Título: “Once veces NO al Nuevo Orden Moral ”
Autor: José Vicente Pascual
José Vicente Pascual (Madrid, 1956), es autor de una veintena de obras de narrativa publicadas desde 1989, año en que aparece su primera novela (La montaña de Tahisán), con la cual obtuvo el premio Azorín. Tantos títulos después, además de otros libros de relatos, viajes, y ensayo, así como una actividad ininterrumpida como articulista en medios tanto digitales como de tradicional rotativa, acabar de sacar de imprenta Once veces No al Nuevo Orden Moral, ensayo que subtitula Propuesta General de Desobediencia. Se trata de una obra alejada de la ficción pero no del todo exenta de cierta voluntad literaria. Un ensayo donde parece que el autor ha querido emplear tanto esmero en lo que dice como en la manera en que lo dice. Sobre esta cuestión formulo la primera pregunta del cuestionario, un asunto que considero interesante aunque el autor lo resuelve con dos frases: “Si no puedes decirlo con tu propia voz, aportando un punto de vista personal y por tanto original, y decirlo además bien dicho, es mejor que no lo digas; opiniones hay muchas, tantas como personas, lo que importa es que los lectores encuentren una voz distinta que no diga lo mismo de siempre. En caso contrario no merece la pena”.
Esto me obliga a reformular la entrevista porque tenía pensado centrarla en torno a la idea de “disidencia”. Sin abandonarla, creo más efectivo empezar a hablar de literatura y estilos literarios. Seamos francos y muy sinceros: Pascual vive en Barcelona y yo en Madrid, así que nos entendemos por medio del correo electrónico. Esto ofrece la ventaja de poder “resetear” una entrevista o un texto entero casi sobre la marcha, pero también tiene el inconveniente de que hay que escribir mucho y pensar más de una vez (y más de dos) el enfoque de la “conversación”. Al final, después de casi una veintena de correos intercambiando opiniones, la famosa entrevista ha quedado como sigue:
Dice usted que si no puede decirse algo con estilo personal es mejor no decirlo. ¿Eso significa que un ensayo como el que ha publicado tiene que tener “altura literaria” o no valdrá para nada?
No soy tan radical. Tanto como no valer para nada, no. Pero no le quepa duda de que un escrito, trate de lo que trate, si está propuesto con desmaño, apresuradamente, sin pulso y en plan chapuza por si cuela, aunque trate asuntos interesantes y aborde aspectos de la realidad significativos y llamativos, apenas tendrá relevancia. Será importante para el autor, para su familia y amigos y para nadie más.
Considera por tanto que el ensayo es un género literario como otro cualquiera.
Por supuesto. Hay un acuerdo casi general en que sólo la ficción y la poesía, que también es ficción, son literatura. Grave error. Lo literario no está en la fórmula expresiva sino en la intención, la finalidad. Todo lo que pretenda participar ideas a otros, sean de la índole que sean, es literatura. Los artículos de prensa lo son, los discursos de los oradores en el congreso de los diputados, los guiones de cine, las sentencias del tribunal supremo y los prospectos de los medicamentos. Cosa distinta es que se pretenda el cambalache y hacer pasar las páginas del Boletín Oficial del Estado por ficción literaria, aunque a veces lo parezcan. Son pura prosa administrativa, con pocos hallazgos por cierto. Aunque también le puedo asegurar que en la jurisprudencia española, emitida por el tribunal supremo, hay auténticas piezas literarias, joyitas de narrativa cuando se refieren a los hechos probados en casos penales, por ejemplo; y pequeños ensayos humanísticos sobre el arte de la moral y de la lógica cuando se establecen los considerandos legales. Le recomiendo vivamente los tomos de legislación progresiva que contienen las sentencias del supremo; a veces son lecciones de humildad para los escritores de ficción.
Dentro de estos márgenes tan amplios que señala para lo literario, qué importancia le da al ensayo.
Con propiedad no puede hablarse del ensayo como un género único, de un solo trazado y única tonalidad. Hay diversas clases de ensayos. Tenemos el ensayo científico-académico, el divulgativo, el biográfico, que no debería confundirse con las biografías o las autobiografías sino que responde a una perspectiva distinta en cuanto a la exposición del saber o la experiencia vinculados al desarrollo existencial del autor. Mi familia y otros animales sería un ejemplo perfecto para esta clase de ensayos. Hay obras magistrales en el ámbito de lo divulgativo, como el clásico Cosmos de Sagan, o La historia empieza en Sumer, de Noah Kramer. Los últimos títulos de Noha Harari son otro ejemplo, se esté de acuerdo con ellos más o menos. Ahora también parece que empieza a ponerse de moda un estilo al que llaman ensayo-ficción. Sinceramente, tengo que ponerme al día en eso. Pero en fin, resumiendo: doy al ensayo la misma importancia que a cualquier género literario, de lo que se trata es de generar ideas y ponerlas en circulación. Lo demás, el éxito de esas ideas o su irrelevancia funcional, dependen de la habilidad del autor para ganarse a los lectores y, qué duda cabe, del tono general en el ideario colectivo de cada época. Si Cervantes hubiese escrito su Quijote en el siglo XVIII, seguramente habría pasado inadvertido. Cada época tiene su cariz y su matiz y las obras que mejor lo representan. Y las que mejor lo interpretan.
