Nuestros valores

Nuestros valores. Adriano Erriguel

¿Por qué luchamos? Esa es la eterna pregunta de todos los hombres que, desde que el mundo es mundo, han enfrentado su suerte desde un campo de batalla. Una pregunta que condensa la ultima ratio de una existencia: normalmente sólo se vive por lo que se muere. Puestos a morir, los hombres lo hacen por su familia, por su patria, por su idea de Dios, incluso por una idea de justicia social. Los hombres, en general, prefieren morir por cosas concretas.

¿Por qué luchamos? se preguntan en bélico mohín los líderes y lideresas de la Europa bruselense.

La invocación a “nuestros valores” retumba entonces como una flatulencia colectiva.

“Nuestros valores”; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables, que diría Nietzsche. Una fórmula-comodín, bombeada hasta la saciedad en declaraciones institucionales y fastos eurócratas. La vaguedad del concepto invita a un ejercicio de indagación. ¿En qué consisten? 

Una primera respuesta consiste en enunciar lo que el lenguaje oficial denomina los “valores liberales” o “valores occidentales”: los derechos humanos, la libertad, la democracia, el estado de derecho, el pluralismo, la paz, la prosperidad (incluida casi siempre en la lista de “valores”) etcétera, etcétera. Occidente alumbra así un patriotismo sui generis: el patriotismo sin patria. 

Una segunda respuesta consiste en incorporar los hallazgos del pensamiento eurolándico: la transparencia, la inclusión, la sostenibilidad, la empatía, la resiliencia… 

Una tercera respuesta consiste en una definición en negativo, combinada con una actitud defensiva/ofensiva. Nuestros valores se definen por aquello contra lo que combatimos: el autoritarismo, la corrupción, la exclusión, el odio, el Mal.

Queda entonces claro que quienes no se inclinen ante estos parangones de Virtud prefieren la arbitrariedad, la tiranía, la guerra, la injusticia, el fanatismo, la pobreza y el atropello sistemático de la dignidad humana. Sus nombres varían con el tiempo: Estados fallidos, Estados gamberros, potencias revisionistas, eje del Mal… 

Se abre entonces una “barra libre” geopolítica para los defensores de nuestros valores. Los países reacios a sus “normas y reglas” devienen objetivo legítimo de sanciones, embargos, revoluciones de colores, hostigamientos estratégicos, agresiones cibernéticas y militares y demás panoplia punitiva, administrada – en nombre de la “comunidad internacional” – por “la nación indispensable” y sus palmeros europeos. Así hasta que los díscolos se arrepientan de sus pecados y tomen (si viven para contarlo) el camino de la Virtud occidental. 

Decíamos arriba que aquí subyacen “cosas secretas e inconfesables”. ¿Por dónde empezar? 

Arrogancia imperial

De entrada, el discurso de nuestros valores denota un plus de arrogancia imperial, envuelta – de forma autocomplaciente– en la bandera de la corrección política. Una arrogancia típicamente anglo-americana, forjada en la era del imperio británico, cultivada en el suelo fértil de la mentalidad puritana y extendida – tras la segunda guerra mundial – al club de satélites de la nación indispensable. No en vano, en el albor de la nueva era Winston Churchill afirmaba que los “pueblos de habla inglesa” emergen como los campeones de la libertad y de la civilización cristiana, es decir, como los guías del mundo.[1]Varias décadas después y concluida la guerra fría, el mundo quedaba conminado, de forma definitiva y sin discusión posible, a seguir la senda del occidente civilizado, el que premia a los buenos y castiga a los malos. 

Se trata en el fondo – y aquí viene lo inconfesable del asunto – de una actitud profundamente racista y colonialista, aunque hipócritamente se revista de todo lo contrario. Como decía hace años el escritor francés Régis Debray “se han quitado los cascos, pero la cabeza que hay debajo sigue siendo colonial”.

