El colectivo La Marea está integrado por escritores, lingüistas y profesionales de la comunicación interesados en los procesos de evolución y generación del idioma en la era de las nuevas tecnologías y la revolución tecnológica. No partimos de una normativa unánime pero mantenemos acuerdo en la reivindicación sin fisuras del derecho al pensamiento libre y su expresión sin fiscalizaciones doctrinarias. Por tanto, nos manifestamos contrarios a la utilización del idioma como herramienta para proyectos de ingeniería social.
Pensar los abstractos, interpretar el mundo
Nota previa:
En este artículo se hace referencia en varias ocasiones al “feminismo sobreactuado”, “hiperventilado” o “feminastas”. Deliberadamente evitamos relacionar el feminismo genuino con la ideología y prácticas que aquí se discuten, por cuanto consideramos que el feminismo fue un movimiento y sigue siendo una actitud en la vida razonablemente necesarios para preservar la igualdad de los seres humanos sin distinción de sexo. Es en aras justamente de ese valor, la igualdad, que está redactado el presente escrito; igualdad cuyo concepto han desvirtuado las feminastas contemporáneas hasta convertirlo en privilegio de la queja, a beneficio de estrategias de ingeniería social que nada tienen que ver ni con la igualdad, ni con la justicia ni, muchísimo menos, con la libertad.
1 – De machos y hembras
Los universales en el idioma español son femeninos. Las feminastas de generación sobreactuada insisten una y otra vez en la teoría descabellada de que el idioma —el español en particular, que es el que nos interesa en este opúsculo—, es un constructo ideológico del patriarcado cuyo objetivo último consiste en “invisibilizar” a la mujer y reproducir patrones de pensamiento y conducta machistas. Si esto fuera así, no se entienden la dejadez y torpeza de los malvados varones que urdieron la trampa del idioma “machista”, pues olvidaron que los elementos conceptuales profundos del léxico, los que comprenden las categorías fundamentales que nos identifican como seres pensantes que, a su vez, forman parte de una comunidad civilizada, se expresan en género femenino: la humanidad, la vida, la libertad, la inteligencia, la justicia, la filosofía, la ley, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad, la religiosidad —para quien la tenga por valor—, la fortuna, la democracia, la virtud, la independencia…
Esta cualidad genérica femenina, por otra parte, no atañe sólo a conceptos que expresan valores o cualidades de la razón, sino que se extiende al mundo de las cosas, su comprensión y beneficios, como la naturaleza, la tierra, la ciencia, la tecnología, la medicina, la salud, la prosperidad, la física y todas las ciencias de la medición, la riqueza; así como sus contrarios: la pobreza, la enfermedad, la muerte… Y no satisfechos con este despliegue, los taimados hombres que diseñaron un idioma premeditadamente machista para sojuzgar a las mujeres, idearon toda una retahíla de conceptos universales que definen los aspectos más importantes de nuestra interacción humana, tanto con el prójimo particular como con las organizaciones propias de nuestra condición sociable: la administración, la confianza, la autoridad, la instrucción, la representación, la delegación, la dirección, la magistratura, la sanidad, la enseñanza, la navegación, la agricultura y la cultura misma, por ejemplo.
Muy difíciles de digerir son aquellas soflamas contra el supuesto machismo del idioma cuando es prácticamente imposible encontrar en el mismo una referencia a los universales, los conceptos determinantes de nuestra naturaleza civilizada, sin que sea del género femenino o, al menos, tenga su correspondiente en dicho género. ¿Cómo es posible que un idioma condicione a pensar de manera “machista”, en detrimento de “lo femenino”, cuando todas sus expresiones lexicales determinantes —es decir, que “determinan” el punto de vista—, pertenecen al género femenino? Sencillamente, el idioma no es machista, ni feminista, ni tiene un propósito ideológico en ningún sentido. El idioma es la normativización de la lengua, y esta, a su vez, es la expresión particular y pública de la capacidad comunicadora que ofrece la naturaleza al ser humano, a la que llamamos lenguaje. Bastante ocupación y recorrido han tenido los idiomas, todos los que en el planeta existen, para conseguir depurar y optimizar sus formas expresivas, su gramática y sintaxis, como para haberse ocupado, encima, de generarse a sí mismos bajo el requisito de establecer desigualdad entre hombres y mujeres, en perjuicio de ellas.