En tal caso, si es tal como usted dice, su libro, Once veces NO… estará en franca minoría.
¿Lo ha leído usted? ¿Le ha llamado la atención?
Por supuesto. Las dos cosas.
Ahí está la cuestión. Se puede estar en minoría y llamar la atención, lo que quiere decir: ganar lectores e influencia. Aborrezco a las élites pero no me importa saberme minoría siempre que me quede oportunidad de pedir el turno para hablar. Y sólo hay dos maneras de hacerlo: ponerse en plan rompedor fronterizo con la provocación, cosa que siempre me ha horrorizado, o esmerarse en los enunciados y la manera de exponerlos.
De todas maneras estamos hablando de minorías y mayorías sin que el lector sepa de qué hablamos en concreto.
Pregunte… Pregunte usted.
¿Qué es el Nuevo Orden Moral?
Es una tendencia justamente mayoritaria en estos tiempos. Pero aún tendencia, tengámoslo presente. No es lo establecido aunque es la ideología en torno a lo público que intentan imponer las mayorías políticas, los grupos de presión y desde luego los que mandan en la economía mundial globalizada. Es también una pretensión, la idea terrible y, desde mi punto de vista, desquiciada, de que todos los habitantes del planeta deberíamos compartir los mismos valores, las mismas sensibilidades, las mismas costumbres cívicas y la misma vida en definitiva. Es el borrado de la identidad cultural de las civilizaciones realmente existentes en aras de una nueva identidad utópica, todavía por asentarse y convertirse en guía de acción ética provechosa para el común. Se trata, básicamente, de reivindicar la “diversidad” integrada en la conformidad universal; en plata: que cada cual siga siendo cada cual pero que todos coincidamos en una serie de supuestos valores democráticos que nos igualarían en tanto que ciudadanos. Eso en la teoría. En la práctica, supone pregonar con insistencia la culpabilidad histórica de la civilización occidental y del varón blanco heterosexual; y relegarlo y poner al frente de nuestras sociedades y de nuestra cultura a las identidades “marginadas”, los grupos raciales oprimidos, las feministas, los colectivos homosexuales y transexuales y, al totum revolotum, cualquier identidad cultural victimizada que no coincida ni de lejos con ese paradigma de la maldad que es, como lo llama Jim Goad en el Manifiesto Redneck, el Varón Blanco Culpable.
¿Y no lo es? Quiero decir: ¿No es culpable?
Desde cierto punto de vista, en absoluto. El varón blanco, heterosexual o de la inclinación que fuere, ha padecido a lo largo de los siglos, en los ámbitos de nuestra civilización y nuestra cultura, todas las injusticias y atrocidades con que la historia ha querido afligirle. Es el hombre que ha muerto en todas las guerras, el que fue sometido a esclavitud y padeció la barbarie social del feudalismo, el que llenó las calles con su sangre durante las revoluciones del los siglos XVIII, XIX y XX, el que tragó barro en las trincheras de dos guerras mundiales y fue explotado salvajemente a partir de la revolución industrial, y etcétera. Hasta hace poco, un par de décadas, el hombre blanco heterosexual era tan víctima del sistema de opresión de clases como cualquier otro sujeto, mujeres, minorías y demás. Pero como resulta que la teoría de la lucha de clases como motor de la historia ha fracasado con estrépito, la izquierda contemporánea, siempre ágil y atenta a los nuevos rumbos que va tomando la realidad, han reformulado sus principios doctrinales; ya no se trata de lucha de clases sino de “empoderamiento” de colectivos; el empresario millonario ya no es el enemigo a batir (aunque no les caiga bien) porque siempre podrá manifestarse como un tío de buen rollo, ecologista, partidario de una economía sostenibles y demás milongas. Ahí tenemos los casos de Bill Gates o los actores de Hollywood, iconos del progresismo, casi todos productores con cientos de asalariados en nómina. Ahora el malo y el responsable de todas las tropelías de la historia es el que no encaja en la nueva definición de “Hombre Deconstruido y Redefinido”, es decir, el ya citado varón blanco. Ahora bien, desde otro punto de vista, igualmente cierto, históricamente tan culpable es el varón blanco como los varones de todos los colores y las mujeres de todos los tonos de piel y los gays de toda la gama arcoíris y los demás colectivos de toda condición. La historia propiamente es voluntad de ser y, que se sepa, la voluntad de ser conlleva el afán de hegemonía, de sojuzgar al otro para imponer lo propio; así ha funcionado la humanidad desde los tiempos más remotos de la civilización, hasta hoy. Y antes de lo que llamamos civilización, igual. La tribu paleolítica que era más numerosa y tenía mejores armas, triunfaba y se quedaba con el mejor territorio para la caza y con los refugios más seguros; los vencidos, si quedaba alguno, ya podían arreglarse como pudieran. Si lo vemos y lo analizamos bajo el prisma moral contemporáneo, la humanidad es una inmensa culpa desplazándose por el planeta como una mancha de aceite. Como diría mi abuela: un pecado con patas.