El Imperio Británico se sostuvo sobre una masa ingente de cipayos, y ésa es una práctica retomada por nuestros valores. En las guerras por procuración (guerras proxy) promovidas por la nación indispensable la carne de cañón la ponen, casi siempre, criaturas retrógradas, arcaicas, incompatibles con la concepción liberal de la existencia, pero que a los efectos se ven ennoblecidas con lustrosos nombres – freedom fighters, rebeldes moderados, revolucionarios de colores, demócratas de variado pelaje – según dispongan los spin doctors de nuestros valores. Que bajo tan nobles apelativos se escondan algunas realidades desagradables – islamistas radicales, talibanes, traficantes de drogas y de órganos, terroristas, milicias neonazis – no supone desdoro alguno para sus patrocinadores. El eje del Bien escribe derecho con renglones torcidos; tortuosos son los caminos de nuestros valores. Además, mientras la magia dure – y mientras no se demuestre lo contrario – todos mueren por “nuestros valores”. De esta forma les transformamos en mártires vicarios y parasitamos una épica que nos viene al pelo, para dar lustre a esos valores por los que nadie quiere morir. 

¿Nadie quiere morir por nuestros valores? Los ideales por los que los hombres dan la vida son la patria, la religión y la clase. Pero esta tríada ya no interpela al hombre posmoderno; se trata de categorías retrógradas, arcaicas, incompatibles con una concepción liberal de la existencia. Esta concepción, como es bien sabido, valora la propiedad individual por encima de todo y no está dispuesta ¡de ningún modo! a aceptar ese acto extremo de expropiación que consiste en dar la vida por algo. Pero aquí surge un problema: aceptar que nadie está dispuesto a dar la vida por nuestros valores equivale a admitir que nuestros valores son una boñiga. Para salvar este escollo, los estrategas de occidente enrolan a “tontos útiles” – gente dispuesta a morir por motivos rancios como la religión y la patria – y venden la narrativa de que, en realidad, se sacrifican por nuestros valores. Un tributo de sangre para el que siempre habrá paganinis.

Esta estratagema no cesa, desde hace décadas, de promover engendros, de alumbrar chapuzas y de incendiar el mundo. El tiro sale demasiadas veces por la culata, y uno podría preguntarse quién es de verdad el tonto. 

Denso (pero inevitable) excurso filosófico

La indagación sobre nuestros valores tropieza con un escollo: el de su carácter abierto, brumoso y gaseoso. Su formulación es problemática y por eso se resisten a una enumeración estricta. Las declaraciones oficiales aluden a ellos de forma rutinaria, como si los dieran por sabidos, como si simplemente trataran de recordar que existen, que siguen ahí. “¡Tenemos valores! No somos un simple club de intereses”, parecen decir. Su invocación aporta un plus de legitimidad y altruismo. 

¿A qué obedece esta omnipresencia de los valores? La respuesta es simple y compleja a la vez: en la edad del Vacío los valores funcionan como un sustituto de la religión. Dicho de forma más filosófica: el valor y lo válido son el sustitutivo positivista de lo metafísico. Una idea en la que es preciso detenerse. 

Quien mejor lo vio fue Carl Schmitt, en un texto de penetración excepcional escrito en 1960.[2]Aunque parezcan alzarse como una muralla frente al nihilismo, los valores son nihilistas en su esencia; más aún, son un vector del nihilismo. Frente a lo que pudiera parecer – escribe la profesora Montserrat Herrero, comentando el texto de Schmitt – “el nihilismo no es la devaluación de los valores, sino la posición de valores a favor de la devaluación del ser”. Y ello es así porque, tras la muerte de Dios, “la llama de la Verdad ha quedado sofocada y sólo quedan ciertos chispazos para orientarse: las valoraciones, las cuales no son interpretaciones de la verdad, ni siquiera pretenden ocupar su lugar, porque su lugar ya no existe”.[3]En efecto, el valor – subraya Carl Schmitt – “no tiene un ser sino una validez.El valor no es, sino vale.(…) El valor no es real, pero está relacionado con la realidad y está al acecho de ejecución y cumplimiento”.[4] Este último elemento es extremamente importante, porque revela la utilidad operativa de los valores: la de ser instrumentos de poder.  

Bajo su apariencia suavizadora y balsámica, los valores tienen una naturaleza excepcionalmente agresiva. “Quien dice valor – escribe Schmitt – quiere hacer valer e imponer. Las virtudes se ejercen, las normas se aplican, las órdenes se cumplen; pero los valores se establecen y se imponen. Quien afirma su validez tiene que hacerlos valer. Quien dice que valen, sin que nadie los haga valer, quiere engañar”. Los valores “siempre valen para alguien, pero tienen un reverso fatal: también valen siempre contra alguien”.[5]Los valores son, en realidad, un arma de guerra híbrida.