Asunto distinto, naturalmente —asunto menor, aunque tiene su relativa importancia—, son los aparentes usos machistas del idioma que denotan determinadas expresiones, sobre todo si se compara el significado de las mismas cuando se aplican a hombres o a mujeres. Como supongo al lector informado de esta particularidad gracias a los cientos y miles de “memes”, comentarios y apresuradas reflexiones vertidas en los medios de comunicación, internet y redes sociales, pondremos sólo un ejemplo que podría ser, perfectamente, paradigmático. Desde la perspectiva a la que nos referimos, el lenguaje sería machista —igual que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua—, porque en dicho diccionario la palabra “zorro”, referida a un hombre, lo señala como persona astuta, ladina, mañosa; por el contrario, en femenino y dicho de una mujer, “zorra”, la define como lianta, artera o, directamente, prostituta. Hay muchos más ejemplos, todos de la misma o parecida índole. Existen docenas de maneras de llamar “puta” a una mujer, todas ellas hiperbólicas, mediante el uso de eufemismos que suavicen la malsonancia del término. Lo cierto es que en el idioma español sólo hay dos palabras que verdaderamente constituyan un insulto por achaque de condición denigratoria a sus víctimas: para los hombres, cabrón; para las mujeres, puta. Para el vocablo “cabrón” hay pocos sinónimos, casi ninguno eufemístico; para “puta”, como se dijo, son cuantiosos. Esta tendencia de aplicar paños calientes a la rotundidad y grosería del referido insulto, se corresponde sin duda con la intención de suavizar y/o disimular el exabrupto, tanto por inclinación condescendiente de quienes hablan —o escriben—, como para conjurar en lo posible las consecuencias del mismo, pues es sabido que tildar a una mujer con este epíteto suele tener resultados desagradables y acabar en previsibles altercados. Por tanto, la abundancia de eufemismos sobre este vocablo se corresponde con el afán de atemperar los posibles conflictos derivados del mismo, al contrario de lo que sucede con el insulto por antonomasia a las personas de sexo masculino, el famoso “cabrón” —“hombre que consiente el adulterio de su mujer”—, por cuanto mitigar con sinapismos la rudeza del término conllevaría, al mismo tiempo, menoscabo de la hombría y cabalidad de quien lo profiere —en el caso de ser varón—, y de la firmeza de la expresión en el caso de ser declarada por una mujer. Consideraciones todas estas —las anteriores— que, por cierto, no pertenecen al territorio disciplinario de la lingüística sino a la descriptiva etnológica, los usos y costumbres culturales propios de nuestra sociedad en cada determinada época. Y por tanto va de suyo que la proliferación de expresiones y eufemismos directa o indirectamente ofensivos para la mujer denostada —no así para los hombres—, podrá achacarse, en todo caso, a las dinámicas intraculturales de los tiempos, no a la intención del idioma ni tampoco a su organización y estructuración lexical, reflejo fiel del intangible “espíritu” de cada época; pues la lengua y el idioma, considerados como herramienta colectiva de comunicación entre iguales, no pueden ser otra cosa más que eso mismo: la expresión más o menos culta, más o menos popular, del latido y el pulso de la sociedad en cada determinado instante de su devenir. Los cambios semánticos, en el transcurso de la historia, como en este caso que acabamos de describir, se producen por razones de contexto y situación.
Resulta bastante inútil insistir en que el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua no crea el idioma ni legisla sobre el mismo, limitándose a describir el uso consolidado de las palabras en la comunidad lingüística hispanohablante. Quien a estas alturas de la historia no se haya enterado, es porque no ha querido enterarse; por tanto resultaría absurdo mantener ningún debate al respecto con quienes mantienen la reiterada pretensión de que la Academia de la Lengua “cambie” el significado de las palabras, a gusto de los demandantes. Contra la contumacia no se puede debatir.
