“¡No tendréis otra sociedad que ésta!”. La Teología neoliberal

“¡No tendréis otra sociedad que ésta!”. La Teología neoliberal. Diego Fusaro

El carácter teológico del nuevo ordo oeconomicus se muestra claramente en la imposición que realiza de sí mismo como un horizonte irrefutable e irredimible, como totalidad objetivamente dada, insuperable aunque sólo sea a nivel simbólico. Nos convierte a todos en seguidores de un culto sin dogmática, de un encantamiento fetichista y de una religión omnipresente en la vida cotidiana, cuyo dominio se extiende «así en la Tierra como en el Cielo«.

Nos enfrentamos a las mercancías, a los valores bursátiles o a la voluntad inescrutable del mercado, como si fueran otras tantas emanaciones de la única divinidad superviviente: la economía fetichizada. El resultado es una visión del mundo sin precedentes, que se pretende pasar de contrabando como aséptica, laica, anodina y puramente económica, pero que en realidad es una posición de altísimo contenido ideológico y religioso. «Une» (religat, según la etimología original de religio) a todos los hombres del planeta a la omnipotencia del mercado como único principio rector de la totalidad de las relaciones sociales fetichizadas, como el Deus Mortalis al que se refieren las palabras del Libro de Job (41, 24): non est potestas super terram quae comparetur ei.

Que la economía representa la sucesora lógica y cronológica de la divinidad monoteísta tradicional se evidencia no sólo por el hecho de que sus leyes no pueden ser cuestionadas, ya que constituyen lo inexplicable con lo que explicar cada realidad del cosmos del mercado; se deduce también de la propia autofundación que la economía comenzó a operar, al menos a partir de la fase dialéctica. El intercambio capitalista se presenta, en efecto, como una causa sui, según la prerrogativa más típica de la divinidad monoteísta. No sólo no necesita de fundamentos externos, de carácter político o filosófico, sino que debe neutralizarlos, promoviendo el rechazo de la fe tradicional, del contractualismo como instauración política del orden social, o del derecho natural como verdad preexistente al ordo oeconomicus autoinstituido.

Desde su fase abstracta, el capitalista reino animal del espíritu aspira a eliminar las huellas históricas y sociales de su génesis, es decir, su propia condición de producto de la acción humana. Debe pensarse como anterior respecto a cualquier sustancia comunitaria preexistente a la red de intercambios mercantiles (ésta es la deducción histórico-social de la crítica lockeana a la idea de sustancia), como sin causa (así se explica, sobre el plano social y político, la desestructuración humeana de la la idea de causa) y, nuevamente, como ahistóricamente fundada en la naturaleza humana librecambista (la «mano invisible» smithiana). Al igual que la divinidad monoteísta, la economía de mercado no es creada y está, al mismo tiempo, en el origen de la creatio ex nihilo del cosmos sociopolítico que la considera dominante como summum ens y como ens entium.

Los hombres posmodernos, desengañados y ya indiferentes ante los grandes relatos que han pavimentado la Modernidad, han dejado de creer en todo excepto en la fuerza ciega y misteriosa del mercado, el único Absoluto superviviente. Él mismo actúa a su vez como fautor del desencanto respecto de cualquier otro valor no superponible o, en todo caso, no reabsorbible en el pantheon del mercado, compuesto por el intercambio, por el consumo y por la fe tenaz en la inevitabilidad del fundamentalismo económico concebido como fatalidad del destino. Las continuas luchas del frente laicista contra los monoteísmos de la tradición revelan aquí, una vez más, su miseria: es el propio capital el que deja de lado toda forma tradicional de religión que no sea la del mercado.

Monoteísmo y politeísmo coexisten dialécticamente en la figura mística del mercado divinizado, según la forma ya mencionada del absolutismo monocrático, que alberga en su interior la pluralidad caleidoscópica de los estilos de vida y las costumbres unificadas funcionales al sacro furor de la valorización ilimitada. Incluso en el léxico común, así como en el cada vez más estereotipado de la política, cuyo único propósito es garantizar la inexistencia de alternativas, el ordo oeconomicus presenta el mercado en una forma ora singularizada, ora pluralizada. El mercado es plural cuando ofrece posibilidades de desarrollo que no deben desaprovecharse (las llamadas «oportunidades de mercado») o, simplemente, cuando se limitan a llevar su existencia significativamente suprasensible como entidades autónomas y divinas.