Perezca el mundo, prevalezcan nuestros valores 

Nunca como en la época actual – en plena vorágine de las “guerras culturales” – el carácter invasivo de los valores se reveló en toda su crudeza. “La conquista de una posición de valor que se impone culturalmente – escribe Montserrat Herrero – es la conquista de la existencia de quienes viven inmersos en esa cultura. El poder ya no tiene tanto que ver con una coacción física violenta, sino con la capacidad de imponer valores que lo conserven y acrecienten”.[6]En nuestros días, la subjetividad neoliberal se hace consciente de sí a través de sus valores, que se imponen por sus terminales mediáticas y culturales. De ahí el carácter necesariamente “abierto” de los valores: estos se ensancharán y se ajustarán a las necesidades del poder, que en la mayoría de los casos coinciden con las del Mercado. Conviene aquí subrayar que el lenguaje de los “valores”, pertenece al orden económico y se impone, históricamente, con la expansión del capitalismo y la sociedad burguesa. Los “valores” – dúctiles, maleables, cambiantes con el paso del tiempo – sustituyen a las antiguas “virtudes”, ya tuvieran éstas un sentido cristiano/teológico, ya tuvieran el sentido clásico de las “virtudes cívicas” (que exaltaban Maquiavelo, Rousseau, Saint-Just o Robespierre,entre otros).[7]Quienes definen al “mercado libre” como un valor están blindando, por esa vía, el valor moral del capitalismo.   

La reflexión de Carl Schmitt contiene otro ángulo, muy pertinente para tiempos pródigos en amenazas nucleares. 

Escribe Schmitt: “la libertad puramente subjetiva de establecer valores conduce a una lucha eterna de valores e ideologías, a una guerra de todos contra todos”.Los antiguos dioses “salen de sus tumbas y siguen con su antigua lucha, pero desencantados y con nuevos medios de guerra, que ya no son armas, sino abominables medios de destrucción”.[8]En contraste con los meros intereses, los valores tienen un punto absolutista, no negociable, que los hace extremadamente peligrosos en un juego de suma cero. La lógica de valores desoye los frenos tradicionales e introduce un sesgo moralista, de efectos letales en manos de políticos obtusos. En la lucha de valores el valor se opone al “sinvalor” y en esa lucha sólo puede quedar uno. Saltan entonces por los aires las categorías clásicas del Derecho Público Europeo: el enemigo justo(justus hostis), la proporcionalidad de los medios, elprocedimiento ordenado. El fin justifica los medios. La tierra se convierte en un infierno, que es al mismo tiempo un paraíso de valores. Fiat justitia, pereat mundus; perezca el mundo, pero prevalezcan nuestros valores. Cuestiones a meditar en una época de misiles hipersónicos y Churchills de guardarropía.

A pesar de su brillo, es preciso no dejarse engañar por los valores – nos viene a decir Schmitt–. Toda la teoría de los valores no hace más que atizar e intensificar la lucha, antigua y eterna, de las convicciones y los intereses. Detrás de los valores hay siempre intereses, pero son los valores los que atizan la lucha y mantienen la enemistad.

Kaka de Luxe

Al igual que las setas más coloridas son las más venenosas, los valores más birriosos son aquellos que presentan una apariencia multicolor. 

¿Dónde localizar la quintaesencia, el sancta sanctorum, la expresión más prístina y depurada de la esencia de nuestros valores?

Invariablemente, en las derivas socio-culturales de su ideología de base: el liberalismo.

El liberalismo es el caudal ideológico del que manan nuestros valores. El liberalismo –tomen nota los conservadores en babia– no es la ideología de la libertad, sino la ideología que pone la libertad al servicio del individuo. “La única libertad que proclama el liberalismo – escribe Alain de Benoist – es la libertad individual, entendida como emancipación respecto a todo aquello que sobrepasa al individuo”.[9]Su ideal último es el de las “partículas elementales” (Houellebecq); el del individuo abstracto; el del libre albedrío desvinculado de determinaciones naturales y de anclajes históricos.

El liberalismo es la ideología de la ausencia de límites. Lo cual se acompasa a la lógica de la acumulación del Capital y a la dinámica expansiva del Mercado. Esta característica alcanza su paroxismo en la fase actual del desenvolvimiento del liberalismo: la fase neoliberal. En el ámbito de los valores, el (neo) liberalismo se dedica a “jugar a Dios” (playing God, como dicen los americanos).  No tiene nada de extraño, por tanto, que su campo de juego favorito sea, hoy por hoy, el de una biología tuneada al albur de las elecciones individuales. La lógica neoliberal de la desregulación conduce a la anomía, a la ausencia de normas. La “normalidad” es evacuada por el dios posmoderno del Mercado. 