2 – Masculino, femenino, neutro
Muy estridente se manifiesta la obsesión por masculinizar el género neutro por parte del “feminismo” hiperventilado en materia lingüística. Todo lo reducen a masculino/femenino, como si el género neutro no existiese o fuera, en todo caso, una sibilina forma masculina camuflada de imparcialidad. Para este feminismo sobreactuado, lo masculino en el idioma es opresión, algo que deben anular obligatoriamente y con una diligencia paroxística. Se llega al esperpento de masculinizar las vocales —todas de género femenino—, achacando masculinidad a la “o”, no sabemos por qué, y feminidad a la “a”, tampoco sabemos por qué. Es cierto que el género masculino combinado con los artículos neutros genera expresiones integradoras de todo el espectro conceptual —“lo humano” comprende tanto a hombres como mujeres, no así “la humana”, que se referiría a una mujer en particular—, pero esa capacidad representativa general del masculino opera justamente como salvaguarda del específico femenino, asegurando la categoría sin intromisiones de los otros géneros.
De tal forma, cuando nos referimos al “lenguaje inclusivo” por feminización del mismo, lo hacemos impropiamente; resulta justo al contrario: el género femenino sólo describe a sujetos femeninos, en tanto que el neutro y el neutro+masculino comprende al conjunto completo de sujetos. ¿De verdad alguien puede pensar seriamente que esta norma lingüística-gramatical es atentatoria contra la “visibilidad” de la mujer en el idioma, cuando la intención y el resultado de la misma configuran precisamente el sentido puesto? El género neutro y el masculino genérico resguardan la presencia de lo femenino y diluyen lo masculino en el todo discursivo.
Supongamos que la norma funcionase al revés, que el género femenino fuese el integrador general no excluyente y el masculino el no excluido. Sin duda las formas idiomáticas femeninas ganarían presencia cuantitativa… pero no significarían nada y cualitativamente habrían perdido toda su solidez identificativa. Si cualquier cosa puede expresarse y cuantificarse en femenino, entonces el femenino no es nada en sí mismo, no tiene sustrato propio ni entidad significativa relevante. Supongamos que en un colegio, algún profesor disparatado se dedicase a universalizar los plurales usando el género femenino —de hecho, más de un iluminado ya lo hace—; en tal caso, cuando se refiriese a “las niñas” se estaría refiriendo a niños y niñas, cuando se dirigiera a “los niños” involucraría en la expresión sólo a los alumnos del sexo masculino; las niñas, las alumnas de sexo femenino, no tendrían un vocablo concreto para definirlas. Ese absurdo aniquilador del sentido de lo femenino es el colofón de las ideaciones sedicentemente “feministas” cuando se denuncia “el uso sexista del lenguaje”. *(1)
No abundamos en disparates —por el momento minoritarios—, como el uso de la “e” en funciones diferenciadoras pluralizantes, que comprendería además de los niños y las niñas a aquellos alumnos que no tienen claro a qué sexo pertenecen o han decidido su transexualidad. La razón nos parece evidente, pues, en este caso, hablamos de un porcentaje ínfimo de la población —no sólo escolar—, y cuyos derechos, muy legítimos, no pueden condicionar el derecho de los demás a pensar y representar la realidad conforme a modelos no artificiosos ni extravagantes. Si alguien se ofende porque su interlocutor no utilice una majadería lexical para formar los plurales, el problema no es “del otro” sino de quien se inviste de autoridad emocional y exige a los demás que actúen, piensen y se expresen como él/ella quiera. El pensamiento fanatizado recurre a muchas bobadas, y la mayor de todas consiste en presuponer que la sensibilidad propia debe instituirse en obligación para el prójimo. Esa forma de pensar es propia de todos los integrismos y dictaduras que en el mundo han existido: “Prohibido todo lo que me ofenda o yo considere que va en contra de mi convicción”. Algunos llaman “respeto” a esa aberración.