En esto, los mercados se revelan similares a los dioses de Epicuro. Proyectados en el espacio cósmico de la intermundia, ocultos a la mirada y la acción humanas, existen autorreferencialmente, indiferentes a nuestras necesidades y sufrimientos. Comparados con ellos, nosotros, habitantes del tiempo del vínculo social fracturado, somos otros tantos átomos que accidentalmente se agregan para volver a disgregarse en el vacío de la circulación de mercancías. Y, sin embargo, el mercado vuelve a reordenarse en singular, cuando asume el estatus de divinidad punitiva que, como el Dios del Antiguo Testamento, impone su voluntad inescrutable e innegociable, dando lugar a la figura de los imperativos del mercado, ante los que la política y, más en general, la vida humana, están llamadas a someterse pasivamente.

En una rehabilitación integral de aquello que las religiones tradicionales habían condenado inapelablemente como vicios (la codicia, la lujuria, etc.), la teología económica se expresa en una inédita forma religiosa meramente cultual (de culto). Está desprovista de dogmática y justificación teórica, en armonía con su naturaleza íntimamente nihilista, porque se basa en la extensión inconexa de la forma mercancía a todos los ámbitos. Que el capitalismo es una fe queda claro por la confianza inquebrantable que se sigue dispensando al mercado, a pesar de las catástrofes y calamidades que genera cotidianamente a escala planetaria. Es presentado como si se tratara de un Dios de cuya bondad no es lícito dudar, siguiendo el recurso típico de toda teodicea y de su garantía de que, al final, el mal no triunfará.

Alcanzado su grado de absolutidad, el capital asume hoy en forma plenamente realizada el estatus de nuevo Dios al que aspiraba secretamente desde su mirada auroral: volvemos así al espíritu religioso del capitalismo de origen protestante estudiado por Weber. Para corroborar el estatus de fe incondicional que permea nuestra conexión con el Nomos de la economía y también, en nuestra cotidianidad, el hecho de que, cada vez más a menudo, no somos nosotros quienes elegimos, sino que confiamos alegre y frivolamente en las marcas -es decir, en la casi divina garantía de la griffe (el hoy desusado lema «in Good we trust» deja paso al posmoderno «in brand we trust«)-, contamos con la cómplice dictadura crecientemente invasiva de la publicidad. Ésta última, disciplina milimétricamente nuestros deseos con arreglo al dual y sinérgico movimiento de su siempre renovada urgencia y su desvío al mercado: no es lícito desear nada que sea virtualmente externo a la sociedad del espectáculo. Aflora nuevamente el carácter totalitario de un aparato de producción que no se limita a determinar los roles y actitudes socialmente exigidos, sino que también informa por sí mismo las necesidades y aspiraciones, los sueños y los deseos más íntimos de los individuos.

Desde una perspectiva no excesivamente distante puede también entenderse el fenómeno del gadget, o sea de la aberración transformada en mercancía. Gadgets como los llaveros publicitarios -sugirió Debord- no sólo revelan el enésimo abandono místico a la trascendencia de la forma mercancía: su colección meticulosa cumple una función similar a la acumulación de indulgencias, constituyendo la prueba para el adepto al culto de la forma mercancía, de su propia condición de fiel de la religión de la alienación planetaria y del credo de la verdad en dinero.

Como anticipó Benjamin, en sus previsoras consideraciones de 1921 sobre Kapitalismus als Religion, la fe mercadista, que satisface las preocupaciones y ansiedades a las que en el pasado respondían las religiones tradicionales que ahora están cada vez más abandonadas, se articula en la forma de una religión del culto permanente. No conoce días festivos inaccesibles a las transacciones económicas o a los rituales consumistas. Se trata de una religión de la vida cotidiana que moldea, según su lógica y con su liturgia, cada una una de nuestras acciones y cada uno de nuestros pensamientos: desde el instante en que firmamos un cheque hasta en el que hacemos una transferencia bancaria o, incluso, los momentos en los que deambulamos por los templos de las mercancías (supermercados, centros comerciales, outlets, etc.).

