la frase de Spinoza, cuyo filo es similar al de una navaja barbera, se deduce que todo lo virtual y cuanto de la Araña (Internet) se deriva es el rien ne va plus de la imperfección.
Virtual, según aclaraba antes el Diccionario de la Española ‒ahora ya no sé‒, alude a lo que no es real, tanto si lo parece como si no. O sea: a lo que el hinduismo y el budismo consideran maya o engaño puramente fenomenológico y, por supuesto, psicológico. En ese ámbito de permanente irrealidad vive el loco, el hombre que cree ser Napoleón o Jesucristo, el conspiranoico víctima de lo que Umberto Eco llamaba «síndrome del complot», el visionario o el ingenioso hidalgo que arremetía lanza en ristre contra los molinos y los rebaños de ovejas convencido de que los unos eran gigantes de tremebundos brazos y los otros ejércitos dirigidos por un Miramamolín travestido de pastor.
¿No es, acaso, eso lo que caracteriza a los especímenes aparentemente humanos de nuestros días convencidos de que la Araña, la digitalización, la Nube, la Inteligencia Artificial, el código QR, las infinitas aplicaciones de sus teléfonos idiotas y todas esas mandangas virtuales y, por ello, irreales son el cauce del progreso, el camino del futuro y la salvación del Diluvio de estupidez, de miseria económica, de deterioro de la salud y de entropía que se cierne sobre nosotros?
Cité, encolerizado, a Spinoza porque poco antes había mantenido una amable conversación con un broker amigo mío, y persona, sin duda, tan cultivada como inteligente, que trataba de persuadirme de las ventajas financieras que se derivarían para mis ahorrillos si invertía parte de ellos en metaversos.
Bizqueé… Sorprendido, no, claro, pues el mundo de hoy ‒vuelvo a citarlo‒ se ha convertido en un barracón de marionetas repleto de unicornios, elfos, gamusinos, gallinas felices (sic), ectoplasmas, diablillos, angelotes, presencias, gaznápiros, espejismos, musarañas y otras cosas inexistentes de análogo calibre. Pero lo de los metaversos, ¡caramba! Eso supera ya todo lo imaginable y no digamos lo razonable.
Tengo otro amigo que se está comprando un metabuque de no sé cuántas metajarcias, metamástiles, metacamarotes y metametros de metaeslora que le está costando un metapastón no en metaeuros, sino en dinero contante y sonante. Lo quiere, dice, para estrellar una metabotella de metadomperignon en su metacasco, matafardar, metainvitar a sus amigos ‒yo entre ellos‒, metallenarlo de chicas monas y pasearnos a todos, a todas y a todes por los metaparadisíacos metamares del metacaribe mientras nos metatiborra de metalangostas recién metapescadas y metarregadas con metapetrus.
Intento explicarle en vano que todo eso es una metagilipollez y que va a salirle mucho más metabarato invitarnos a todos, todas y todes a las barcas del estanque del Retiro, pero no atiende a razones de carne y hueso.
Por lo demás, y metabromas aparte, nada nuevo bajo el sol… Los metaversos son la versión actualizada, digitalizada y virtualizada del timo de la estampita y del tocomocho, que son prácticamente iguales. El estafador introduce unos cuantos papeluchos en un sobre y convence al estafado de que hay en él un montón de dinero o un billete de lotería premiado y no cobrado, el paleto de turno pica y afloja la mosca, el estafador ‒¿Jeff Bezos? ¿Bill Gates? ¿El banquero de la esquina?‒ sale pitando en compañía del broker, que es su cómplice, el estafado abre el sobre y…
Bueno, ya saben. Cuesta trabajo creerlo, pero aún hay en los alrededores y dependencias de la estación de Atocha ingenuos que caen en la trampa. No es verdad que el hombre dizque sapiens sea el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. ¿Dos veces? ¡Qué va! Tropieza decenas, cientos, miles de veces. Compren metaversos y lo comprobarán.