3 – El idioma desdoblado
El idioma no es una construcción ideológica, ni un fenómeno cultural. Su origen radica en la potencialidad evolutiva de los transcendentes superiores humanos. Del diálogo permanente entre el ser y la conciencia surge el pensamiento, y a la expresión del pensamiento la llamamos lengua. Por tanto, la capacidad de expresión de los individuos está directamente vinculada —en realidad condicionada— a su capacidad de pensar. Restringir esa capacidad, tal como hace el idioma “desdoblado”, el famoso todosytodas del que tan partidarios son los fanáticos de la ingeniería lingüística, supone un atentado sin excusa contra la facultad de pensar libremente y por nosotros mismos, no a través de filtros ideológicos. Pensar por arriba significa que todos (eso es lo más democrático) alcancemos la posesión de la lengua que pertenece a todos los hispanohablantes; es decir, expresar bien lo que pensamos y entender bien lo que oímos o leemos, puesto que el idioma pertenece al contexto cultural que lo engendró; no podemos pensar bien si conocemos imperfectamente nuestra lengua o, peor aún, utilizamos un idioma desvirtuado y adulterado por intromisiones ideológicas artificiosas.
Una de las cualidades más asombrosas del discernimiento humano —factor decisivo de avance histórico, biológico y psicológico desde los primates al homo sapiens— es la capacidad que tenemos de pensar en las personas, animales y cosas de manera conceptual, despojándolos de todo atributo circunstancial y remitiéndolos a su pura esencia expresiva e interpretativa. Sin pensamiento conceptual y sin abstractos no habrían sido posibles las ciencias y el desarrollo social. Así, cuando hablamos de “humanidad”, no pensamos en un montón de hombres, mujeres y transexuales, sino en el conjunto de nuestros semejantes sin cualidad sexual ni de ninguna otra clase, únicamente definidos por su pertenencia a la categoría humana.
El lenguaje desdoblado pretende, nada menos, que olvidemos cualquier visión conceptualizada de la realidad, en lo que a individuos de nuestra misma especie se refiere, y sustituyamos los conceptos y la abstracción por la obsesiva, machacona referencia a personas divididas por su sexo. Esto quiere decir que tendríamos que dejar de pensar en conceptos como “la humanidad” para pensar en gentes colectivizadas, en grupos —colectivos— integrados por individuos de la misma condición sexual que, a su vez, les conferiría identidad de intereses en el transcurrir de la historia. Como es lógico, este discurso es absolutamente inútil, además de innecesario, en cuanto abandona las cabezas de quienes lo sostienen y se enfrenta a la realidad sin tamices doctrinarios.
Ese es el problema del supuesto inclusivismo del idioma: no aporta nada a la comprensión de la realidad, se habla al buen tuntún y, encima, sólo dice y aclara circunstancias de la persona que lo utiliza, sin ningún otro aporte válido ni utilidad conocida. Cuando alguien coloca el lenguaje desdoblado en una conversación, en puridad lo único que hace es identificarse y hablar de sí mismo. Pura retórica y cargantes subrayados que el interlocutor no necesita para nada.
Parece evidente que, en lo íntimo de su conciencia, los asiduos del supuesto inclusivismo idiomático consideran que su forma de decir es reflejo fiel de su manera de pensar, la única forma aceptable y legítima de entender y representar el mundo. Esto ya es mucho más grave y más serio. Quienes inculcan a la población, desde la infancia, en la escuela, el absurdo del todosytodas, losniñosylasniñas, lo que están haciendo es enseñar a pensar ideológicamente, imponiendo el filtro de la doctrina a la expresión humana.
Imponer el pensamiento ideologizado es, con todas las letras, un crimen contra el espíritu humano y la libertad de los individuos. Somos legatarios históricos y dueños contemporáneos de una gramática, una sintaxis y una semántica que nos facilitan el uso del idioma desde una única perspectiva: la libertad. La normalización/reglamentación del lenguaje conforme a las disciplinas antes mencionadas, desde las primeras gramáticas, tuvo como objetivo la consolidación de idiomas “del común” de extensa base reglada y en los que todos pudieran entenderse, liberando a los habitantes de una región, un país o un entorno cultural determinado de la sumisión a las formas idiomáticas privadas y localistas, a los usos particulares interesados, los fárragos legales y académicos, los galimatías conceptuales de los poderosos, los sofismas torticeros de los violentos y la letra pequeña de los contratos.