La religión del capital -que tal vez podría llamarse «capitalesimo«- es un Deus absconditus (Isaías, 45, 15), como se infiere apenas consideramos que el mercado se corresponde con la primera religión que tiende a ocultar su propio Dios en el acto mismo con el que celebra espasmódicamente su culto. Segrega a su propia imagen y semejanza una ética del sacrificio y de la culpa, inmolando periódicamente a los pueblos en el altar del mercado y su insondable lex divina. La culpa se declina, en la religión del capital, como débito: y esto, según aquella convergencia semántica que se explicita sintomáticamente en la palabra alemana Schuld –que abarca ambos significados- y muestra su unidad operativa en el paisaje capitalista (donde la deuda también es culpa).

El léxico político es siempre revelador, pues en él se sedimenta el espíritu de la época. La retórica del sacrificio se condensa hoy en teologúmenos, hasta tal punto de uso corriente que hacen que pase desapercibida («es necesario hacer sacrificios», «el mercado nos lo exige», «hay que saldar la deuda», «es la voluntad de Europa», etc.). Es típica del pensamiento religioso: se rige siempre por la idea de una salvación que, en última instancia, no depende enteramente de nosotros y que puede, como mucho, ser propiciada mediante ritos sacrificiales cuyo sentido más recóndito escapa a la razón humana. La única economía de la salvación hoy posible parece ser aquella que predica la salvación de la economía, en los dos sentidos del sacrificio de toda realidad en aras del mantenimiento del ordo oeconomicus y de la reabsorción de toda perspectiva soteriológica en la dinámica inmanente del mercado.

El cambio histórico trascendental introducido por el advenimiento de la religión del capital, también se hace evidente por el hecho de que la salvación de la angustia y del dolor de existir deja de perseguirse a través del camino de las religiones tradicionales, como fuga mundi. La única salvación posible, en tiempos del Apocalipsis económico y del «Diluvio universal» de la liquidez global, pasa a ser el consumo desenfrenado y, por tanto, la pérdida de uno mismo en el sinsentido hecho mundo. Provoca esa esclavitud del sujeto al poder absoluto del objeto que, como veremos, constituye el culmen del hodierno escenario cosificado, determinando el olvido de la praxis. La astucia de la producción consiste en generar la ilusión de que la salvación posible reside en el objeto-mercancía y, a la vez, en asegurar que este se caracterice por una estructural vacuidad de fondo: el objeto-mercancía se disuelve rápidamente, en el mismo acto con el que se consume.

De este modo, en el orden de la religión del capital, la ilusión de la salvación es puntualmente frustrada en la vacuidad del objeto y, al mismo tiempo, resurge siempre igual a sí misma, en una danza macabra de mercancías que se extinguen en el consumo para volver a resurgir siempre de nuevo. Es en este circuito perverso donde se halla el secreto de la liturgia consumista, como búsqueda constante de la salvación en un objeto que continuamente desaparece en el consumo y siempre reaparece en la circulación. El objeto-mercancía, en lugar de salvar, continúa generando ex novo la funesta circularidad que prometía quebrar. Por esta razón, el disfrute que propone el discurso del capitalista es insatisfactorio. Su persecución ilimitada da vida al infierno de la búsqueda compulsiva de lo nuevo, que es siempre igual a sí mismo, típica de la kierkegaardiana fase estética a la que el capitalismo edípico condena a la humanidad. En esto reside, dicho sea de paso, el «carácter metonímico del deseo» (Massimo Recalcati), es decir, su empuje frenético, en una fluctuación sin paz, que lleva a la humanidad de un objeto a otro, en la promesa de una salvación mundana que, según la teología del mercado, siempre se remite a la próxima mercancía. La condición de carencia no se salvaguarda como constitutiva del existir, sino que se genera continuamente como un ardid encaminado a la reproducción ilimitada de un goce efímero que es siempre el mismo.

La astucia de la producción aprovecha en su propio beneficio esta trágica condición del hombre occidental: fingiendo querer curarla, la renueva siempre desde cero, explotándola con vistas al circuito de la valorización autorreferencial. La dictadura de la publicidad es su broche final. Ésta, a través del artificio de la moda, determina la obsolescencia programada del objeto, declarando sin tregua la caducidad de la mercancía que hasta ayer elogiaba. En palabras de la debordiana Société du spectacle, «tanto Stalin como los productos pasados ​​de moda son denunciados por quienes los impusieron» (§ 70) y, de este modo, la nueva mentira publicitaria desmiente la mentira precedente para poder, a su vez, ser impugnada por la posterior.

Top