¿Cuáles son las vitrinas más vistosas, las joyas de la corona de nuestros valores? Las que se declinan en políticas de género y en minorías sexuales. La nación indispensable la envuelve en el celofán de su cultura de masas. Nuestros valores penetran por la mente, por el corazón y por la escotilla de popa. “Mi cuerpo me pertenece” es el enunciado último de la ideología liberal. Nada tiene de extraño, por tanto, que el aborto se imponga como conquista irrenunciable de nuestros valores. Nada tiene de extraño que las celebraciones LGTBIQ+ adquieran un carácter central, sacrosanto, destinado – tarde o temprano – a desplazar a la Navidad. Se trata, al fin y al cabo, de la fiesta neoliberal por excelencia: la de la puesta en escena de “una extroversión sin profundidad, de una especie de ingenuidad publicitaria donde cada cuál deviene el empresario de su propia apariencia” (Jean Baudrillard).[10]Nuestro Zeitgeist es híbrido y hermafrodita; ésa es la representación estética de nuestra época, la imagen de la repulsa extrema a cualquier idea de límite. Iconos máximos de nuestros valores: el hombre embarazado y la mujer barbuda. Ése – y no otro – es el manantial ideológico de la izquierda actual. De una izquierda que sustituyó a Marx por una constelación de universitarios anglosajones de clase alta.

En el contexto geopolítico actual, las “minorías organizadas” son un instrumento de poder blando. Convenientemente transformadas en caballo de Troya (weaponized), las minorías organizadas forman parte de la guerra híbrida contra los rebeldes a nuestros valores. 

Quien bien te quiere te hará llorar

Nuestros valores se miran en el espejo y se encuentran guapísimos, divinos, irresistibles. Nuestros valores – eso dice la narrativa oficial – son la envidia del mundo. Su capacidad de irradiación es tan grande que todas las masas del mundo, si pudieran, los asumirían espontáneamente y de forma entusiasta. Para asegurar que ese entusiasmo no decae, la nación indispensable dispone un ejército de fundaciones, de lobbies, de ONGs y de grupos de presión por todo el mundo, encargados de diseminar nuestros valores y mover la silla a los escépticos. Los gigantes de la información, de Internet y del ocio global aseguran, por su parte, que las masas del mundo sepan cómo hay que pensar si quieren estar en el lado correcto de la Historia. 

Por si esa feliz conjunción de elementos fallara, contamos con el argumento definitivo. La nación indispensable dispone de un presupuesto militar de 801 billones de dólares (cifras de 2021), tres veces mayor que el de China, trece veces mayor que el de Rusia y muy superior al presupuesto militar reunido de las ocho principales potencias del mundo. Quede claro que no hablamos aquí de fuerza bruta, sino de la fuerza moral de nuestros valores. Estos son la conclusión gloriosa de veinticinco siglos de pensamiento occidental. Como decía un zoquete en el albor del nuevo milenio:  From Plato to NATO (desde Platón a la OTAN).

La entrada en el Reino global de nuestros valores, allá por los felices años 1990, fue saludada por las salvas y loores que la nación indispensable se dedicó a sí misma. Su política exterior emprendía una “noble fase” alumbrada por una “aura sacra” que trazaba la línea divisoria entre un “Nuevo Mundo idealista” y un “viejo mundo” lastrado de resignación y fatalismo. Por primera vez en la Historia, un Estado – el Nuevo Mundo idealista – observaba “principios y valores” actuando con “altruismo” y con “fervor moral” para servir de guía a los “Estados ilustrados”.[11]La pirotecnia celebratoria del bombardeo de Serbia (1999) ejemplificó la fórmula “ilegal pero legítimo”, acuñada para referirse a las agresiones no sancionadas por la ONU.  Un par de años después, la doctrina de la “autodefensa anticipada” autorizaba a la nación indispensable a atacar a los países que percibiera como posible amenaza. En nombre todo ello de la “comunidad internacional” (es decir, de la nación indispensable y sus acólitos).