El idioma normativizado es un logro de la modernidad, la equidad y la justicia. Y no se conoce una sola revisión/resignificación lingüística artificial —ni una— que no haya sido instrumento ideológico de tiranías, dictaduras y regímenes deleznables. Desde la iniquidad estalinista a la depravación nazi, de Cuba a Corea del Norte pasando por todas las “democracias populares” habidas y por haber, la imposición de giros y usos idiomáticos vinculados a los intereses ideológicos del poder ha sido práctica común en todos los regímenes liberticidas. Lo que diferencia a esta nueva ola revisionista es que está promovida por las élites culturales apalancadas en el sistema, en connivencia con el poder político aparentemente progresista; se trata de una sibilina “readaptación mental” y una descarada maniobra encaminada al control de la expresión de las ideas; una estrategia de manipulación doctrinaria dirigida por los opulentos para afianzar su privilegio sobre los desposeídos. Naturalmente, como en todos los casos conocidos hasta hoy, la coartada teórica de la que se parte es “la igualdad”, “la justicia” y la “bondad” ilustrada de los que mandan y controlan los mecanismos ideológicos del Estado, los cuales dirigen sin contemplaciones contra el pueblo, al que consideran ignorante y necesitado de redención.
Si el pensamiento es el diálogo entre el ser y la conciencia, y el idioma es expresión pública del pensamiento, ideologizar la lengua artificialmente y a beneficio de causa concreta significa, nada menos, desvirtuar con intención predefinida la naturalidad y la libertad de aquel diálogo entre el yo profundo de los individuos con la inasible realidad de su ser. Las personas que no pueden expresarse padecen tiranía, aunque esa situación es susceptible de empeorar, pues quienes no pueden pensar por sí mismos sufren la más cruel esclavitud: la del espíritu alienado, una castración intelectual de la que, desgraciadamente, buena parte de nuestra juventud ya está siendo víctima.
Esa es la verdad última de la retórica inclusivista: sustituir el lenguaje como herramienta de libertad por el idioma como maquinaria de domesticación. Podemos ridiculizar todo lo que queramos esta manera de hablar y señalar mil veces dónde está el error y dónde la estupidez de los fanáticos; pero la lucha verdadera no es por la gramática correcta sino por el derecho a ser nosotros sin que el histerismo de los fanáticos se soliviante e incordie con lamentos y exigencias ya bien conocidos. El debate es por nuestro derecho a pensar el mundo en términos universales, abstractos y conceptualizados, representándolo con el lenguaje que la historia y la tradición nos han legado, no ceñidos a la agenda doctrinal de colectivos quejosos hipermovilizados, los roñosos intereses de las élites culturales abrevadas al poder y el proyecto histórico deshumanizador de las oligarquías globalistas. Se trata, en suma, de algo tan obvio y tan complicado hoy en día como pensar y expresar nuestras ideas sin que nadie nos diga cómo tenemos que hacerlo, sin que nadie nos imponga qué ideas debemos tener en la cabeza y qué conviene que digamos. Esa lucha va para largo, nos tememos.
(1)* (Razones de uso). La norma nos impone desvíos de la lengua que todos los hablantes aceptamos. Por ejemplo, lo sistemático y regular sería decir “los lúneses” y no los lunes. Nos vemos forzados a emplear formas asistemáticas que se han introducido en el uso por distintas razones, entre ellas una tradición persistente en la comunicación y que finalmente llega a constituir la norma, la cual es un estrato intermedio entre la lengua y el habla. Lo mismo sería para “traí” y no traje. Sin embargo para que estos procesos cristalicen en norma se podrían necesitar cientos de años. Hay, por tanto, reglas de las lenguas y excepciones impuestas por la norma, que, como decimos, se consolidan con el transcurso de los siglos, no imponiéndolos artificialmente y con pretensión ideológica; y siempre entendiendo la norma como un conjunto de reglas para hablar y escribir con corrección, para ser entendidos y para asegurar la comunicación, no para afianzar/imponer posiciones doctrinarias.