¿Por qué once veces no? ¿Por qué no trece veces, o diez veces?
Eso digo yo. Me puse a enumerar y compendiar mis desacuerdos con la nueva moral globalista y me salieron once objeciones principales. Sinceramente, pensé que serían más, pero muchas de esas impugnaciones son secundarias, no porque sean menos importantes sino porque se ordenan como sub-impugnaciones bajo un rango superior. Total, once, como los jugadores de un equipo de fútbol.
¿Y ese subtítulo, Propuesta General de Desobediencia?
Porque se me antoja que al ser los fundamentos del Nuevo Orden Moral la base homogeneizadora de la doctrina político-moral imperante en nuestra civilización, perfectamente representada en las famosas agendas 20/30 – 20/50, la primera obligación de quien quiera oponerse a esa calamidad es desobedecer. Pero, ojo: no se trata de una desobediencia puntual, como negarse a pagar una multa o manifestarse en contra de los impuestos excesivos y cosas así. De acuerdo, estas acciones pueden tener su valor y ser útiles en determinados momentos. Yo abogo por algo que vaya más allá, por negarse a participar de los supuestos valores y el, por así decirlo, estilo de vida propuesto por el Nuevo Orden Moral. Propongo tener hijos, cuantos más mejor, frente a unos poderes públicos que publicitan cansinamente sexualidades no reproductivas y por tanto enemigas de la prole abundante. Resulta siniestro que en sociedades avanzadas como la nuestra el aborto anticonceptivo sea prácticamente un sacramente, que cualquiera pueda cambiarse quirúrgicamente de sexo, estando todo ello cubierto por la seguridad social; pero los tratamientos de fertilidad para mujeres que desean ser madres y por un motivo u otro tienen serias dificultades para realizar su anhelo no encuentran la menor atención ni la menor ayuda. Propongo enraizarse en un lugar que sintamos como nuestro y establecer vínculos social y culturalmente fuertes con nuestros vecinos, la ayuda mutua, la defensa del valor de la tradición y de los sesgos propios de cada cultura por pequeños que parezcan. Todos son importantes. Propongo trabajar y producir con una vocación, o dedicación, comunitarista, pensando nuestro esfuerzo como un aporte más al sostenimiento de nuestra civilización; quiero decir: crear nuestra propia sostenibilidad hacendosa, contraria a la dejadez de sofá y televisión de los globalistas conectados por medio de las redes sociales.
También da importancia, entonces, a la tradición
No tanto por sus contenidos en sí como por su carácter conformador de nuestras sociedades actuales. Sin enrollarme mucho: si hemos llegado hasta aquí, es debido a la tradición y gracias a los que estuvieron antes que nosotros. Se lo debemos a ellos. El discurso progresista dirá que por culpa de la tradición hemos construido sociedades injustas, belicistas y otras lacras. Yo afirmo que gracias a la tradición vivimos en el mejor de los mundos posibles. ¿Acaso puede referirse algún momento anterior de la historia humana en el que las condiciones de vida de la población fueran mejores, con mejor sanidad y educación, más justas, con leyes más humanizadas, con mayores niveles de bienestar, con mejores servicios sociales…? Yo creo que eso es imposible. No estamos en el paraíso, evidentemente, pero estamos mejor que cualquier generación anterior. Comparto plenamente aquella definición de la tradición según la cual no es el culto a las cenizas sino la transmisión del fuego. No está claro de quién es la frase, algunos la atribuyen a Benjamin Franklin, otros a Gustav Mahler… Tanto da.
Esas propuestas de desobediencia, ¿se recogerán con el tiempo en algún programa político?
No creo. Los programas políticos los hacen los políticos porque saben lo que quieren y no sólo lo saben sino que aspiran a que la población comparta con ellos, mayoritariamente, aquello a lo que aspiran. Yo no sé lo que quiero. Sé lo que no quiero. Por eso desobedecer y vivir con libertad, sin dejarse aplastar por la ideología dominante y sin hacer caso a los nuevos predicadores y los modernos inquisidores es lo más proactivo que puedo proponer.
¿No sabe lo que quiere?
No lo sé, le doy mi palabra. Desconfío de la gente que tiene muy claro lo que quiere. Bueno, entiéndame: sé que quiero vivir tranquilo, poder dedicarme a las personas y actividades que me importan y me gustan y que nadie moleste mis afanes. Pero no sé qué sería lo mejor para mis semejantes, me resulta imposible y además una temeridad proclamar que uno sabe lo que es mejor para los demás, como hacen los políticos contemporáneos. La verdad, no me fío de la gente que sabe lo que quiere, los que tienen un sistema, un programa, unas ideas absolutas sobre el bien y el mal, un plan. La gente que tiene un plan es peligrosísima. Todos los canallas, genocidas, tiranos y criminales que en la historia han sido, tenían un plan. Yo prefiero tener unas cuantas ideas claras que conciernan a mi vida y nada más. Y llevarme bien con el vecino, que no es poco. Si todos hicieran los mismo, el mundo sería como se describe en la zarzuela Gigantes y Cabezudos: una balsa de aceite.