Decíamos arriba que tortuoso es el camino hacia nuestros valores. En cumplimiento de su misión excepcional, la nación indispensable había de causar algunos daños colaterales. De forma juiciosa hubo de blindarse y declararse exenta de la jurisdicción penal internacional. Nada nuevo bajo el sol, en realidad. Ya en el apogeo del Imperio británico, el teórico liberal John Stuart Mill había escrito – en un ensayo sobre la “intervención humanitaria” – que Gran Bretaña debía proseguir su misión a viento y marea, a pesar de ser incomprendida por las naciones atrasadas, ignorantes de que Gran Bretaña era una “novedad en el mundo” que actuaba “en servicio de los demás” y que estaba “libre de culpa”, porque no deseaba “beneficio propio” y era “loable” en sus empresas.[12]Como la empresa de la “guerra del Opio” que esa nación “amiga del comercio” impuso a China para extenderle, manu militari, los beneficios de la oferta y la demanda. Quien bien te quiere te hará llorar. Pero esa es una pedagogía que no todos entienden, sin duda por falta de la madurez necesaria para nuestros valores.  

Mereció la pena

Nuestros valores sólo quieren el Bien de la humanidad. Lo único que tiene que hacer la humanidad es confluir – de buen grado – en nuestros valores y acceder con ello a la edad adulta. Tienen que dar ese paso, y si no quieren darlo habrá que darles un empujoncito. 

Quinientos mil, setecientos mil, tal vez un millón de iraquíes pagaron el precio de la cerrilidad de sus dirigentes. Entendámonos: era necesario crear un entorno internacional seguro para nuestros valores. Añadamos varias decenas de miles tras la agresión – ilegal pero legítima – a Libia. Añadamos también varios cientos de miles de afganos, varios miles de serbios, varios cientos de miles de sirios. Añadamos también los miles del conflicto endémico de Palestina, por no hablar de escenarios menos televisivos, tales como El Congo, con miles de víctimas provocadas – en gran parte – por los intereses mineros de países con nuestros valores. Por no hablar tampoco de los cientos de miles de víctimas indirectas por las crisis humanitarias y los regímenes de sanciones. Tales como el medio millón largo de niños iraquíes que se estiman muertos por falta de medicinas. Triste, pero como señalaba la ex Secretaria de Estado Margaret Albright en una famosa entrevista: “mereció la pena”. Sin duda, por nuestros valores.[13]

Sólo desde una óptica autoritaria y reaccionaria es posible dudar del carácter benéfico de nuestros valores. Son los dirigentes autoritarios y reaccionarios los que, precisamente, impiden a sus pueblos la adhesión espontánea a nuestros valores. Estos dirigentes no pueden tolerar, cerca de sus fronteras, la existencia de democracias pacíficas y prósperas que irradien nuestros valores. La nación indispensable es consciente de eso, pero también es consciente de que, a veces, los pueblos se obstinan en votar mal. Por eso, cuando es necesario, se ve obligada a derribar gobiernos democráticos – dentro y fuera de su patio trasero – para sustituirlos por oligarquías corruptas, tiranos y matarifes encargados de asegurar el tránsito hacia la madurez de nuestros valores. El eje del Bien escribe derecho con renglones torcidos.[14]

Racismo, arrogancia, injusticia

Mal que les pese a los defensores de nuestros valores, nos encontramos en un momento de inflexión decisiva en el orden internacional. Estamos probablemente ante la puerta de salida de un “sistema mundo” (en el sentido que a esa expresión daba Immanuel Wallerstein) en el que todos hemos nacido y crecido. El 60% de la población mundial se encuentra en Asia, el 17% en África y tan sólo un envejecido 15% en Europa y Norteamérica. El peso económico asiático lleva visos de aplastar, en breve espacio de tiempo, al de las otrora metrópolis imperiales. El dólar como moneda de reserva internacional ha perdido su credibilidad. La gran masa eurasiática se encuentra en proceso de integración e interconexión en los planos económico, estratégico y financiero, que de consolidarse empujaría a la nación indispensable a una posición cada vez más marginal: a la de un rimland estratégico con capacidades de proyección naval cada vez más vulnerables. Parece difícil que pueda perdurar, de manera indefinida, el orden anglosajón y su política de la cañonera.[15]

¿Cuál es, en esta tesitura, el futuro de nuestros valores?

Tras el fin de la guerra fría, la sabiduría convencional conducía a pensar que nuestros valores se impondrían de la mano del crecimiento económico y de una cultura global cuyo epicentro reside en la nación indispensable. Es la fórmula iphone + valores. Pero hoy ya sabemos que eso no funciona así. Huntington ya había lanzado la voz de alarma: la globalización no vendrá con una cultura única, sino con una lucha de civilizaciones.[16]En resumen: que nos quedamos con su iphone pero los valores – como la falsa moneda – se los devolvemos. A partir de 2008 el neoliberalismo quedó en evidencia y el mundo asistió a un retorno del proteccionismo. El signo de los tiempos marca el fin del orden unipolar, el inicio de la des-globalización y el retorno de la geopolítica, con su división del mundo en esferas de influencia. En resumen: retorno a la normalidad, a la situación habitual durante la mayor parte de la historia. 

Desde esta tesitura – y a los ojos del resto del mundo – nuestros valores parecen más y más ridículos, como las monsergas de una civilización decadente que se cree todavía el centro del mundo. Asistimos ya al declive del soft power occidental. En tres palabras se puede resumir – señala el economista francés Hervé Juvin – la actitud que, para gran parte del mundo, distingue a occidente:[17]

Racismo. Racismo por sus indignaciones selectivas (hay víctimas de primera y de segunda categoría). Racismo por su paternalismo catequético, por su afán de imponer su visión de las cosas, por su convencimiento de situarse en la cúspide de la evolución humana. Racismo por su convicción íntima de que son mejores, de que pueden señalar a los demás el lado correcto de la Historia, de que pueden tratarlos como a pueblos coloniales, necesitados de lecciones de obediencia. Se quitaron el casco, pero la cabeza que hay debajo sigue siendo colonial.

Arrogancia. El Bien y el Mal es lo que la nación indispensable y sus adláteres deciden que sea, lo que ellos decreten en sus “guerras culturales”, en su cultura-basura. El Bien es lo que digan sus ONGs y sus fundaciones, siempre al dictado de sus amos. Arrogancia, por su insufrible superioridad moral, por su universalismo de pacotilla, por su intervencionismo y por su neocolonialismo, por su idea de que, con sus migajas, puede comprarlo todo y disimular su pasado de violencias y latrocinios.[18]

Injusticia. Injusticia por el uso arbitrario del derecho internacional, por la utilización criminal de los regímenes de sanciones, por su matonismo geopolítico, por la manipulación de unas instituciones internacionales que ya no reflejan la realidad, que se han quedado obsoletas, como un traje de primera comunión que se quiere utilizar para una boda.

Deeply concerned

La atmósfera se enrarece en torno a los adalides de nuestros valores. Europa se encuentra cada vez más aislada e insignificante. Pero sus elites siguen a lo suyo y prefieren no enterarse. El mundo de nuestros valores es un universo endogámico, autocomplaciente, autista. Es una cámara de eco donde se ha perdido la facultad de escuchar, de ponerse en la piel del otro, de intentar comprender lo que el otro está diciendo, lo que está pidiendo, aunque lleve repitiéndolo durante años. Algo curioso, en un mundo que no cesa de ensalzar la “empatía”. Los caciques de la eurocosa se reúnen y se reúnen y se declaran deeply concerned (profundamente preocupados) por esto y por aquello. Normalmente se ponen a repartir dinero (lo que mejor saben hacer) para comprar la benevolencia de unos y de otros. Y al final, como en un corral de gallinas asustadas, corren al regazo de la nación indispensable. La ilusión de la seguridad al precio de la sumisión.

Hacen bien en estar deeply concerned.  Especialmente ante las “potencias revisionistas”, ésas que no acatan las “normas y reglas” del “orden internacional”, ésas que no respetan nuestros valores.

Pues sí, parece que hay potencias revisionistas con ganas de revisar unas cuantas cosas, ou yea. ¿Qué hacer entonces? ¿Qué pasará cuando se acaben los cipayos?  ¿Cuántas guerras ha ganado, por sí sola, la nación indispensable? ¿Corea? ¿Vietnam? ¿Irak? ¿Afganistán? La invasión de la Isla de Granada, sin duda alguna. Queda entonces una opción: las armas nucleares. ¡Pero atención! los adversarios no son sofisticados posmodernos, son arcaicos, brutos, no valoran la vida como nosotros, están ayunos de nuestros valores, y están armados hasta los dientes…

Llegados a ese extremo, mejor será encontrar el tono adecuado.  Habrá que encontrar la forma de hablarles. Con firmeza. Pero esta vez, sí, también con empatía. Hay que convencerles, seducirles, sus élites están trabajadas por nuestro soft power, seguramente podemos comprarles. En el fondo quieren lo mismo que nosotros, si se les escarba…

Si se les escarba – decía la poesía de Alberti – dentro tienen un gran hoyo; profundo, grande, imponente; como un barranco que aguarda…

Es el hoyo que preparan para nuestros valores.[19]


[1]Winston Churchill, discurso en Fulton, marzo 1946. His complete speeches, 1897-1963. Chelsea House 1974, pp. 7285-93. 

[2]Carl Schmitt, La Tiranía de los Valores, Editorial Comares S. L. 2010.

[3]Montserrat Herrero, “Los valores o la posición absoluta de lo no absoluto”. Introducción a: Carl Schmitt, La Tiranía de los Valores, Editorial Comares S. L. 2010, pp. 20-21. Esta autora pone de relieve el carácter subversivo de los valores y su vinculación con la figura del Anticristo. “El poder hace tiempo que dejó de depender de la espada. El Anticristo vendrá de la mano de la mentira, no de la destrucción violenta (…) El Anticristo vendrá con una máxima axiológica”.   

[4]Carl Schmitt, La Tiranía de los Valores, Editorial Comares S. L. 2010, p. 36. 

[5]Carl Schmitt, La Tiranía de los Valores, Editorial Comares S. L. 2010, pp. 40-43.

[6]Montserrat Herrero,Obra citada, p. 19.

[7]El periodista e historiador alemán Eberhard Strauss habla a este respecto (parafraseando a Max Weber) del “nacimiento de los Valores en el espíritu del capitalismo”. Eberhard Strauss, Zur Tyrannei der Werte, JungEuropa Verlag 2019. 

[8]Carl Schmitt, La Tiranía de los Valores, Editorial Comares S. L. 2010, p. 39.

[9]Alain de Benoist. “Le Libéralisme met la liberté au service du seul individu”. Philitt 2019. 

[10]Francois Bousquet, “Une Épidémie de Transgenres”. Éléments pour la civilisation européennenº 189, abril-mayo 2021, p. 35. 

[11]Noam Chomsky, Failed States. The abuse of power and the assault on democracy. Penguin 2007, pp. 81-82. 

[12]Noam Chomsky, Failed States. The abuse of power and the assault on democracy. Penguin 2007, pp. 104-105.

[13]https://www.youtube.com/watch?v=RM0uvgHKZe8

Conviene añadir, en descargo de Margaret Albright, que al menos era feminista y nunca se resignó frente al “techo de cristal”. 

[14]Vincent Bevins, El método Yakarta: la cruzada anticomunista y los asesinatos masivos que moldearon nuestro mundo.Capitán Swing 2021. 

[15]Ilustrativos, en este punto, los libros del profesor Augusto Zamora Rodríguez: Política y Geopolítica para Rebeldes, Irreverentes y Escépticos (Foca, 2018) y Réquiem Polifónico por Occidente(Foca 2018). 

[16]Samuel P. Huntington, El Choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Ediciones Paidós 2015. 

[17]Hervé Juvin, “Qui isole qui?”

[18]Caroline Elkins, Legacy of Violence. A History of the British Empire. Alfred A. Knopf 2022. 

Cabe preguntarse por qué los crímenes de nazis y comunistas son elevados a paradigma, y por qué los crímenes amparados por los países anglosajones son prácticamente ignorados. Se ignora casi todo sobre el genocidio de los aborígenes australianos, sobre los campos de concentración británicos en Sudáfrica, sobre las matanzas emprendidas en 1899 por los norteamericanos en Filipinas (más de 1 millón de víctimas), sobre la hambruna causada en 1943 por Churchill en Bengala (3 millones de víctimas), sobre las feroces políticas represivas que los ingleses practicaron en Iraq y Kenia, sobre las matanzas amparadas por la nación indispensable en Asia, África y América. Parece que lo que escandaliza, en el caso de nazis y comunistas, es que éstos utilizaran en Europa los métodos que los anglosajones han empleado con toda naturalidad en sus colonias.  

[19]Rafael Alberti, Romance de la Defensa de Madrid.

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